Rencor
Publicado en Apr 25, 2009
Caminaba a través del sol. Sus pasos venían de muy atrás, antes de que él despertara y apareciera a su espalda para seguirle por el camino, impulsando su sombra hasta conseguir adelantarlo en una carrera repetida desde hacia días. En aquellos momentos se situaba justo en su vertical y, a través de su luz, caminaba sobre su sombra por el páramo castellano.
El sendero se deslizaba en una línea recta sin fin a pocos metros de la carretera. Dos líneas paralelas una gris asfalto y la otra amarilla tierra, lanzadas hacia el infinito, que lo obligaban ha mantener la vista baja para no dañar los ojos con la falta de límites. A los lados, campos yermos o con cereales abatidos por el calor. -¿Qué serán esas espigas amarillas? ¿Trigo, quizás?- se preguntaba, sintiéndose un verdadero ignorante en cuestiones agrícolas. El calor, implacable, golpeaba desde el cielo absorbiendo el sonido de sus pasos; su ritmo se mantenía en un paso peregrino bastante elevado aprovechando la ausencia de desniveles. Caminaba desde hacia dos semanas recorriendo el camino francés, en dirección ha Santiago de Compostela y tras unos primeros días agonizantes había conseguido convencer a sus piernas para que dejaran de quejarse y le llevaran obedientes hacia su destino. Era feliz. Había soñado con esos momentos durante años. Perdido en aquel sendero ancestral que había sido recorrido desde tiempo inmemorial por peregrinos. Sin otro propósito que el de caminar; un paso tras otro dejándose llevar por las flechas amarillas que de tanto en cuanto aparecían en el sendero, recordándole que seguía la dirección correcta. Que fácil sería si toda nuestra vida estuviera marcada así, una simple flecha pintada a un lado del camino que nos marcara la dirección, su ausencia nos avisaría de algún error y podríamos retroceder hasta volver ha encontrar la encrucijada donde nos equivocamos. ¡Ah! Simples sueños. La cantimplora perdía peso por momentos y desde la frente se deslizaban lágrimas de sal que se evaporaban en sus mejillas. La mochila en la que portaba todas pertenencias se acoplaba obediente a su espalda, desde hacia días había pasado a formar parte de él, pero en esos momentos volvía ha sentir su peso. Recordaba el aviso del hospitalero, la noche anterior, que le informó que no encontraría ningún pueblo hasta dentro de varios kilómetros, así que se negó el último trago de agua y levantando tímidamente la vista buscó, inútilmente, algún rincón donde descansar bajo un poco de sombra. Bar, 300 METROS Así rezaba aquel cartel clavado en un madero y una flecha roja, pintada con pulso tembloroso, lo desviaba del camino marcado. Sabía, por experiencia, que las distancias anotadas en esos carteles eran engañosas, pero… ¡que diablos! Necesitaba un descanso. Siguió el camino marcado por la flecha y tras diez minutos atisbó un pequeño grupo de casas, donde esperaba encontrar el local prometido. Cuando por fin vio la puerta entreabierta del bar suspiró aliviado, apoyó el bordón junto a ella y entró. Tras la barra de aquel pequeño almacén reconvertido en bar-tienda, se encontraba una mujer de rasgos suaves con una amplia sonrisa que iluminaba su rostro y Cayetano sintió como de sus resecos labios afloraba otra. -Buenos días peregrino- su voz acarició el local, mientras él se quitaba la mochila y la dejaba apoyada en la barra, junto al taburete en el que descansó sus huesos. -Buenos días, un Acuarios por favor. Se movió con desenvoltura y rápidamente apareció en la barra una lata de aquel preciado líquido que le calmaría la sed y devolvería los minerales que tanta falta le hacían a su exhausto cuerpo. Tras humedecer su garganta, volvió ha enfrentarse aquellos ojos verdes y preguntó: -¿Puedes hacerme un bocadillo? -¡Pues claro! ¿Te apetece de jamón? -Sí, por favor. Ella desapareció tras una cortina, que debía dar a una cocina, dejando tras de si un suave aroma que permaneció durante unos segundos flotando ante él. Aquel olor le recordaba algo pero no sabia identificarlo, era una suave caricia para sus sentidos que le traía recuerdos dispersos a su mente. Entonces se oyó el llanto de un niño e identificó aquel olor, una mezcla de polvos de talco y piel de bebe... Los recuerdos cristalizaron en su mente y retrocedió hasta aquellos días en que acunaba entre sus brazos a su hija Sofía. Hacia ya seis años que había muerto en aquel estúpido accidente automovilístico junto a su madre: Carla. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y se aferró al vaso para no perderse en aquel laberinto de recuerdos que le asaltaban desde lo más recóndito de su ser, haciéndole patente de nuevo su soledad. Entonces ella volvió ha salir, sus ojos se llenaron con aquella hermosa visión. Los rizos de su pelo dorado enmarcaban un ovalo perfecto donde el sol había moteado su piel dejando en aquel precioso rostro la sombra de su calor, llevaba un pañuelo blanco anudado al cuello y un vestido ligero, donde estallaban mil florecillas de alegres colores que se deslizaba por su cuerpo, dejando sus pecosos brazos al descubierto y un pequeño escote por donde se perdía aquel rastro de sol, combando la tela el peso de aquellos dos pechos, promesas de alimento para el pequeño que se oía en la estancia contigua. Al tenderle el plato con el bocadillo, los ojos de Cayetano se posaron en su brazo derecho donde se veía el rastro azulado de algún golpe, fortuito... pensó. -¡Tu bocadillo, peregrino! Le devolvió la sonrisa y lanzándose a degustar aquel manjar de dioses que se deslizó hasta su estomago, solo entonces se percató del hambre que tenía. Mientras daba buena cuenta del bocadillo ella le preguntaba sobre su procedencia y por detalles del Camino, él contestaba entre bocado y bocado. Hacia días que no hablaba tanto y tan seguido con nadie. A pesar de dormir siempre en albergues atestados de peregrinos, solía quedarse a un lado y caminaba solo, rechazando amablemente los intentos de otros peregrinos de aunar sus pasos en las etapas diarias que recorrían. Ninguno de ellos se había ofendido con su negativa, porque en uno u otro momento todos caían en aquel sopor que daba el cansancio y que los sumía en sus propias elucubraciones y examen de su yo mas profundo. En uno de los albergues un peregrino de procedencia inglesa le había preguntado: -¿Qué buscas en el Camino? Tras unos segundos respondió: -Me busco a mí mismo Y aunque en ocasiones parecía que se acercaba, sabía a ciencia cierta que aun estaba muy lejos de ese encuentro. Mientras ella hablaba, Cayetano sentía como su risa, sus ojos, aquella voz dulce de timbre cantarín se iba adentrando lentamente por todos los poros de su piel. Cuando un mechón de su pelo cayó ante sus ojos y ella lo apartó con un movimiento casual, comprendió que podría amar aquella mujer durante el resto de su vida y que fácilmente abandonaría todo y a todos por una sola caricia de aquellas manos blancas y un beso de aquellos labios sonrosados que se entreabrían al sonreír, mostrando la blancura de sus dientes y la punta de su lengua al remarcar las “eses”. El llanto del pequeño volvió apartarla de su lado y durante los escasos minutos en que ella fue a la búsqueda de su hijo, él fantaseó con la posibilidad de vivir allí trabajando en aquellos resecos campos, bajo el sol, para luego volver a casa junto aquella mujer. Volvió con el niño en brazos, un precioso bebé de pocos meses que la miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa angelical. -Marcial saluda ha este señor... Que aún no nos ha dicho su nombre. -Cayetano- respondió. -Encantada Cayetano. Yo soy Gabriela y este es mi hijo Marcial. En ese momento se oyó un ruido tras de él y la cara de Gabriela cambió, dejando entrever un atisbo de miedo en sus ojos. Un hombre entró con rapidez, musitando un “buenos días” y perdiéndose en la cocina ella corrió tras él. Cayetano terminó su bocadillo, se disponía ha sacar su guía de la mochila cuando se oyeron los gritos. La voz del hombre increpaba a la mujer con duras palabras y ella se excusaba sin mucha convicción, el niño lloraba. -¡Prefieres golfear! ¡Y con nuestro hijo en brazos! -¿Pero que dices Damián? -¡Puta! Aquella palabra estalló en el local casi al mismo tiempo en que se oía un fuerte bofetón. Acto seguido el hombre volvió ha salir y sin dirigirle una mirada salió del Bar. La cortina que separaba las estancias ondeó unos segundos, los justos para que una oleada de miedo llegara hasta él, junto con la imagen de Gabriela abrazando ha su hijo, roto por el llanto, mientras de la comisura de sus labios se desprendía un hilo de sangre. De repente el niño calló, el silencio succionó todo el aire de la estancia y Cayetano sintió como sus pulmones se quedaban sin aire; la marca en su brazo, el pañuelo en el cuello, escondiendo quizás otros rastros azules de aquel hombre, cobraron sentido. Temblando sacó un billete de su cartera y dejándolo sobre la barra salió del bar. El calor le golpeó el rostro, una nube solitaria se había colocado justo ante el sol dando al paisaje unos segundos de sombra. Empezó ha caminar dando la espalda aquella mujer, igual que en su día dio la espalda a la muerte de su esposa y su hija. Incapaz de enfrentarse al dolor. La puntera metálica de su bordón, arrancó chispas de unas piedras, mientras volvía hacia el camino. Cuando iba ha salir a campo abierto vio aquel hombre, que instantes atrás había roto su sueño, mirándolo apoyado en una valla mientras al otro lado una piara de cerdos gruñían ante la inminencia de su comida diaria. Fue solo un segundo pero le pareció ver una sonrisa en su rostro, la misma que vio en el rostro de aquel joven inconsciente que conduciendo un ataúd con ruedas, había provocado el accidente que terminó con la vida de las dos personas que más amaba. Aquella sonrisa de suficiencia, de desprecio hacia los demás. “Fue un accidente, el seguro lo arregla todo”. Pasado el tiempo ni recordaría los nombres de las personas a las que segó la vida, mientras él arrastra los pies buscando... ¿buscando que? Hacia seis años su sueño se había roto y hoy aquella misma sonrisa volvía ha golpearle. Seguía temblando y la imagen de Gabriela no se apartaba de sus ojos mezclándose con los rostros de su mujer e hija. Durante unos momentos ella le había ofrecido su sonrisa, el verde de sus ojos empujó su tristeza hasta casi conseguir arrancarla de su alma. Hubieran sido unos minutos. Solo unos minutos de sueño para luego volver a su peregrinación, a su inútil búsqueda con ánimos renovados; pero la violencia de aquel animal descerebrado que sonreía seguro de sí mismo, despreciando el amor que aquella mujer pudiera sentir por él, usando su fuerza donde debía usar la suavidad de un beso, había roto su sueño clavando un millón de finas astillas en su corazón. Notó como algo despertaba dentro de él y subía desde sus entrañas hasta nublarle la vista. Se dirigió hacia él y al llegar a su altura el hombre abrió la boca con intención de decir algo, pero no llegó articular palabra porque la puntera metálica del bordón le destrozó el paladar incrustándose en su carne; empujó al hombre hasta conseguir que su cuerpo superara la valla y cayera en el comedero de los cerdos. Los ojos desorbitados se enfrentaron a los inyectados en sangre de Cayetano, mientras se debatía ahogándose en su propia sangre oyó como se desgarraba la palabra: ¡Cabrón!, de la boca de su asesino. Con un golpe de muñeca zafó el bastón y echó andar, no volvió la vista atrás ni tan siquiera cuando los cerdos se abalanzaron sobre el comedero excitados por el olor a sangre. El polvo reseco del camino fue adhiriéndose a la sangre que impregnaba la puntera del bordón, mientras la nube solitaria que seguía su lento desplazamiento por el cielo volvía ha dejar al sol en libertad. Cuando llegó de nuevo al cartel con la indicación de: Bar 300 metros, retomó la dirección que marcaba la flecha amarilla, tras unos pasos oyó un fuerte sonido y al levantar la vista pudo observar como un camión se acercaba, haciendo sonar su bocina. Al pasar junto a él una ráfaga de aire azotó su cuerpo, levantó la cabeza y dejó que aquel aire purificador arrastrara todo el rencor y la rabia contenidos, llevándolos lejos de él. A unos doscientos metros podía ver las espaldas de otros peregrinos que avanzaban bajo el sol. Apretó su paso para alcanzarlos. -Me vendrá bien un poco de compañía- pensó, mientras sonreía. Jason Defman
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Verano Brisas
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