Corría el mes de octubre, hacía calor y frío a la vez;
Ese día estaba agradable; no se escuchaba más que el
sonido de los pájaros en el cielo;
a lo lejos el viento movía los árboles.
En el medio un convento; antiguo, databa del 1600;
las paredes un tanto rústicas, daban la apariencia de soledad;
las arcadas formando cada habitación;
una gran puerta de madera pesada, anunciando la entrada;
pinos por derredor; una gran campana, que sonaba con el viento.
En frente una figura, casi mujer, casi estatua; encorvada,
con vestidos viejos y rasgados; rodeada de palomas;
revoloteaban a su alrededor gimiendo por su alimento.
Las hojas caían; el cielo mostraba su esplendor; el sol casi se
ocultaba; las nubes, cual formas divinas llenaban el cielo:
espesas, definidas, oscuras, desaparecían.
Allí entendí que amaba la soledad; la ansiaba más de lo que
imaginaba; solo yo y mis sentimientos; solo yo y mi mundo color
carmesí, color gris, color verde, con algunos tonos rubí.
No deseaba nada más, me sentía obnubilada por el deseo;
resurgir y dejar huellas en este mundo tan irreal y extinto
que cada día agota la paciencia del creador.
Entonces todo comenzó a oscurecerse; el cielo se torno gris;
los cantos se volvieron llamados ahogados a una nueva forma de vida.
Un solitario hombre caminando solo, al parecer, no tan solo; hablaba
con alguien mas; aunque no la vi, pude escuchar su voz.
Los pasos de una niña se marcaban en el viejo camino; que tantos
cuerpos vio pasar.
Un constante movimiento; un apagado cielo se despedía; las voces
callaban; cerré mis ojos; solo olí aquella exquisita fragancia, inundaba
el aire; me elevaba mas allá de ese momento; vaciaba mi interior con
solo tocarlo.
Me acerqué un poco mas, un paso, dos tal vez, otro paso.
Miré atrás; olvidé el pasado; me perdí con su belleza;
Otro paso y morí...