Un cuento de Navidad
 
Capítulo II
 
 

        Llego a casa de Doña Clara, templo donde se adora y venera la pulcritud y el orden, lugar en el que tengo alquilada una habitación de cómoda cama y sábanas limpias que siempre desprenden un grato perfume a hierba húmeda y fresca; donde cada cosa está en su sitio, en perfecta armonía y donde no cabe posibilidad alguna de encontrar, tan siquiera una mota de polvo. Dotes de la propietaria, estas del orden y la limpieza, enriquecida por su esmerada devoción en la cocina de manera que sus guisos son auténticas ambrosias que harían enloquecer a las deidades clásicas. Un lugar envidiable para hombre en estado de soltería y distinguido de una inagotable torpeza en tareas domésticas.
         Sobre la cama me aguarda, a modo de sorpresa, la maleta preparada. ‹‹Orden de Don Manuel›› asevera al evidenciar mi cara de contrariedad y estupor, la dueña de la casa. Un aunténtico metome-en-todo ese Don Manuel.
         Paso la noche desvelado pensando en la extraña historia que he de escribir. Mi escepticismo se acrecenta desmesuradamente conforme pasa la noche y siento un molesto desconsuelo nada más pensar en la inutilidad de mi viaje a tierra desconocida, donde según dicen la gente es hostil y desconfiada ante todo lo forastero, a lo ajeno a sus costumbres.
 
         Avisado por Doña Clara llego a la estación con tiempo suficiente para no perder el tren. El adén bulle en un dinamismo inesperado por lo intempestivo de la hora. Pasan maleteros empujando carretillas atiborradas de maletas, baúles, cofres y valijas de lo más variadas. Pasan equipajes hacia la derecha; pasan equipajes hacia la izquierda. Gente que corre inecesariamente hacia un lado; luego hacia el otro. La locomotora exhala suspiros de vapor como aviso de su inmediata puesta en marcha. La nerviosa actividad en el apeadero crece. Saltan lágrimas de despedidas delicadamente secadas por pañuelos de seda; adioses de última hora; ruegos de perdones tal vez tardíos; promesas de futuros y rápidos regresos; ruegos para desprenderse de sensaciones y temores de olvidos imposibles. Hijos que despiden a padres; o padres que despiden a hijos; hermanos a hermanas, novias a novios, esposos a esposas. Desde las ventanillas de los vagones ahora vuelan besos que conocen sus destinos. El tren silba estentóreo antes de la primera sacudida que nos pone en marcha. Atrás quedan las despedidas, las lágrimas, las promesas. Y yo me acerco a mi desconocido Espíritu de la Navidad, que me espera oculto en algún rincón de una tierra extraña.
 
        
 
         Continuará…