Genoma y feromonas: Fidelidad.
Publicado en Jan 07, 2010
Bajo el límpido cielo azul la encontré a Julia tumbada sobre la atestada arena de la Soró, con la espalda apoyada sobre esterillas y las piernas juntas flexionadas por las rodillas; el bronceado de su piel llenaba deliciosamente el bikini negro; aquella verdadera postal inyectaba alguna elegancia al abyecto paisaje de balnearios. Al lado suyo, una segunda esterilla tendida al sol esperaba a su dueño. Inicialmente, cuando mi aproximación no era más que la de un cobarde voyeur impune tras el ahumado de las raybans, no la había reconocido; su pelo de negras culebras, humedecido y tirado hacia atrás, descubría una frente redondeada como hecha a medida de mis caricias y de mis dulces besos de ternura, ahí mismo, cuando me dí cuenta de que era segunda vez en mi vida que la veía.
Aún en la fria baba en la que se desenrolla la existencia de un fantasma hambriento no logro explicar por qué hice lo que hice a continuación: tomé un puñado de arena e, intentando que mi propia sombra no delatara mi presencia tapándole el sol (recuerdo haber visto su tatuaje de un ideograma chino escapando del cobijo de la tanga), dejé caer un hilito fino encima de su ombligo. Julia se incorporó, sorprendida, e inició una violenta andanada con unos insultos que, hasta entonces, jamás me habían sido dedicados. -¡qué boquita, Julita!- le dije sonriendo y esperando a que me reconociera, pero ella no hizo más que levantar la voz aún más y agravar lo humillante en sus calificativos como para obligarme a huir de allí avergonzado. Un papanatas muy peludo ya inflaba el pecho y se me acercaba con una pose heroica, a pesar de lo ridículo de sus purpúreos calzones. Decidí identificarme, luego de quitarme las raybans, y entonces Julia improvisó una visera con la mano; con los párpados aún apretados y una mueca que evidenciaba encandilamiento al sol, logró enfocarme para reconocerme y terminar con el desplante regalándome una sonrisa antes de entrelazar las manos por delante de las rodillas. Ofreció un tereré y dije que prefería una cerveza. Julia estuvo de acuerdo y yo me dispuse a ir a buscar una al parador. -¿te acordás de Moriana?-. La misma Mariana o Susana de la noche del diluvio, ya se recostaba en su esterilla; tampoco ésta vez derrochó simpatía sino que permaneció en un estricto silencio (incluso cuando rechazó mi convite de cerveza), al que sólo ultrajó para interrumpir mis peroratas y dirigirse a Julia. En verdad, Moriana era muy linda, una flaca de buenos pechos, tersas y largas piernas que se unían en un culo prodigioso; su boquita de húmedo pastelito invitaba a la diabetes y su pelo negro, lacio y brillante, le caía a la manera de Pocahontas; pero en sus inmensos ojos verdes, por desgracia, se destilaba la suficiente estupidez como para desactivar el potencial explosivo de todo aquel encanto de bomba sexual; tenía una de esas miradas que me hacían pensar en si acaso era una de esas seudo intelectuales kafkianas que se las creen saber todas, o que quizás era una de esas chicas tan terriblemente inseguras por culpa de una figura paterna monstruosa o acaso de un mitómano primer amor-desvirgador. Pero no, al final decidí que Moriana me odiaba sólo a mí. Al momento en que Julia me preguntó con quiénes había ido a Ituzaingó, le contesté la verdad; pero, por haber oído sólo dos palabras: primero "mi" y después "novia", Moriana soltó una risotada cínica, y así empezamos una discusión acerca de por qué estaba yo allí y no con mi novia; contesté que, a pesar de todo, yo podía tener amigas e Isabel sus amigos; pero muy pronto, y por el medio litro de cerveza al sol, fui desajustando los grilletes al peor de mis diestros; mientras Julia creía a ultranza en la amistad entre hombre y mujer, Moriana lo hacía con reparos, yo, con mi destreza fascistoide a flor de piel, me metía en una camisa de once varas de la que sólo pude salir admitiendo que Julia me gustaba, y mucho, y que era por eso estaba allí sentado con ella en una misma esterilla, bebiendo una Quilmes que podría haber estado mas fría y fumando un Lucky tras otro; pero habiendo hecho tal confesión, me encontré envuelto en el siguiente dilema: el de la fidelidad.
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inocencio rex
Roberto Langella de Reyes Pea
inocencio rex
inocencio rex
Matteo Edessa
te felicito por esta frase:
descubría una frente redondeada como hecha a medida de mis caricias y dulces besos de ternura, ahí mismo, cuando me dí cuenta de que era segunda vez en mi vida que la veía.
te felicito nuevamente por este toque de comedia
además muy entretenida la lectura de comienzo a fin , estrellas inocentes
Roberto Langella de Reyes Pea
Nos pesa el compromiso cuando no estamos convencidos de estar con la mujer que realmente nos corresponde, por el motivo que fuere.
También, si el monje o sacerdote estuviera más convencido de su elección, no tendría porqué tener problema alguno con el celibato, está eligiendo reglas de juego sin que nadie lo obligue, hablando de casos generales.
Lo mismo pasa con el corredor de formula uno, el policía o cualquier fumador, en el sentido de que saben que resueltamente se exponen a la muerte. Calavera no chilla, digo yo.
Yo creo que el problema fundamental de la humanidad es no haber sabido jamás qué era lo que quería, y que cada elección que se hace implica el renunciamiento a otra cosa, pero no se trata de especulaciones, me parece, se trata de lógica, de hechos, de cómo funcionan las cosas. Un abrazo, Rex, continuamos luego.
inocencio rex
Roberto Langella de Reyes Pea
El tema de la fidelidad. Se me ocurre que lo tratarás en el próximo o algún otro capítulo. Seguiremos leyendo.