el gato que coma tortilla de espinacas
Publicado en Apr 26, 2009
El gato que se comió la tortilla de espinacas
-¡A la mierda!-exclamó Didac. Seis páginas del trabajo de historia se habían esfumado al mismo tiempo que el aire acondicionado se paraba y la música se detenía en mitad de un acorde. La habitación se llenó de silencio mientras el asfixiante calor se colaba por las rendijas haciéndose omnipresente. El generador de la calle había vuelto a fallar y pasarían, seguramente, varias horas hasta que los operarios volvieran a ponerlo en marcha. Barcelona continuaba siendo un caos dos meses después del apagón. -Joder, joder, joder- mascullaba entre dientes, mientras se dirigía hacia la nevera en busca de una bebida fría con la que paliar el calor que se adhería a la piel. Con los dedos entumeciéndose al contacto de la lata de refresco entró en el comedor donde le recibió la imagen de su abuelo, sentado desde el principio de los tiempos ante el televisor con lo ojos fijos en la pantalla, ahora en negro, y acariciando al gato. “Naranjito” era una parte más del viejo, indivisibles vegetaban en el comedor o vagaban silenciosos por la casa. Didac se dejó caer en el sofá mientras abría la lata. -¿Que pasa abuelo? Hoy te quedas sin tu ración de telenovela, se jodió el generador. Por un momento pareció que no le había escuchado, pero un leve alzamiento de los parpados acompañó un esbozo de sonrisa y muy lentamente levantó la cabeza y apoyándola en el respaldo del sillón lo miró fijamente. -¿Qué le vamos hacer…? El viejo parecía tener todos los años del mundo y una paciencia infinita. Cada gesto, cada palabra brotaba lentamente desde lo mas profundo de su ser, como si tuviera que abrirse paso a través de las innumerables arrugas que surcaban su cuerpo, algunas tan marcadas y profundas que parecían no tener fin. Las manos enormes y de piel casi translucida, bajo la que se marcaban enormes venas azuladas, acariciaban al gato que ronroneaba placenteramente. Didac quería a su abuelo, recordaba la rugosidad de sus manos cuando lo llevaba al parque o le acariciaba las mejillas y con una sonrisa deslizaba en sus manos alguna moneda al despedirse para ir al colegio, recuerdos de una infancia apenas superada en una adolescencia que empezaba a consolidarse y donde hacia gala de una rebeldía nueva para él, vieja como la humanidad, que le llevaba a evitar confraternizar con los mayores caducas muestras de lo que el no seria jamás… o eso pensaba. Quería al viejo, odiaba al gato. Aquel animalucho que se colaba en su habitación dejando rastros de su pelaje donde menos lo esperaba y que en ocasiones eran descubiertos por sus amigos en la ropa dando lugar algún comentario jocoso del tipo: “Didac, que se te cae el pelo” o “¿estas canas son tuyas?”. Desde que recordaba su abuelo siempre tenia cerca aun gato. “Sansón”, absurdo nombre para un felino, fue el anterior y ahora aquel ejemplar atigrado de color naranja cuyo nombre aún le parecía mas absurdo. Esos eran los que el había conocido pero tenían que haber existido muchos mas, cientos quizás… seguramente con nombres tan absurdos como los de esos dos. En casi todas las fotos que palidecían en los viejos álbumes o cajas de zapatos, mudos testimonios de años pasados, siempre aparecía algún gato. Dio un trago al refresco mientras veía que el viejo hurgaba en el bolsillo de batín y sacaba una zanahoria que ofreció a “Naranjito” que la olisqueó desinteresado. -Abuelo, que los gatos no comen zanahorias… Por supuesto aquel maldito animal se complació en llevarle la contraria y comenzó a mordisquear la punta de la zanahoria. -¡Jolin! Lo nunca visto… -A “Naranjito” también le gusta la tortilla de espinacas como a “Máuser”… -¿”Máuser”? Hostias abuelo, lo tuyo con los gatos es la repanocha, menudos nombrecitos… Dio un último sorbo al refresco y cuando se disponía a levantarse el viejo sonrió y dijo: -Gracias a ese gato nació tu padre. Didac se dejo caer, de nuevo, en el sofá y esperó en silencio mientras el gato se comía la zanahoria y su abuelo sonreía enigmático. Muy lentamente empezó a relatar la historia de “Máuser”: Era finales de primavera, aunque aquel día hacia frío, mucho frío, y todo a mí alrededor se derrumbaba. Durante tres años había acariciado la idea de una libertad, siempre prometida nunca alcanzada, ahora todo se terminaba y yo estaba solo, perdido en un pueblo en ruinas, hambriento y asustado. El día anterior habíamos luchado, junto a mis compañeros contra las hordas fascistas, desangrándonos palmo a palmo ante aquellos moros, avanzadilla del ejército franquista, que destilaban un odio y una rabia impensable en un ser humano. Matar o morir, esa era la consigna. Yo era un chaval de apenas 22 años. 22 años de aquella época, un estupido imberbe que se creía un héroe de folletín invencible e inmortal. A la primera acometida de aquellos bárbaros me meé en los pantalones y fui incapaz de levantar la cabeza de la trinchera que me habían asignado. Aquellos vándalos gritaban como posesos, dándose ánimos en su idioma mientras se oían los gritos de mis compañeros al ser arrollados y los disparos rematando a los heridos. Cuando pude reunir fuerzas corrí hacia el pueblo, que tras nosotros humeaba después de los bombardeos previos a la batalla. No sé como llegué hasta aquella choza, ni como quedé inconsciente, seguramente caí en mi loca huida y me golpeé en algún lado, porque al día siguiente me dolía la cabeza y durante varios días me parecía tener algo suelto dentro de ella. Seguramente me dieron por muerto y eso me salvó de la masacre. Cuando volví en mí una muchacha, casi una niña, me miraba con los ojos muy abiertos. Los ojos verdes más grandes que había visto jamás. Al principio creí que había muerto y que venía ha recibirme un ángel, a mí ateo incrédulo y republicano, anarquista o lo que hiciera falta para llegar a una libertad que se antojaba una quimera en aquellos momentos. Nos miramos en silencio lo que pareció una eternidad y entonces ella preguntó: -¿Estas vivo? -Si- contesté yo aquella obviedad. -Espera- me dijo y se fue dejándome solo y asustado. ¿Dónde coño iba a ir? El frío se apoderó de mí y temblé allí tendido, incapaz de moverme. La choza era un pequeño rectángulo de paredes hechas con trozos de madera de procedencia y colores dispares, con un techo de uralita y lleno de aperos de labranza. En un rincón se veían varias cajas y sacos llenos de sabe Dios que… Tras unos minutos u horas, la cabeza me dolía horrores y cada segundo se me antojaba una eternidad, la muchacha volvió. En un pañuelo traía un pedazo de pan y un trozo de tortilla de espinacas que me ofreció. -Toma come. Luego supe que era todo lo que tenía para comer aquel día y en aquellos tiempos nunca se sabía cuando se volvería a comer… Intenté incorporarme, pero me sobrevino un mareo. Ella dejó el pañuelo sobre una caja e intentó ayudarme. Olía como las sabanas que mi madre ponía en mi cama antes de toda aquella locura, a limpio y jabón de Lavanda, nuestros rostros se acercaron y todos mis miedos desaparecieron, solo deseé que ese instante no terminara nunca. Entonces se oyeron voces en el exterior, alguien se acercaba… En sus ojos apareció un miedo que me arrancó fuerzas de donde no creí que hubiera y me levanté tambaleándome. -Yo te defiendo-balbuceé, mintiéndome a mi mismo. Ella negó con la cabeza y me arrastró hacia los sacos donde nos escondimos asustados. Las voces se acercaban. -Me pareció ver algo hay dentro- decía una. -Vamos a ver- respondió otra. Mis ojos se posaron en la tortilla de espinacas y el pedazo de pan que descansaban sobre la caja. Como vieran aquella comida… En ese momento apareció un pequeño gato de un color grisáceo, que debía de estar escondido entre los aperos de labranza, porque no lo había visto antes. Indiferente a todo lo que sucedía a su alrededor y con la inconsciencia propia de un cachorro saltó y se subió a la caja que se movió haciendo caer el pedazo de pan. La muchacha me cogió la mano apretándola y yo intenté infundirle un valor que no tenía, mirando de nuevo aquellos grandes ojos verdes. En ese momento entraron los dos soldados franquistas y vieron al animal, que milagrosamente pese a su pequeño tamaño, había dado buena cuenta del trozo de tortilla de espinacas. -Solo es un gato…-dijo uno. -Lastima, esperaba que fuera un miliciano, esos malditos moros no dejan ni a uno vivo para que les demos su merecido. El felino se lamía las zarpas, despreocupado y ahíto tras su comilona. Los soldados se fueron y cuando nos creímos a salvo, salimos de nuestro escondite. Sin mediar palabra cogí el trozo de pan que me zampé sin ni siquiera limpiarlo de tierra e Isabel, que así se llamaba la muchacha cogió al gato y nos llevó a su casa. Bautizamos al gato “Máuser” porque ella dijo que había sido nuestra mejor arma y cinco años después bautizamos a tu padre: Rafael, porque le gustaba ese nombre a tu abuela Isabel. Y siempre tuvimos un gato cerca… por lo que pudiera pasar. Didac boquiabierto miró a su abuelo que muy despacio cerró los ojos sin perder la sonrisa que iluminaba su rostro. “Naranjito” se había ido en algún momento de la historia, deslizándose furtivamente. Tras unos minutos en silencio se levantó y salió del comedor dejando a su abuelo dormido en el sillón. Cuando entró en su habitación encontró al gato echado sobre su jersey que él había dejado olvidado sobre la cama. -¡Mecaguen en el gato…! En ese momento arranco el generador y los aparatos eléctricos volvieron a la vida. Didac acarició a “Naranjito” y se volvió al comedor, quería darle un beso a su abuelo cuando despertara, lo demás podía esperar… Jason Defman Olot 11 de noviembre 2007
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