Cita esquiva
Publicado en Dec 17, 2009
Tal vez fuese su figura hierética o la solemne ritualidad de sus gestos, o la elegancia con la que vestía un siempre impecable traje, lo que me llamó la atención. Quedó evidenciado que no era un hombre común, como aquellos ancianos que acudían al parque a diario sin otra motivación que la de romper el tedio rutinario de sus mañanas sin nada que hacer salvo alimentar a las palomas que revoloteaban en su entorno en una constante lucha con intrusos gorriones, inquietos y saltarines que acudían a robarles alguna migaja de pan.
Cuando yo llegaba él ya estaba allí. Allí seguía cuando me marchaba y respondía con una afable y sincera sonrisa a mi muda despedida gesticulada desde la distancia. Siempre ocupaba el mismo banco sobre el que depositaba, justo a su lado, un ejemplar de El Lobo Estepario de Hermann Hesse, al que nunca ví tan siquiera ojear y mucho menos leer. Pero aquel libro me sirvió de excusa, en la primera ocasión que me atreví a dirigirle la palabra, llevado por la curiosidad de saber el motivo de sus habituales esperas en la llamada Glorieta de las Hadas del parque. El libro fue como hilo conductor, la coartada para entablar conversación con aquel hombre de porte distinguido y mirada paciente. Pero pronto rehusó mis opiniones sobre Hesse, mis palabras sobre la crisis de la espiritualidad del autor. En fín, todas esas cosas que se dicen para no decir lo que uno, en realidad, quiere expresar. Pero él desviaba con disimulo la mirada, una vez y otra vez, sin querer parecer descortés, al que no se podía recriminar su acto como desconsiderado hacia su interlocutor. Mientras le hablaba del libro él escrutaba con avidez la glorieta como quien espera algo o la aparición de alguien con impaciencia. Cuando le comenté lo curioso que me resultaba ver el libro a su lado, sin abrirlo, me respondió que aquel libro era como una talismán y si no lo leia era porqué en su interior no había nada nuevo para él. Ante mi cara de sorpresa recitó: … Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria, ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza, decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden… abrió el libro buscó una página determinada y me enseñó el fragmento que acaba de enunciar de memoria. -El libro lo tengo aquí – dijo mientras apuntaba y golpeaba insistente con el dedo índice su frente – Por ello no tengo necesidad de leerlo, solo con rememorar los pasajes que más me marcaron me es suficiente. -Pero, entonces… -Ya le he dicho que es un talismán por eso siempre lo llevo conmigo – interrumpió anticipándose a mi pregunta, sin traicionar su compostura. Una tarde soleada de primavera me confesó el motivo por el que acudía cada tarde al parque, se sentaba en ese banco y no en otro y traía consigo El lobo estepario. “Era una tarde hermosa, como la de hoy, acababa de empezar a leer el libro cuando, una misteriosa luminiscencia me hizo levantar la mirada. Entonces, la ví, iluminando aún más la tarde, porque su belleza irradió una luz límpida y transparente que envolvió toda la glorieta, el parque, la ciudad entera. Buscaba algo con inquietud en el suelo de la glorieta. Me encontré con su mirada turquesa que me cautivó de tal modo que sentí un hechizo del que aún no he podido desprenderme. Se resistió modosamente a mi charla, pero al final accedió a que le ayudase a buscar el pendiente que había perdido hacía un rato mientras paseaba. Apareció la joya, que hizo que su sonrisa de agradecimiento dibujara en su rostro un rictus de encantamiento que me prendió por completo. Charlamos animadamente mientras un fuego interior me encendiaba el alma, desbocando aceleradamente los latidos de mi corazón y haciendo que las horas transcurrieran con inusitada fugacidad, con inquietante premura. Antes de que se marchara le así las manos y le confesé mis agitados y bienintencionados sentimientos que la hicieron ruborizarse. Pero antes de marcharse, ya de pie, algo turbada, con un sincero y tímido sentimiento me confesó que ella también creía estar enamorada de mí. Henchidos de felicidad nos juramentamos encontarnos al día siguiente en este mismo lugar. Pero el día siguiente aún no ha llegado” “Lo que más me duele es no saber su nombre. Ningún rostro al que se ama debe permanecer en el anonimato” concluyó con un suspiro en el que atisbé cierta desesperanza. Algo extrañado pregunté que cuanto tiempo había transcurrido desde ese primer y único encuentro. “¿Qué puede importar el tiempo cuando la recompensa es de tan alta predilección?”, contestó. “¿Ves aquella mujer de allí que pasea a su hijo? Pues ella misma era una cría de dos o tres años, que su madre paseaba por este mismo lugar cuando la esperé por primera vez”. Mi desconcierto lo llevó a continuar. “Pero su promesa fue tan sincera como la mía, sus sentimientos tan pulcros y limpios como los míos. El amor que había prendido en nosostros fue tan fuerte que nada ni nadie es capaz de aplacar” Esa tarde me marché meditando sobre la insensatez de aquel sentimiento alimentado día tras día sin querer afrontar la realidad, anteponiendo el deseo ante la inclemente y cruel verdad de una promesa incumplida. Aquel hombre había desperdiciado su vida en una vana espera. Un día acudí a la Glorieta de las Hadas como era mi costumbre y el hombre del traje y el libro no estaba. Un joven ocupaba su lugar. -¿Conocía usted a Don Jacinto? – me preguntó. -Sí, que lo conozco. -Pues antes de morir encargó al notario para quien trabajo que acudiese todas las tardes a este lugar para esperar a una cierta dama y entregarle esta carta… Extreño encargo ¿no cree usted? -No tiene nada de extraño – concluí enfadado por la irreverencia del joven y compungido por la nefasta noticia de su muerte. Me marché resuelto a no volver más a la Glorieta de las Hadas para no afrontar la dolorosa ausencia de Jacinto. A la tarde siguiente busqué un lugar parecido en el parque. Encontré una glorieta tan similar a la de las Hadas que su parecido me llenó de asombro. El banco enfrente del mío lo ocupaba una mujer de cierta edad, a la que el paso del tiempo no supo borrarle la belleza y cuya mirada turquesa escrudiñaba la glorieta, la escrutaba con avidez como quien espera algo o la aparición de alguien con impaciencia. -¿Cree usted que vendrá algún día? – pregunté. -No le quepa a usted la menor duda, joven. Nuestra promesa fue sincera… No le quepa la menor duda. http://rafaelcriado.blogspot.com/
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