Alegoria del Tiempo
Publicado en Mar 22, 2009
LECTURA DE GARCÍA MARQUEZ
"La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor" G.G.M. Hace unos cuantos meses apareció en una revista de circulación nacional la historia de un hombre que dedica el tiempo que le deja libre su trabajo como corredor de bolsa a un particular hobby: coleccionar ediciones de Cien años de Soledad, la novela latinoamericana más leída en el mundo. Con las peculiares señas de dicha afición, y dejando de lado lo macondiano de la noticia, me atrevo a decir algunas cosas de ese opíparo banquete que resulta siendo la obra narrativa del que junto con Borges, según el criterio del novelista Norman Mailer, es el mejor escritor de la segunda mitad de siglo XX. Sigo con las anécdotas: en cierta ocasión, en una reunión improvisada con Leidy Bibiana Bernal y Umberto Senegal, editores de Cuadernos Negros, éste me dejó perplejo al decir que, para él, la novela Ursúa, del tolimense William Ospina, reúne elementos estilísticos y poéticos de un valor más alto de los que se podrían encontrar en Cien Años. Y digo que tal afirmación me desconcertó porque, como sabe todo el que haya leído cualquier texto suyo, Umberto es uno de los sobresalientes escritores de la región y, sobretodo, porque por aquel tiempo había culminado de leer Cien Años. Hipnotizado desde la frase del ambiguo fusilamiento del coronel Aureliano Buendía hasta la concepción del último del clan, el que es devorado por una legión de hormigas, minutos antes del paso del ciclón bíblico que arrasaría a Macondo desde sus cimientos, caminé por los psadizos de una construcción literaria formidable. Ese embrujo, que describe Vargas Llosa en García Márquez: Historia de un deicidio, es el que ha atrapado a varias generaciones de lectores alrededor del mundo. Bien ha hecho al decir Juan Gustavo Cobo Borda que Cien Años, y por extensión toda la obra del hijo del telegrafista de Cataca, es una metáfora de la historia del país, y yo le puedo adicionar que esa metáfora se alimenta de la tradición oral, de los juglares vallenateros, de Francisco el Hombre, de la cultura popular, y de los relatos del coronel Nicolás Márquez, que esperó la pensión castrense hasta el día de su muerte y que jugaba ajedrez bajo la sombra de los palos de mango, con un belga de piel apergaminada, el fotógrafo del Amor en los tiempos del Cólera. García Márquez está en igual deuda con Faulkner y con los guajiros que su abuelo compraba como domésticos. Su narrativa es el testimonio colectivo de una sociedad que vive la latencia del terror en los actos más puros e inocentes. Siempre, en cada cuento o novela, hay un muerto notable: Macondo está muerto desde antes de su fundación por los designios inescrutables de un manuscrito; Agustín, el hijo del coronel que va todos los viernes al correo a ver si el estado se acordó de las promesas del armisticio de Neerlandia; Santiago Nasar, asesinado con la complicidad de todo un pueblo; Esteban, el ahogado que les hace ver a los parroquianos del innominado caserío lo patéticas que sus vidas son; la abuela desalmada de Eréndira; la mama grande, la mujer más rica de Macondo, sólo seguida de cerca por la viuda Montiel; Blacaman el malo, encerrado a perpetuidad por Blacaman el bueno, el de cara de bobo, en castigo por su sevicia; el solitario patriarca que, enredado en la manigua del poder, es carcomido por hordas de gallinazos; Bolívar, el desengañado libertador de cinco naciones en las que los gringos vienen a veranear, huele a carroña; en fin, la lista sería interminable, porque, como el mismo García Márquez lo ha reconocido, su obra se nutre del tanatológica novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Con el posicionamiento de Cien Años como el símbolo más vistoso del Boom, se marginan novelas de interesantes grados de experimentación técnica como El otoño del patriarca, puzzle conformado de piezas tan disimiles como el relato político y el poema modernista. El otoño no alcanzó las cien reediciones de Cien Años en Sudamericana, la editorial argentina que el 30 de mayo de 1967 hizo un home run con la salida al público de la cuarta novela del hasta entonces desconocido Gabriel José García Márquez, ex alumno de derecho de la universidad Nacional y compañero de clases de Camilo Torres. García Márquez, antes de ser un novelista que incursiona en tan disímiles géneros como la crónica y el guión cinematográfico, es un narrador nato que toma lo que cada uno de éstos le ofrece para contar sus obsesiones: un pueblo sumido en el sopor del trópico, estacionado en las arenas inmóviles del tiempo. De ahí que su primer artículo periodístico, publicado en el Universal de Cartagena, tenga implícitos los temas que posteriormente desarrollaría en su novelística: el toque de queda (supresión política) y las medidas que toma la población del Caribe para burlar las medidas de los gélidos capitalinos. Uno intuye que dentro de esas primeras líneas ya existe el mensaje central de su narrativa: el amor, antídoto que redime al hombre del vacío impostergable de la muerte. Por eso vemos a Margarito Duarte cargar por años en las callejuelas de Roma la valija que hace las veces de féretro de su hija. Es significativa la relectura que le hace el mismo Gabo a la historia cuando, de la mano de Lisandro Duque, la lleva al cine. En el final de la película, el amor de Margarito devuelve la vida a su pequeña. Y qué no decir de la conversión del senador Onésimo Sánchez por las artes de una fémina frutal llamada Laura Farina. El senador, en una gira política que busca su reelección, despliega ante los ojos de los lugareños un montaje teatral que incluye barcos de papel maché y casas de cartón. Pero es el amor, encarnado en Laura Farina, el que desconcierta al político, seis meses y onces días antes de su muerte. Un ser encerrado en si mismo se abre. El sátiro empedernido declina en su intención de abrir el candado que guarda el sexo de Laura Farina. G.G.M., es un universo poblado por seres mágicos que levitan por el solo hecho de hacer rabiar a Newton y que son ametrallados en una plaza, ante los ojos de todo el mundo, y sin que nadie diga: esta boca es mía.
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