-¡Ráscame arena!





El tiempo parece no pasar por estos rumbos. La gente sigue viviendo de cocinar y pescar como en los inicios de nuestra vasta y bella cultura. Al horizonte se le suman las gaviotas y unas cuantas olas arrasando con los "sorfers". Las enramadas parecen tener vida con tantas tiritas coloridas bailando con el viento y susurrando viejas historias, pecados nocturnos, sobremesas. Uno que otro dormilón se acurruca balanceando su pie en la arena, incorporándose a la pausa grupal de este paraíso. Comienza la temporada de los romances, y en ellos el del mar y la laguna. Un violento choque se extiende en numerosas corrientes poderosas, convirtiendo este depósito acuático en un juego de niños. Luego la calma.
Es fácil perderse en el tiempo y espacio cuando el sol es tan benévolo, cuando la acústica es perfecta, cuando fluye tanta calma. Y entre tanto de todo, los perros parecen adaptarse; ¿qué digo adaptarse?. Son dueños del lugar. Se buscan algún lanchero amigable, un turista desprevenido o un niño juguetón, para pasar el rato. Son viejos amigos de las señoras que venden collares y hacen trencitas. Son amantes primeros de cualquier sombra que exista en este infierno paradisíaco, tan voluble y tierno.
Iba yo pasando por ahí, andariega sin lugar preferido, sin juicios por instantes; iba alerta e inerte, colgando en mi cuello un "sacafotos" y decidí relatar mis crónicas. -"Ráscame arena", que me he metido al caldo salado y el sol me carcome la piel. Hoy encontré unos huesitos de pescado.-