Nos tomas por sorpresa en tremenda sacudida
desgarrando el cuero cabelludo,
desterrando los ocultos pensamientos,
sepultando para siempre a las ideas.
Los ojos saltones y la boca abierta,
gimiendo de un hondo y dilatado dolor,
duele tener sellada la garganta
por el candado pesado de la censura.
La lengua se prolonga hacia afuera,
escurriendo saliva que cae al suelo,
hora estéril, hora fértil, semilla dormida
que no fue tinta en el blanco papel.
En estas horas profundas sin nada que hacer
te veo, y enciendes las ganas del placer.
Las ropas estorban para hacer el amor,
muros fríos, barreras crueles y sin sentido,
que se interponen entre dos soledades.
Y luego las miradas anhelantes
de un fuego que estalla sin brida,
acción loable de convencer sin decir nada,
de llegar al fin para perecer en orgasmos
cargados de temblores infinitos en un segundo.
¡Gritos sin recato, más y muchos más de ellos!
Verte candente y admirar tu desnudez,
es el inicio a la agonía de volver a renacer
y retornar a la erección fálica, una y otra vez;
frío rebelde  jugueteando en las neuronas,
que se revela a sí mismo en calor,
hambre insaciable, deseo de hundir las manos
en el lodo tibio y suave de tu carne,
tomarlo y untarlo en los cristales transparentes de la nada
de esta sed inagotable que no acaba.
Vivir la naturaleza en la metáfora
de las sábanas revueltas de una cama,
olas bravas de un mar que me ahoga,
ráfagas de tormenta que hienden nuestros cuerpos
que son rocas lastimeras de arrecife.
Tus sábanas blancas que son como desiertos
por los que yo me transformo en serpiente,
metamorfosis animal, que me obliga a rastrear
en movimientos constantes el centro de tu calor.
Tu calor... que es la miel que sabe a océanos
la que escurre por mi boca
de fiera herida y nerviosa;
que es la miel que a ti te duele,
la que te hace temblar desde las capas
más profundas hasta los pliegues de tu piel.
La que te hace estallar en trémulos gemidos
y siempre anhelante,
perdida de ti, suplicante,
pedir más, más...