Era de tarde, un viento fresco soplaba del norte, las olas repetitivas y agresivas, pero impotentes azotaban con un rugido estrepitoso sobre la arena, saltando en pedazos para después retroceder con el ímpetu  borrado por el fracaso de poseer a la tierra. Las gaviotas se arremolinaban en aleteos constantes sobre mi cabeza, por debajo del cielo azul y naranja con quien sabe que motivación. Un pelícano se dejaba caer en movimiento kamikaze en picada para estrellarse sobre las olas, para después resurgir con un pez entre el vasto pico (alguna vez escuche decir de boca de un anciano, que la osadía de su técnica de caza, estos animales la pagan con la pérdida de la vista; realmente no lo sé).  Hacia adelante mi vista se pierde en admirar silenciosamente la habilidad de los surfistas para montar las olas y en los colores admirables del cielo en el atardecer al juntarse con el mar. La música del bar y la bebida que plácidamente degusto a tragos pequeños hace del momento un espacio pletórico de vida, de esos detalles existenciales que dejan en el alma la placida satisfacción de no querer pasarlos y si de eternizarlos infructuosamente. Pero algo carcome mi interior, algo que como el respiro pesado del asmático duele constante atrás del esternón. El sentimiento de carencia, la gota que taladra constantemente en el pensamiento, la ausencia, la sed, las ganas contenidas de romper en llanto, la locura... todo se resume en la forma silenciosa de llevar tu nombre, tu rostro, tu presencia, aún en estos momentos de aparente armonía. El nerviosismo me invade, me levanto estrepitosamente y escribo tu nombre en la arena,  podría jurar que en las nubes he visto tu rostro... agarro mis cosas pago la cuenta y me alejo caminando tristemente sobre la arena, creo que todo esto es solo un sueño.