Las Horas
Publicado en Jan 03, 2010
"... Sobre el fondo tenebroso de mi alma ese recuerdo no ha palidecido..." Charles Baudelaire ("Confesión") Llegó a creer que su vida estaba únicamente compuesta de recuerdos. Recuerdos que, como vidrios rotos, se amontonaban, lacerantes en los oscuros y húmedos antros de su mente. Cada implacable segundo, iba lanzando al recuerdo cada instante de su existencia y cercenando con precisión quirúrgica a ese futuro en el cual él no creía y del cual nada esperaba. Aquel rancio olor a encierro que intoxicaba la habitación, la cual hacía tanto tiempo no abandonaba, era lo único que realmente percibía de la realidad que lo circundaba. "Todas las horas hieren, la última mata", rezaba una pintada en aerosol sobre una de las paredes. Pues, cada hora de cada día de cada semana de cada mes de cada año, avanzaba, devastaba, arrastrando fantasmagóricas imágenes de esa mentira, ese ilusionismo barato llamado amor. Él vio al sol salir, y con un gesto de impaciencia corrió la cortina. Su luz lo disgustaba. Cuan grande era el orgullo de ese astro pedante, que aún a él pretendía iluminarlo. ¡Vaya idea! Como si no fuese lo suficiente feliz entre las cuatro paredes de su oscuridad, como si no fuese lo suficientemente libre, atado con las cadenas de su memoria. ¡Maldita memoria! Quien podría beber hasta la embriaguez en las aguas del Leteo para liberarse de tan funesta carga, pero, realmente, ¿deseba algún alivio? Que dulce es el dolor, cuánto placer le proporcionaba el verse llorando en la penumbra, viviendo en un mundo particular, con sus propios dioses y demonios, con una Muerte vestida de fiesta, borracha, tan cercana a su oído, pero como él mismo había comprobado, tan malditamente lejos, ajena a cada uno de sus llamados. García Márquez escribió una vez: "El pasado es mentira, la memoria no tiene caminos de regreso, toda primavera antigua es irrecuperable y el amor más desatinado y tenaz es, de todos modos, una verdad efímera". Desde que la leyó, esa frase quedó grabada con sangre en su mente. Tan endemoniadamente cierta era... todo aquello en lo que una vez creyó: la Felicidad, el Amor, la Seguridad, el Equilibrio Emocional... todo eso, no era más que una verdad efímera, tan corta, tan engañosa. ¿Acaso debería creer que eso era sólo una consecuencia natural de ir en contra de las leyes de aquel supuesto Dios del Cielo? Si el comienzo fue equivocado, si la elección fue errónea, ¿no es lógico pues, que el resultado sea aún peor? Toda su vida, toda aquella monstruosa sucesión de horas lo era. Y no existía forma alguna de volverlas hacia atrás, que los relojes invirtieran su marcha para enmendar errores, para corregir cursos, para encauzar lo desviado. Sólo le quedaba una esperanza, la última hora, la hora asesina en ese juego fatal... pero ella era una dama impuntual... y lo hacía impacientarse sobremanera. Había llegado el mediodía, pero él no se movió. Percibía vagamente la velocidad del mundo exterior, pero el tiempo holgazaneaba en su pequeño refugio de pesadillas. Percibía que existía una realidad en colores, pero ante sus ojos ésta yacía mustia y amarillenta como una antigua fotografía en sepia. Pero algo había roto esa monotonía: la noche anterior, el teléfono sonó... una voz lo saludó tímidamente. Él sintió un fuerte escalofrío recorrer su espalda y se sentó, pues sus piernas se volvieron acuosas. Era la voz que por demasiado tiempo había amado, por la que había llorado, gritado, sangrado; la voz por la que había sufrido hasta el cansancio, la que le provocó un dolor tal que volvió a su corazón insensible, a su alma apática. Ella le habló de perdones, de oportunidades, de amores fallidos y esperanzas derramadas. -Mañana a las seis en tu casa, ¿Querés?- propuso la voz. En un arrebato masoquista, respondió un "sí" que pretendía sonar indiferente, pero los cristales se quebraron en él, y tan sólo colgó el teléfono. Las emociones estallaron todas juntas: alegría, sorpresa, tristeza, incredulidad, desconfianza, odio... aquello fue un golpe bajo. Su cordura frágil yacía, pisoteada por ese tropel de sentimientos que habían despertado tan orgiásticamente. Las pastillas inventaron una noche para él, durante la noche anterior... pero ya era mediodía. Faltaban pues, seis horas, o trescientos sesenta minutos, o veintiún mil seiscientos segundos. Observó a su alrededor, la habitación estaba sucia. La limpió con maníaca dedicación... y faltaban cinco horas. Intentó comer algo, pero estaba prácticamente inapetente. Se sentó a mirar al descarado reloj de pared. El segundero avanzaba pesadamente, girando sobre su eje con una desesperante parsimonia. Una y treinta y cinco, una y treinta y seis... dos y diez, dos y dieciocho... el tiempo nunca se había arrastrado tan lentamente como esa tarde. A las tres y quince fue a bañarse. Se entretuvo todo lo que pudo, fregando y enjabonando cada resquicio de su cuerpo. Cuando salió, eran las cuatro y cincuenta y siete. Eligió muy cuidadosamente su ropa, muy al contrario de lo que era su costumbre. Esta camisa... mmm... no, mejor esta otra; pero por qué no aquella... al fin y al cabo... fue mas fácil elegir el pantalón, aunque hubiera dudado media hora entre uno y otro... por último, ¿Zapatillas o zapatos? Con zapatos luciría demasiado formal, pero con zapatillas... pequeños dilemas que complicaban la existencia de ese pobre joven desequilibrado, ansioso, ausente de realismo, conocedor tan sólo de todos y cada uno de los sentimientos negativos existentes y aún de los que no existían... delirante soñador, arquitecto de lúgubres antros de pesadilla, y éxtasis cannábicos. Al fin, a las cinco y once estuvo listo. Se sentó nuevamente y esperó. El sonido del segundero parecía aturdirlo y estuvo a punto de lanzar el reloj por la ventana, pero pensó que aún más exasperante que ese sonido sería el no saber la hora. Cinco y veinticinco, cinco y treinta y dos, cinco y treinta y nueve... su corazón amenazaba con la taquicardia. Se levantó, buscó algo en los cajones y se lo puso en el bolsillo. Al fin llegaría el momento... cinco y cuarenta y ocho, cinco y cincuenta y tres... ya casi... cinco y cincuenta y nueve con tres segundos... diez segundos... veintitrés segundos... treinta y dos segundos... cuarenta y cuatro segundos... cincuenta y dos segundos... cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve... seis en punto. Nada. Un silencio opresivo taladraba sus tímpanos. Su sangre corría alocada por sus venas y arterias. Seis y diez. Por todos los condenados demonios del Averno, que odiaba la impuntualidad... entonces, cuando el segundero daba inicio al minuto numero once... sonó el timbre... se levantó y con paso tembloroso, dio dos vueltas a la llave, accionó el picaporte y abrió la puerta. -Javier- dijo él. -Daniel- respondió el visitante. Daniel cerró la puerta con manos trémulas y miró al recién llegado. Con los ojos como salinas, lo abrazó y besó frenéticamente. -Todas las horas hieren... - susurró al oído de Javier. Sacó eso del bolsillo y con un brusco movimiento añadió: -... la última mata- y el cuchillo penetró en el vientre de su único, verdadero y fatídico amor. Y todo acabó. Eran las seis y dieciocho.
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Cyntia Macarena Montero Quinchavil
Te daré estrellitas para agregarlo a mis textos favoritos.
Ojalá tú también puedas visitar alguna de mis publicaciones.
Saludos y un abrazo. Sigue escribiendo de esa forma, felicitaciones.