Colonia de mar
Publicado en Jan 13, 2010
Sofía conversaba animada con su amiga Teresa, aunque por dentro una sensación de amarga melancolía la acompañaba, mientras esperaban en la larga cola para pasar el rutinario control de seguridad del aeropuerto antes de embarcar. Habían madrugado mucho para coger el avión que les cruzaría hasta la isla en poco menos de veinte minutos, pero era la única forma de encontrar un vuelo barato y aprovechar al máximo el primer día de los tres que iban a permanecer en las cristalinas playas. Por un lado, a pesar del sueño que la invadía en ese momento, estaba muy contenta de disfrutar esos tres únicos días de vacaciones con su mejor amiga, pero por otro lado el miedo a las respuestas de las preguntas que se hacía una y otra vez en relación al significado de su vida angustiaban su día a día y ese momento. No era una persona demasiado espiritual, ni mucho menos filosófica pero había llegado a un punto en su existencia que necesitaba saber el por qué de muchas cuestiones, incluso las de carácter superficial, que bombardeaban su cabeza. Su vida se había convertido en la nada más natural posible. Ocho horas de administrativa en el negocio familiar. Rutina pura, papeles, facturas, proveedores, nóminas, morosos, tonteo divertido con alguno de los trabajadores y broncas continuas con el padre y el hermano mayor, sin causas justificadas pero debidas al estrés y al carácter fuerte de todos. Los ratos libres, estudiante de unas oposiciones que formaban parte de su quehacer diario hacía ya más de dos años y sin resultado positivo todavía. Su vida se había reducido a eso, trabajo, estudios, peleas intrascendentes familiares, algún escarceo puntual de fin de semana con una cerveza de más, y ¿qué?, ¿qué satisfacciones la hacían sonreír?, ¿qué llenaba su corazón y la hacía suspirar y soñar?, ¿ sus inquietudes, quién o qué las saciaba?. Unas risas tontas con las amigas de vez en cuando en el bar de toda la vida no eran suficientes. Un beso robado, con toqueteo y con polvo final con el conocido de algún amigo, sin posibilidad de alguna relación posterior, del tipo que fuese, no era su verdadera meta, ¿o sí? Una conversación larga y profunda con su amiga Teresa sobre el rumbo que estaba tomando su vida, no la aliviaba. Y ahora, se veía recompensada con sólo tres días de descanso sin descanso y tenía ganas de comerse el mundo pero a la vez de que el mundo la engullese para quedarse resguardada sin miedos en el rincón más lejano de la existencia. No pensar, no sentir, no vivir. Se sentía como Gulliver en el país de los enanos y al mismo tiempo como Caperucita en la boca del Lobo. La llegada a la isla la reconfortó un poco. La visión era demasiado alentadora. Las playas tan tranquilas, la arena tan blanca, el mar tan azul, la brisa tan dulce, dejando a su paso una suave caricia. Quiso reconciliarse al momento con ella misma y con el mundo. Habían hecho bien en buscar un hotelito a las afueras del bullicio, desconectado del verano y sólo frecuentado por gente del país. Serían tres días de paz y sosiego. Nadando, comiendo delicias del mar, bebiendo lo justo para hacer explotar risas sanas y sinceras y durmiendo y también soñando. Además Teresa, su amiga, tenía que guardar fuerzas porque a la vuelta se embarcaba en lo que era el viaje de su vida junto a su actual pareja, Rodrigo, rumbo a un Japón desconocido y distinto que la enamoraba. La acompañaba en esta escapada por el amor que sentía por Sofía, a la que veía perdida y desorientada, para animarla y recordarle que siempre estarían juntas, pasase lo que pasase. Era la fidelidad, en el sentido más amplio de la palabra, la característica que predominaba sobre cualquier otra en su amistad. Decidieron aprovechar la mañana y recuperarían el sueño robado por el madrugón con una reconfortante siesta. Apreciaron la vida del pequeño pueblecito donde se encontraban visitando el mercadillo hippie que precisamente ese día recalaba allí. Compraron baratijas para colgar en sus cuellos, muñecas y tobillos. Transformaron de azul el color de sus ojos observando la belleza de la playa donde empezaron a tostar sus pieles confundidas aún con la transparencia de la arena fina que las rebozaba. Comieron pausadamente, entre confidencias y un Rioja fuerte y exquisito al paladar, alargando la sobremesa en el ambiente cálido y familiar que desprendía el pequeño comedor. Se sentían como en casa y habían congeniado estupendamente con los camareros que las agasajaban y mimaban. El café, en la terraza con vistas a la playa donde habían disfrutado por la mañana, fue el colofón sublime antes de llegar a la siesta en la acogedora y coqueta habitación que compartían las amigas. En solo unas horas llenaron sus pulmones de un aire fresco que sustituyó al gastado y enquistado que les acompañaba durante el resto del año. Sofía sentía esbozos de felicidad y notaba que en tal estado podría llegar a ser feliz. Por la noche, tras la cena, ligera y breve en contraposición con la comida, decidieron dar una vuelta por los alrededores del hotelito, rodeado de palmeras y cuidados jardines hasta hacer tiempo para visitar el pub que les habían recomendado los camareros. El paseo sentó de maravilla a Sofía que se había despertado un poco tocada de la extensa siesta y empezó a tener ganas de bailar y dejarse llevar por la libertad de no tener ninguna responsabilidad. En el pub sonaba buena música española de los 80 y 90 y el humo de los cigarrillos acaparaba casi todo el ambiente dibujando siluetas intermitentes. La barra a tope de personas conversando, parejas susurrándose palabras al oído, risas de grupos de amigos deseando pasarlo bien. Todos con el mismo perfil que Sofía y Teresa, treintañeros con y sin pareja, dejándose llevar por los placeres ocultos, y no tanto, que envuelven las noches de verano. Enseguida David, uno de los camareros del hotel las vio y se acercó en su búsqueda. Pero Sofía ya se había dejado hechizar por el camarero del pub que, cien veces más atractivo que el Cruise de Cocktail, servía copas a un grupo de ruidosas mujeres sin apartar la mirada del rostro de ella que, conforme caminaba hacia la barra, mutaba el tono dorado de su piel en un rosa rojizo provocado por el calor del local y el fuerte repiqueteo de los latidos de su corazón. Y pasaron toda esa noche juntos, tras acompañar a Teresa a la habitación, cerrado el pub, en el apartamento que Héctor había decorado al estilo marinero, comiéndose sin pausa los cuerpos hambrientos que los sostenían y hablando hasta quedarse sin saliva. Por la mañana después de desayunar juntos y zambullirse calientes en el afrodisíaco mar Héctor la acompañó hasta la puerta del hotel. Por el camino entre callejuelas pintadas de blancas fachadas, en el interior de alguna casa con niños, habían escuchado la voz sorprendida y extasiada de uno de ellos que llamaba a su madre la atención gritando, mamá, mamá huele a colonia de mar y ambos se habían mirado y habían comentado la ocurrencia divertidos jugando a imaginar a qué podía referirse. Sofía durmió un par de horas, el tiempo necesario para que su delgado cuerpo se recuperase, y fue a buscar a Teresa a la terraza del hotel, donde ésta conversaba animada con un grupo de universitarios que ya habían estado rondándolas el día anterior. Héctor pasaría a buscarlas en menos de una hora para invitarlas a comer al restaurante propiedad de una pareja amiga suya. Durante el trayecto en coche, de poco más de quince minutos Héctor les contó que había vuelto a su pueblo después de llevar más de diez años viviendo en Madrid y trabajando como técnico informático pero que había regresado tras su separación y había abierto el pub junto a su amigo de toda la vida que ahora se encontraba de viaje de novios por la India. Bromearon sobre la alergia al matrimonio que profesaban los tres y Héctor concluyó diciendo que volver a su tierra había sido lo mejor que había hecho en mucho tiempo pues allí gozaba de una libertad ilimitada en todos los sentidos. Cuando llegaron al restaurante, que se encontraba un kilómetro aproximadamente alejado de la carretera principal, entre un extenso bosque de pinos, el aire que se respiraba en aquel lugar despertaba positivamente todos los sentidos y, aunque el calor apretaba, la brisa se dejaba notar. Se trataba de un pequeño establecimiento, en madera gastada, de comida uruguaya y regentado por una pareja de sexagenarios que rendían tributo a su tierra decorando cuidadosamente todas las paredes del local con fotografías de Gardel del que proclamaban orgullosos su nacionalidad uruguaya en contra de lo que creía la mayoría de la gente. Sólo tres mesas eran ocupadas por parejas en aquel momento y tuvieron la opción de elegir una situada al lado de un gran ventanal abierto al exterior y sombreado por un inmenso pino. Saborearon una inmensa parrillada de carnes tiernas y sabrosas acompañados de un vino uruguayo de fuerte sabor que no tenía nada que envidiar a cualquier español. La sobremesa se alargó de manera que quedaron solos en el restaurante y mientras degustaban un dulce licor de frutas hablaron larga y eufóricamente con los amigos de Héctor sobre España y Uruguay, del sentimiento poderoso que despertaba el tango, de Las venas abiertas de América latina de Galeano, sobre Fidel y La Revolución, sobre poesía actual hispanoamericana. Nunca, ni Sofía ni Teresa, habían tenido una conversación tan culta e intensa con unas personas tan dulces y respetuosas con las opiniones de los demás. Cuando se levantaron de la mesa un poco tocadas por el alcohol y el calor que envolvía el lugar y abrazaron con fuerza a Martín y Cecilia para despedirse, Sofía tuvo unas ganas enormes de llorar como una niña pequeña que busca consuelo y protección en sus amorosos padres. Se sentía una personal especial y afortunada. La noche fue larga. Tras la cena aparecieron en el pub de Héctor donde ya las esperaban los camareros del hotel que habían terminado su turno. Héctor salió de la barra y besó suave y largamente a Sofía como si fuera un actor de Hollywood en su época dorada. Ella se dejaba hacer y esa noche fue la chica del camarero y ninguna mujer se atrevió a tontear con él. Cerca de las tres de la madrugada, poco antes de cerrar, Héctor dejó a cargo de sus jóvenes ayudantes el cierre del pub y junto a Sofía, Teresa y David se fueron a contemplar las estrellas a la orilla del mar. Como si de cuatro adolescentes se tratara compartieron algún que otro cigarrillo de rica marihuana e intentaron arreglar el mundo que caía aplastante sobres sus cabezas, debatiendo entre sonoras carcajadas. Pero llegaron los roces y Teresa y David se retiraron de la escena para dejar que la pareja disfrutara de su última noche. Teresa durmió sola, pero encendido su cuerpo por el beso furtivo de David al despedirse. También su corazón palpitaba, pero Rodrigo, su pareja, había ganado la batalla a lo fugaz y perecedero, el deseo de una noche ardiente de verano. Y ella se sentía satisfecha. Héctor y Sofía hicieron el amor apasionadamente en la arena fresca y húmeda de la solitaria playa. Alimentados por la luz de la luna, prácticamente llena, sus cuerpos, sabiamente compenetrados, siguieron el ritmo pausado y enigmático del oleaje que rugía en contacto con la orilla y se confundía con el sonido jadeante de sus respiraciones conjuntas. Y se adentraron en el mar, una guarida inmensa de los ecos enamorados, rozándose, dejándose tocar por la mano líquida y escurridiza del agua salada que los acariciaba sin pausa. Cuando el sol, adormecido aún, los quiso espabilar Sofía no quiso continuar hasta la casa de Héctor. Le pidió que la acompañase hasta el hotel y quiso despedirse en la puerta. Quería recordarle con el pelo empapado, salado y despeinado. Él le pidió acompañarla al aeropuerto y despedirla con un hasta pronto. Le dijo que quería volver a verla pero Sofía le contestó entre bromas pero con dulzura que eso se lo diría a todas las mujeres que conocía cada verano y Héctor le contestó con énfasis en cada sílaba y recalcando el singular de sus palabras que eso se lo decía a To-da-Mu-jer que le interesaba. Solamente ella. Sofía lo besó absorbiendo totalmente su aliento para no olvidar su sabor y caminó sin dejar de mirarlo hasta la entrada del hotel. En la bulliciosa sala de espera Teresa hojeaba un periódico local y Sofía escuchaba embobada la voz melosa que anunciaba en varios idiomas los próximos vuelos mientras buscaba en su inmenso bolso un chicle. Entre el desorden encontró un papel arrugado con el sello del hotel. Reconoció enseguida la letra grande y clara de su amiga. Había escrito un nombre, Héctor Arranz, una dirección de correo electrónico y un teléfono móvil. Sofía miró a Teresa, que justo levantaba la vista de la lectura mirándola de reojo disimuladamente y se dio cuenta de cuánto la quería. Gracias a Teresa, además de sus datos personales, Sofía se había llevado de Héctor el olor a colonia de mar impregnado en su pelo. Hizo un guiño de complicidad con su amiga y comenzó a sonreír con sinceridad por primera vez en mucho tiempo porque por fin tenía motivos importantes para continuar. © Noelia Terrón
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