El salón estaba repleto de personas de todo el mundo amantes del gran poeta. Había fallecido tres años atrás y era ahora que sus familiares subastaban las valiosas pertenencias del insigne trovador. Todos esperaban la puja del Diccionario del Poeta, inestimable obra que lo había acompañado y asistido toda su vida. Se decía que de ahí sacaba las hermosas palabras, las pulidas construcciones semánticas y sus bellas e inolvidables figuraciones. La lucha por el documento fue dura y grande, batió record, nunca un libro había alcanzado la suma tan alta que este había logrado. El coleccionista triunfador dejo su fortuna y casi su vida en aquella subasta, pero no le importó, pues toda la vida soñó con escribir los más grandes poemas del mundo; quería superar a Virgilio, a Góngora y a Byron, desplazar a Goethe,  opacar el modernismo de Rubén Darío, desplazar la belleza de Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral, manejar las palabras con la magia de Borges, Neruda, Whitman, Lorca, Nervo, entre muchos otros, y porque no, superar al mismísimo Poeta. Llegó a su aposento y con ávida sed de ambición y conocimiento vano abrió el Diccionario y no consiguió nada, solo páginas amarillentas con escasas letras aisladas unas de las otras, eran simples hojas comidas por polillas y así comprendió que la poesía es la simple y dulce imaginación en vuelo que solo existe en la mente pura de los poetas.