Soy gente bien de dos apellidos, gente como uno, soy un mestizo teñido de rubio enceguecido con el mismo viejo hechizo de espejitos coloridos, el europeo de Sudamérica. Yo, argentino. Entre nosotros, con ínfulas de nuevo rico, te digo: le puse spoiler al IBM, todos los tomates ahora son capresse, los choclos de Canadá son más sabrosos que los de acá, ¿y los taxis nuevos tan divinos, acaso vienen de Dubai?.
No necesito más que dólares, veranear Miami, siendo in y nunca out como exige la Gente, ver la realidad según Mirtha Legrand. Me persigno y pido a gritos la seguridad alarmante del gatillo fácil: trabucos importados, sobrevaluados, financiados por el BID, rifles semiautomáticos que ahuyenten (al nativo) al villero adicto en nuevas campañas al desierto. Algo habrán hecho.
Viejo: ¡así no se puede más!.
Admito que también vivo del contrabando, pero me quejo con razón; si vuelvo del trabajo, harto, me quiero al menos infartar en paz, leyendo los diarios del peludo a dos veinte, haciendo de la pobreza ajena un deleite. Yo (no) pago impuestos porque acá hasta es caro coimear. Justa es mi indignación si esto va siempre para atrás: la culpa es de los negros que no quieren laburar, que quieren el pescado sin aprender a pescar. Acá falta mano dura, este país no tiene cura. En Suiza esto no pasa: es un problema de raza. Y en Francia tampoco pasa, el problema es la ignorancia. El pueblo unido se va a Estados Unidos. Viva el cáncer.
 
Carlos volvió a casa tarde y exhausto. Debió trabajar más que de costumbre porque el jefe exigió su culo en el asiento por varias horas más.
No hay como la ilusión de felicidad burguesa. Masajearse las patas ante la tevé de noventa y ocho pulgadas. La Gorda ceba un matecito, rico, con burrito y con la yerba humeante llena de globitos de espuma. En silencio se aman sin ya siquiera tocarse, mirando el desenlace del drama de la Pradón.