Ester
Publicado en Dec 19, 2009
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            Una mujer. Una mujer sentada bajo un árbol en la plaza. Una mujer sentada bajo un árbol en la plaza leyendo un libro. En fin, disfrutando de los pequeños placeres cotidianos de la vida. Silencio. Silencio. Silencio. Un niño cruza corriendo con su perrito. Un trotador trata de bajar veinte años de cerveza con veinte minutos diarios. Una empleada doméstica pasea a los niños que la madre está muy ocupada para ver. Un organillero gira la palanca de su máquina mientras su monito baila. El público se deleita. En fin, disfrutando de los pequeños placeres cotidianos de la vida.
            La mujer se levanta, estira su falda con la delicadeza de una dama medieval, y deja que los pequeños restitos de hojas de otoño resbalen hasta llegar al suelo. Toma su libro ceremoniosamente y lo limpia también. ¡Qué mujer más impecable! Mira al cielo, calculando la temperatura del resto del día, decidiendo qué chaleco utilizará cuando vuelva a este mismísimo parque en una cuantas horas. No encuentra nada que la desaliente.
            Ester nunca encuentra nada que la desaliente.
            Siempre que haya silencio.
            Silencio.
            Silencio.
            Silencio.
            Es todo lo que necesita Ester para tener un tranquilo y gratificante día en la plaza, sentada bajo un árbol en la plaza leyendo un libro, sólo disfrutando de los pequeños placeres cotidianos de la vida.
            No.
            Los irritantes chillidos del niño ni los estridentes ladridos de su perro la molestan. Tampoco el jadeo incesante del que no acepta sus merecidos kilos de más ni los regaños de la vieja criada ni el estruendo del organillero y su compañerito peludo.
            No.
            En su silencio de piedra, ese tipo de barullo no la toca. Sólo los susurros del mundo que se levanta afuera de sus orejas le llegan. Apenas el murmullo de todo lo que la rodea.
            Se levanta, vuelve a su impecable estado natural, recoge su libro, escrutina el cielo y se dispone a seguir con su silencioso día. Acerca sus manos a sus oídos, asegurándose de que todo está en orden, de que ningún bastardo pudiera trepar sus muros de piedra y acceder a la cosa que más apreciaba en el mundo: la cordura.
            Un giro curioso.
            Un saetazo le aterriza en el rostro.
            Los tapones, tan fielmente adaptados a sus orejas, caen.
            El muro cae.
            La fortaleza cae.
            La licuadora comienza a girar.
            Los fantasmas le empiezan a bailar alrededor, hablando, hablando, hablando. Los consejos van y vienen, igual que cuando era pequeña. Ester, quema la casa. Ester, golpea a Pilar Otoñar, nadie puede decir que tu muñeca es fea. Ester, no comas más cosas amarillas, van a comerte por dentro. Palabras yendo y viniendo. Y ella. Ella, metida en el fondo de la licuadora, tratando de salvarse, tratando de convencerse. Ester, no es real. Ester, no es real. Pero nunca había sido capaz de salir sola de la licuadora, que la molía sin piedad, separando sus trozos hasta dejarla como una masa sanguinolenta, tirada en algún sucio callejón con algún rastrojo de sus andanzas delirantes. Así despertaba.
            Y por eso se había confinado. Nunca había sido buena lidiando son sus demonios, por eso se metió a su propia fortaleza y juró la guerra contra los sonidos, todos ellos, que le hacían perder la compostura y caer de cabeza a la vorágine. Por eso se había confinado a vivir con el cerebro encerrado entre tapones fielmente ajustados a sus orejas, a vivir en el más extremo de los claustros.
            Un giro curioso.
            Un saetazo le aterriza en el rostro.
            Los tapones, tan fielmente adaptados a sus orejas, caen.
            El muro cae.
            La fortaleza cae.
            La licuadora comienza a girar.
            Los fantasmas le empiezan a bailar alrededor, hablando, hablando, hablando.
            Ester se pierde. Ester se muele. Ester se desintegra.
            Levanta una rama del suelo, enfebrecida de delirio, y lo azota contra todo lo que se mueva. No más niño con perro. No más trotador con sobrepeso. No más nana con niños ajenos. No más organillero ni monito.
            Se corta la electricidad que mantiene a la licuadora girando.
            La compuesta Ester, con su falda ensopada en una suciedad distinta, que no es trocitos de hoja de otoño, cae al suelo inconsciente. Se acabó por hoy, ¿no?
            La policía llega.
            Se la llevan.
            Pero nadie sabe, nadie entiende.
            La internan.
            Le van a hacer dos mil resonancias magnéticas. Dos mil rayos equis y exámenes de todo tipo. Porque no saben qué tiene y nunca lo van a saber. La van a atar y a sedar.
            Pero no le van a tapar los oídos.
            Más sangre le va a bañar el cuerpo y va a lograr huir.
            Y va a despertar en algún sucio callejón con algún rastrojo de esta andanza delirante. Un recuerdito. La última vez, lo prometo, Ester.
            Va a cubrir sus oídos y va a volver aquí a sentarse bajo un árbol leyendo un libro. En fin, a disfrutar de los pequeños placeres cotidianos de la vida...
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Foto del autor Javiera Donoso
Textos Publicados: 5
Miembro desde: Dec 19, 2009
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Descripción

Palabras Clave: Ruido

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Derechos de Autor: Javiera Donoso


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