Esta maana he visto a Dios en el autobs
Publicado en Dec 17, 2009
Es una mañana gélida, de esas que a cada aliento, a cada soplo le concede un inequívoco hálito vaporoso. Una mañana de bufandas envolviendo cuellos, de manos enguantadas, de abrigos de solapas alzadas. El autobús parece acumular un retraso que acrecenta la tortura de los que nos ha tocado esperar. Al fín, aparece girando parsimonioso la esquina, como una mole metálica, de traqueteo sórdido, también exhalando una respiración de vaho denso, blanquesino. Una vez dentro, agradeciendo el calor que transmite sus entrañas, es cuando lo veo. Está sentado en uno de los asientos del fondo. Los que le rodean guardan una respetuosa distancia en su entorno, como no queriendo incordiarle, o tal vez para que los demás denotásemos su inesperada presencia.
Camuflo mi pusilanimidad tras las páginas de periódico, pero mi mirada pugna por espiarlo, por observar cada uno de sus gestos, instado por una esmerada curiosidad. Me mira con ojos vidriosos, mirada acuosa, aflable sonrisa como quien ha detectado la confusión y el desconcierto que me embarga y se mofa socarronamente de tan cohibida reacción. Aparto la mirada, incapaz de sostenerla ante la impenetrabilidad, la agudeza, la entereza y la seguridad que emana de la suya. Es una mirada reprobatoria de mi indolencia, amonestadora de mi apático proceder, recriminatoria de mis infinitas irreverencias. Es una mirada carente de cualquier consentimiento de indulgencia. Hágase su voluntad. Y tu voluntad es inducir al pecado para no saber perdonarlo. Me armo de valor y hablo con él, desde la distancia, sin que nadie nos oiga. No es justo que repruebes mis actos cuando has llenado mi vida de funestos eventos. Sé que como pastor te gusta ver a todas las ovejas reunidas en tu redil, temerosas de las amenazas de las piedras que escupe tu onda, de los golpes que atizan tu cayado amenazador. Concedes la libertad fingida del pez en la pecera, que nada de un lado para otro, sin apercibir los muros invisibles de cristal que le coartan movimientos, restringen espacios vitales, confinan a espacios previamente señalados por tu propia voluntad. Tú, que en la sentenciosa “hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo”, llenaste la adolescencia del miope gafita-cuatro-ojos de acnés que me mortificaron en dolorosos complejos; de enfermiza debilidad que me impedieron corretear por los patios, calles y recreos como los demás niños; que colmaste mi juventud de amores contrariados, de ilusiones fallidas, de ideales vulnerados por cabezas tocadas de mitras y manos sustentadoras de báculos y cuyo fariseismo voceados desde púlpitos de hipocresía me empujaron a secretarias generales que levataban muros de imposturas y falacias. Me llevaste a un matrimonio que se fue con la misma alegria que vino. Consientes la opulencia de quienes derrochan mientras otros bregan por subsistir. El “libre mercado” , ese inmortal y pavoroso Leviatán adorado por pertinaces y obstinados liberales huérfanos de escrupulos, arroja al mar, a los caminos, a las carreteras excedentes que dibujarían una sonrisa de felicidad, que acallaría la muda, pero punzante voz del hambre en cientos, miles de rostros y estómagos de niños, de hombres y mujeres, de ancianos de otro continente, al que olvidaste hacer a tu imagen y semejanza. Este periódico, que tengo en mis manos, está repleto de tu obra: de dolor, de sufrimiento, de padecimiento, de muerte y penuria. De él emana el sonido de disparos, los lamentos de quienes sufren, los aullidos de quienes padecen, del llanto del niño que llora la muerte de un padre o la de un padre la de un hijo; enfermedades que se llevan vida tras insoportables agonías, mientras que otros mueren, merecedores de algo más depravado, en apacible cama, rodeado de batas blancas que atenúan sufrimientos; el atronador ruido de las aguas desenfrenadas que arrastran a su paso cosechas, casas, vidas en una impetuosa riada de venganza; de huracanes, tifones y tornados, que traen el sonido de tu represalia; las catástrofes que nos envía para expiar pecados ajenos o propios. Y, a pesar de ello tienes el arresto de sermonear mi actitud. ¿Por qué te levantas? ¿No quieres oír más mis verdades? Indignado observo como recoge sus pertenencias, unas bolsas de tela descolorida, desvaída, atiborradas hasta la saciedad. Embutido en un haraposo y mundano difraz. Ningún aura lo envuelve. Ningún halo lo corona. Ajeno a mis reproches, su melena blanca y la barba que caen en una nívea cascada y, amarillentos reflejos, sobre el pecho, donde cuelga una mugrienta bufanda deshilachada, sobre un abrigo no menos mugriento, ajado, remendado una y otra vez, lleno de trozos recosidos y remiendos incoherentes. Todos se revuelven a su alrededor, expectantes, transidos se apartan para no entorpecer sus movimientos cansinos. Me mira por última vez antes de bajar y alarga una mano hacia mí para brindar, con el tetra brik de vino blanco barato que sostiene. -¡Qué tenga buen día, caballero! – expeta con voz carente de estridencia, acompañanda de una sonrisa sarcástica ante el estupor que mi rostro debe transmitir. -Vaya con el tufo que ha dejado el vagabundo – comenta mi vecino de asiento. http://rafaelcriado.blogspot.com/
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