Se oían pasos allá arriba. Tenía frío, hacía tiempo que no dormía, más de dos días, anotando cosas, recortando esas imágenes y trazando en el Internet los secretos de una conspiración que no creía ni él. Hacia frío, y parecía que las manos se le iban a caer del enorme frío que sentía. Estaba hundido en lo suyo, café, drogas, y el recuerdo de su hijo, eran lo único que lo mantenían vivo. Encerrado en ese subterráneo húmedo y hediondo a pasto mojado y caca de perro, su única opción era no dormir hasta que su “turno” terminara. Alguien le llamaría, alguien le haría un ring por el msm, alguien golpearía la puerta, no importaba, tenía que seguir despierto, seguir vivo.
 
            Tenía los ojos amoratados, varias veces se había quedado medio dormido, pero el hormigueo de sus pies congelados lo habían despertado. Oyendo a Queen y a Gilbert O’sullivan y fumando para aguantar, eso era todo, un café cada media hora, porque quedaba poco, con apenas azúcar, que ya no quedaba de tantos que se había tomado, un pitito de vez en cuando, estirar las piernas, mirar los jerbos correr en su pecera una y otra vez, nada nuevo. Debía seguir, debía terminar todo, no debía, de ningún modo, pararse de enfrente de esa pantalla y dejar de buscar, algo le daría la señal, un msm, un ring, lo que fuera. Algo le avisaría que estaba listo, que había logrado la meta de su vida, o de parte de su vida… debía terminar ese maldito libro de una vez por todas, esperar esa llamada, ese aviso del infierno, que le diría que por fin, por fin, había sido publicado su libro, y así poder morir en paz…