El susto
Publicado en Nov 26, 2009
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-¡Amparo, Amparo, mataron a tu hijo! ¡Amparo, Amparo...!
            Una mujer de aspecto desaliñado iba gritando presurosa y jadeante calle arriba. Las enaguas blancas se revolvían entre sus piernas haciendo más difícil su avance; el rebozo oscuro que hacía tiempo se había resbalado de su cabeza; caía en uno de sus extremos al suelo, formando una estela exangüe de polvo tras de sí. Se detuvo  ante una cerca de carrizo. Aferrándose de los horcones  que hacían las veces de entrada. Tiró bruscamente de ellos con la intensión de arrancarlos para pasar al socucho de adobe y tejas que se encontraba a la mitad del terreno en declive. Sin conseguirlo; miró angustiada a través de las rendijas del mal hecho entretejido: algunas gallinas que socarronamente picoteaban el suelo, el brocal irregular del pozo de agua rodeado  de plantas descuidadas a través de las que se habría un camino sinuoso que conducía a un abrevadero con agua verdosa. Más allá del socucho, hacia una barranca que delimitaba al fondo el terreno,  pasando un par de árboles frondosos, atrás de una mampostería que soportaba las trabes viejas, del  techo de láminas de cartón, de lo que parecía ser un improvisado chiquero; apareció la figura diminuta de una mujer.  El cabello recogido descolorido y maltratado. Un rostro   de facciones duras del que sobresalía una mirada templada e inteligente. El vestido sucio y desgarrado la hacía ver en la atmósfera crepuscular como una aparición con pies descalzos.  
-¡Amparo, Amparo, mataron a tu hijo! ¡Amparo, Amparo...! -gritaba con todo lo que daba el poco aliento que aun contenían sus pulmones.   
            Corrían como las tres de la tarde, el sol caía a plomo sobre  las hojas verdes de los cañaverales que a ratos emitían un rugido suave y en cadena,  al tocarse unas con otras  por el viento. Una ligera tolvanera se mezclaba con la caliza de la atmósfera que a ras de suelo,  se confundía con la ilusión del reverberar del calor ardiente  que se presentaba como un juego de agua flotante entre los caminos bordeados de cañas. Entre la espesura del sembradío;  adentro del surco se encontraba  Amando con los tobillos hundidos en el fango.  Con una pala enorme en proporción a su tamaño; manipulaba la tierra humedecida apenas con el filo, para encausar el escaso caudal de agua adentro del surcado. Su padre le había asignado esa tarea mientras él,  se ocupaba de regar el otro terreno, aprovechando que les tocaban las horas de riego. Al menos eso era lo que le decía cada vez que les tocaba el regar. Varias ocasiones había tenido que esperarlo para regresar al pueblo hasta ya entrada la noche, bajo el árbol de guaje que colindaba con el terreno del güero Alfaro; muriéndose de hambre, frío y miedo. Solo para verlo aparecer entre la oscuridad a lomo de burro cayéndose de borracho. Muchas veces en el fragor de la jornada Amando se preguntaba: ¿por qué a sus escasos nueve años tenía que trabajar en los campos? Otras tantas mientras saciaba su hambre con los tacos duros de frijol, que su madre le ponía como bastimento, a la sombra de algún árbol dejaba volar su imaginación, inventándose algún juego o simplemente arrojando piedras sobre el canal de riego. La verdad era que; sus padres por ser el mayor de cinco hermanos siempre lo habían responsabilizado de tareas que ayudaran a la economía precaria de la casa; pastorear a los animales, cortar zacate, ir por leña al monte, trabajar  como ayudante de carnicero, trabajar como cargador en los días de tianguis, ayudar en las tareas del campo a su padre y hacerse cargo del cuidado de sus hermanos que como todo niño, se las gastaban como ellos solos para hacer travesuras, sobre todo Lula, su hermana que le seguía en edad. Su apariencia no le ayudaba; con ese sombrero roto, la camisa gastada y torcida por tantos remiendos, el calzón de manta,  los guaraches ramplones y gastados, lo hacían sentirse menos que nada ante los demás niños del pueblo. Todo esto aunado a una mala alimentación que como consecuencia hacía que su cuerpo luciera raquítico. En su rostro se había formado una mirada triste, que muchas veces sus padres confundían con estupidez. Sobre todo su madre que no dejaba de lamentarse con alguna que otra amistad, del futuro que le esperaba a Amando por ser tan tonto. Tenía el cuerpo cubierto en sudor, que al contacto con las finas cortadas causadas por los filos de las hojas de la caña, le causaban  intensos ardores. Mismos que se sumaban al sofocante infierno del calor. Cualquier otro se habría tirado sobre el fango llorando su existencia. O  habría emprendido semejante carrera, que no pararía hasta escapar a donde no lo alcanzara su desgracia. Pero él no lo hacía; tal vez por la ignorancia propia de su inocencia infantil, que no lo hacía percatarse de su realidad o por que no tenía otra opción. Uno a uno a golpe de pala seguía modelando la arcilla del surco para que el agua no se escapara, deteniéndose por momentos para limpiarse el sudor del rostro con un paliacate roto. Un débil sonido llamó su atención, deteniendo su labor. Prestó atención aguzando su oído; era la voz de su padre que apenas perceptible, lo llamaba. Agachándose para esquivar lo más posible las cañas, salió al encuentro de su padre, cuya silueta se dibujaba difusa sobre el camino.
- ¡Deja eso Amando!- esos cabrones ya nos quitaron el agua- , dijo Andrés con enojo. - Apenas pude regar la mitad del terreno de allá abajo, cuando se cortó el agua. ¿Qué tanto se logró regar acá?
-Muy poco Pa', ya sabes que el agua se carga más por la parte del mezquite de abajo y por más que traté de tapar con terrones los apancles, el agua se desbordaba- contestó Amando con gravedad.
-Aunque ahora fue menos,  porque no hubo agua suficiente.
-No tiene caso que nos quedemos y no quiero encabritarme ahorita con esos canijos- comentó Andrés-, ve por tus cosas y me alcanzas acá en la vía. -Antes de venir pa'ca oí que echaron tiros allá, por la Soledad-comentó con gran entusiasmo. -Se me hace que estaban cazando conejos y los han de hacer asados en casa de Trino. ¡Apúrate, igual y gorreamos un buen taco con un fuertecito!
-Si pa'-. Contestó Amando mientras corría atravesando el cañaveral en dirección hacia un árbol de mezquite en dónde había dejado colgada su camisa, un calabazo con agua y una bolsa de ixtle en donde su mamá le colocaba su bastimento de tacos.   
            Andrés esperaba con impaciencia a su hijo sentado sobre el tronco de un árbol que alguna vez partiera un rayo. Con mirada absorta miraba sin pensar algún punto en la lejanía. Solo de imaginar una buena carne de conejo asada, con un buen trago de agua ardiente, hacía que sus papilas gustativas secretaran saliva. Apareció Amando junto a su padre saliendo de entre las cañas.
-¿La pala, la tapaste bien entre la hierba, hijo?-preguntó Andrés-.  Ya vez que nunca falta un canijo-comentó con seriedad, mientras cogía su morral para ceñirlo al hombro. Amando asentó con la cabeza, después de lo cual tomaron rumbo hacia la ex hacienda de la Soledad, caminando sobre las vías del ferrocarril que corren hacia Oaxaca. Andrés era de un caminar largo y rápido, lo que hacía que Amando con sus pequeñas  piernas, se atrasara. Así, padre e hijo avanzaban en silencio en medio del calor sofocante.
            Dos pares de ojos miraban fijamente hacia el camino que  venía de Achuzco, pacientemente y sin hacer movimiento alguno, dos hombres, cada uno a la vera, esperaban ocultos entre las hierbas. De pronto, saliendo de un tramo de barranca vieron aparecer a un jinete que avanzaba hacia ellos a trote de caballo. A la voz casi imperceptible de uno de ellos: -aguas, ahí viene-. Dejaron ver los cañones de máuser  apuntando hacia el hombre. Un estruendo seco y luego otro. La bestia relinchó y reparó casi simultáneamente, al tiempo que el hombre caía  lanzando un alarido agudo, manchando de rojo el polvo ardiente del camino.
-¡Le dimos, le dimos!
 -¡A ese hijo de la chingada ya se lo llevó!- gritaban jubilosamente al tiempo que salían de sus escondites.
 -¡Hay que rematarlo al infeliz!- dijo uno de ellos excitado.
- Ese cabrón ya no se mueve- respondió el otro mientras se acercaba al bulto sangrante lentamente.
            De pronto de manera sorpresiva el hombre que se encontraba tirado, con un movimiento rápido y sin levantarse del suelo pedregoso, de forma por de más innata, con pistola en mano disparó en dirección a ambos hombres que se acercaban confiados. Quienes sorprendidos palidecieron de manera inmediata. Quisieron responder al fuego, pero un frio les helo el cuerpo hasta el temblor. Y más porque las balas pasaban silbando cerca de sus cuerpos. Cuando se dieron cuenta al hombre que habían herido en uno de sus brazos ya se había atrincherado tras una roca y en posición más ventajosa les seguía disparando.  La reacción posterior fue simple instinto de conservación, disparar hacia el hombre sin apuntar e ir retrocediendo. Después  con el miedo hasta los huesos, corrieron por su vida. Todavía salieron algunos disparos esporádicos del revolver del hombre herido, que al percatarse de la huída de sus agresores, quedó en silencio y se dejó caer de espalda. Se revisó el brazo derecho; era una herida limpia. Se amarró con un paliacate el brazo y aguardó en su improvisada trinchera. Se puso de pie, no sin antes revisar el cilindro de su arma, percatándose que estuviera cargada, tras un suspiro de alivio prosiguió su camino al encuentro de su caballo. Sin duda ese no sería el día de su muerte. Después se sabría que el herido en cuestión era un tal Pedro Pablo, pistolero a sueldo. Y que el episodio se había suscitado por un ajuste de cuentas.
            Andrés caminaba sobre las vías con la cabeza agachada; detrás de él a unos diez metros, lo seguía su hijo. Quien de vez en vez se detenía a recoger alguna piedra, observarla  y después arrojarla hacia las cañas. De repente cuando se daba cuenta que su padre se alejaba más de lo debido corría sujetándose el sombrero a la cabeza con una de sus manos.
            Era un tramo extenso y recto el cual pasaba por un pequeño puente de metal, después del cual proseguía una curva amplia. Ahí precisamente, Andrés se percataba que dos hombres armados y con el rostro cubierto con paliacates; tomaban el camino de las vías, en dirección hacia ellos;  como a unos cien metros de donde caminaban. Extrañado y con cierta reserva, volteando a ver  a su hijo que lo seguía;  -Apúrate, Amando- le gritó, apurando el paso. No pasó mucho tiempo para que los extraños empezaran a disparar sus armas al aire, gritando todo tipo de maldiciones. Fue cuando Amando, quien iba distraído, sorprendido por el sonido de los disparos, se percató de la presencia de ellos. Sin apartar la mirada en el par de hombres, avanzaba con aparente nerviosismo. Fue Andrés quien llegó primero a ellos, con la vista hacia adelante y ligeramente encogido de hombros;  sin cruzar palabra alguna pasó de largo. Los hombres lo ignoraron por completo sin mediar palabra alguna. Amando,  al pasar junto a ellos, los miró fijamente y con un gesto de inocencia los saludó:
-Buenas, tardes señores- dijo.     
            Los hombres caminaron algunos pasos, cuando uno de ellos volteó bruscamente hacia el chiquillo, y gritando:-¡cállate chamaco pendejo!- apuntó con su arma hacia él. El grito llegó a Andrés como un conjuro de ultratumba a mitad de la noche y el peor de los temores se hacia realidad. Cuando a su espalda unos segundos después se escucharon varios disparos que al instante le pararon el cabello. Tal vez su reacción fue instintiva, pero lo único que le nació hacer;  fue correr, correr lo más rápido que daban sus piernas. Y después de un salto casi sobrehumano lanzarse a la espesura de las cañas y seguir corriendo entre ellas sin parar. Todavía seguían resonando los disparos en su mente y hasta juraría haber esquivado alguno que otro tiro. Jadeante, se detuvo de tajo al llegar a un bordo de tierra. Había perdido el sentido del tiempo y las piernas aún le temblaban. Solo entonces se percató de la ausencia de su hijo. Lo primero que pasó por su mente fue: que lo habían matado. Un gesto de amargura contenida se dibujó en su rostro.  Pensó regresar a buscar a su hijo, pero... -si aun estaban ahí los hombres y todavía lo estaban esperando-. Prefirió dirigirse hacia la ex hacienda  la Soledad a pedir ayuda.
            Los ojos empapados en lágrimas de Amparo, apenas le permitían ver en la oscuridad de la barranca que colindaba al fondo del terreno. Que era por donde solían entrar Andrés y Amando cuando llegaban del campo. Parada a un lado del jacal cargaba a su hijo el más pequeño, sin apartar la vista, murmuraba una tras otra todas las oraciones que se sabía. Sus otros hijos en el interior de la casucha, miraban desconcertados a través de las rendijas de la puerta. Cuando entre la oscuridad alcanzó a mirar la silueta solitaria de su marido, casi lanza un alarido, mismo que contuvo cuando una figura pequeña corría hacia ella abrazándola fuertemente, llamándola mamá. Las lágrimas se resbalaron por sus mejillas al tiempo que una dicha infinita le inundaba el corazón.
-¡Gracias Dios mío!- exclamaba en voz baja.
-Mujer, sírvenos unos frijolitos que no hemos comido- dijo Andrés  casi suplicante.
- Si pasen adentro- respondió Amparo con voz pausada, las preguntas podían esperar. Después de labios de su hijo, entre los ronquidos de Andrés,  se enteraría que el hombre que le disparó le había tirado a los pies. De cómo había corrido atrás de su padre, cómo lo había perdido entre las cañas y como se habían encontrado en la Soledad. Por cierto, la mujer de Tilo les había dado a ambos pan de sal para el susto.
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Foto del autor Armando Calixto
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Descripción

Cuento

Palabras Clave: Cuento

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: Armando Calixto Delgado

Enlace: http://www.myspace.com/acalixto


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