El día
Publicado en Apr 04, 2010
El día Era viernes y faltaban tres días para noche buena. Llevaba por ese entonces, veintitrés navidades desde mi nacimiento. E iba por la vigésimo cuarta. Parecía ser igual a las otras, mamá se encargaba de conseguir todos los turrones, pasas de uva, maníes y nueces que podíamos comer junto a mis primos, tíos y abuelos; papá se quejaba de tener que volver a ver, tras un año de trabajo, a la misma mesa de siempre, aunque en el fondo sigo convencido de que algo de esa compañía le parecía interesante. Él era el encargado de entretener a mi hermano mientras mamá limpiaba, traer las sillas desde el garaje y acomodarlas a la mesa, realizar cualquier reparación que fuese necesaria en la casa, conseguir la eventual pirotecnia en la que junto a mi hermano y a mí éramos capaces de desperdiciar parte de lo ahorrado en todo el año con tal de ver esas luces destellantes y aturdirnos a más no poder. Y aunque lo negara, siempre supe que disfrutaba haciendo las estupideces que hacía yo con los morteros y cañitas; le encanta sentirse chico en navidad. Mi viejo disfrutaba también simulando que no tenía el más mínimo interés en navidad, a veces le salía muy bien… y otras no tanto. El punto es que cada uno hacía lo que le correspondía y aportaba algo para lograr pasar las fiestas en armonía con todos. Retomando la fecha, éste viernes y después de almorzar, mamá le pidió si por favor podría ayudarla en la colocación de las luces del jardín de la entrada, que daban la bienvenida a cualquiera que pasara por la puerta. Él, mucho más entretenido con un libro que de costumbre, se excuso de hacerlo en el momento –¿Ahora? Mi cielo, hace mucho calor y no estoy como para ir debajo del pleno sol de la tarde, mejor espero a que baje un poco ¿sí?- Mamá no tuvo otra opción que dejar la tarea para más tarde, es verdad que hacía mucho calor, quizá no lo había pensado antes de encomendarle colocar las lucecitas. Él se durmió. El hecho hubiera quedado ahí, indiferente de si papá colocó o no las lucecitas, que de cualquier manera alguien iba a hacerlo, y de todas formas habrían quedado bien. Pero a medida que transcurrió la tarde, y más tarde, papá se abusó de esa excusa de “cuando baje un poco el sol”, porque aunque sabíamos que era 21 de diciembre, y que éste día es el más largo de todo el año, cuando el sol alcanza su máxima posición meridional (sí, papá era inteligente…), éste día no pareció bajar. El sol quedó posado allí, en el cénit del cielo, fijo e inmóvil. Corrían los segundos y minutos que se hacían horas, y empezó a sentirse entre los vecinos una gran inquietud y curiosidad, hubo quienes sintieron temor, y el exagerado que nunca falta que de inmediato volvió a casa con kilos y kilos de comida y agua en bidones, recelando lo peor. Se hizo un poco más tarde todavía, y el sol seguía ahí, calmo, pero atacando con una fuerza sólo propia de él la tierra, con artillería viajando a la velocidad de la luz por ocho minutos hasta dar de lleno en todo lo que estaba bajo su grandeza. Pasaban las diez de la noche, y que absurdo decir noche; no podría ser más que las diez del mediodía; igual que las nueve del mediodía; y las ocho del mediodía, el sol estaba inmutable. Y a ésta altura podían escucharse “expertos” hablando en la televisión, predicando que la tierra ahora estaba de cabeza acercándose al sol, llamando a China para preguntar si era de día o si, lógicamente, había caído la noche eterna; otros más paranormales afirmaban que era una nave extraterrestre tan brillante y deslumbrante como el sol, que era un meteoro que se dirigía hacia la tierra inminente. Los religiosos afirmando que eran todos y cada uno de los dioses venerados, y las religiones sacando un cuantioso provecho de la situación, a tal punto de minimizar la importancia del porqué del día eterno. Una avalancha de astrónomos y físicos que comenzaron a poblar los medios al segundo día hizo más alarmante la situación, y los pronósticos parecían no ser buenos por parte de esta elite de intelectuales y sabios del universo, reluciendo por la aparente ignorancia que surgía entre sus hipótesis. Todos, absolutamente todos desconcertados. Por ésta parte de la historia, mamá estaba asustada, y la veía nerviosa. Todavía pienso que tomó alguna pastilla para poder conciliar el sueño el segundo día eterno, porque nunca antes en más de veinte años la había visto darse el placer de dormir una siesta. Mi papá parecía el mismo, y nunca supe si estuvo asustado en algún momento, pero me inclino a creer que no. Él ahora tomaba mano de los trabajos que le correspondían a mi mamá, para que pudiese descansar un poco. Si doce horas de sol elevan la temperatura por encima de los treinta y cinco grados centígrados, no hace falta mucha imaginación para pensar lo que más de cuarenta horas de sol completo, y del peor, causa en la vida exterior. El barrio estaba hecho un hervidero, el asfalto de las calles y casas hacía un efecto radiante, como si hubiese dos fuentes de calor, una en el cielo y otra proveniente del centro de la tierra. Hubo cortes sistemáticos y algunos bastante extensos del suministro eléctrico, y el agua corriente estaba a punto de ebullición, al igual que la de la piscina. El metal de algunos electrodomésticos se dilató tanto que dejaron de funcionar, al igual que los marcos de puertas y ventanas habían quebrado y creado grietas en las paredes y techos. La destrucción era apreciable por todos lados, la ciudad estaba hecha un desierto. Hacia el periurbano de la ciudad, las áreas rurales se convertían poco a poco en playa, y las cosechas se incendiaban, gran parte del ganado había muerto, y otro tanto agonizaba, sólo los granjeros que alcanzaban a refugiarlos en alguna especie de galpón con techo que no fuese de chapa -o que tuviera buen aislamiento térmico- lograban salvar sus animales. Tan sólo en cuarenta y ocho horas. Durante éstos dos días yo había estado encerrado, que era la única forma de vivir, en el comedor de casa; leyendo los artículos que pude encontrar sobre astronomía y el hemisferio sur, solsticios, equinoccios, mediodías y eclipses; rodeado de todos los ficus, y potus que pude alcanzar a meter en macetas y cajones, con tierra bien húmeda, y decorar con los objetos más navideños que pude encontrar. Éstos ayudaban un poco a bajar la temperatura y renovar el aire del ambiente. A diferencia de las plantas exteriores, procuré cubrirlas de la luz en las horas que deberían haber sido nocturnas para mantenerlas al margen de lo que ocurría, no fuese cosa de quedarme sin plantas. Afuera los árboles habían entrado en un profundo letargo, como un golpe de calor, los arbustos no tenían fuerzas para sostenerse, y el pasto no era más pasto, pasó a formar parte de la arena que comenzaba a acumularse en las entradas de las casas. Dormimos como podíamos, estábamos acalorados y sucios, mi hermano se tornaba insoportable. Era como si el viento zonda hubiese venido a hospedarse en cada uno de los hogares entrando cual Papá Noel por las chimeneas; rendijas, grietas y bajo las puertas. Creo haber leído algo sobre las noches y los días en los polos terrestres, la duración de ambos, porqué tan extensos… y hasta el día de hoy creo que la Tierra dio un giro de trescientos sesenta grados en dos mitades de ciento ochenta y ocurrió lo que estoy relatando. Al tercer día las esperanzas de poder volver a la noche y observar las estrellas, la luna, escuchar los grillos y el incesante canto de los búhos (los que por ésta parte de la historia deben estar todos muertos, reducidos a ceniza. Si es que no lograron encontrar algún lugar de salvaguardo, una cueva en las afueras de la ciudad, una grieta, un pozo de agua, o una mina que los proteja de las altas temperaturas) se habían debilitado. Los vecinos estábamos encarcelados cada uno en su casa, incomunicados del resto de nosotros. Pobre de aquél que vivía solo, y pospuso la compra de la canasta navideña para lo último. El ingeniero Rodríguez fue uno de estos casos, al pobre lo encontraron con un mazo de cartas en una mano, y un mágnum con el cargador vacío en la otra. El tormento del cuál fuimos espectadores siguió extendiéndose. El cuarto día horario (según un reloj de cuerda que alcancé a encontrar antes de que los electrodomésticos dejasen de cumplir su función) cayó lunes. Mamá parecía más calma, y resolvía una sopa de letras, mientras que mi hermano ayudaba a papá sosteniéndole un cartón sobre la cabeza, mientras reparaba una rajadura importante en la entrada de la casa. Yo estaba en mi cama haciendo revotar una pelota contra el techo, con miedo de que éste se viniese abajo, pero el aburrimiento me pudo más. La piqué doscientas treinta y trés veces, en la número doscientos veinticuatro no la pude agarrar, salté de la cama y creo que fue ahí cuando rompí la mesa de luz, que parecía hecha de barro de lo reseca que estaba. -¡No veo nada!- (seguido de un -¡Porque se hizo de noche!- que aclaró la situación) se escuchó desde la entrada de casa. Era mi hermano, el de la aclaración fue mi viejo. Mi hermano nos contó como tuvo que ir bajando el cartón a medida que pasaban los minutos, hasta que finalmente pudo darse cuente que se había hecho de noche, y no estaba encegueciéndose por el sol. Toda la cuadra salió gritando, después el barrio, y los gritos llegaron hasta la luna, que no tardó en aparecer, y búhos que quedaban, que no fueron tímidos para ensordecernos a todos entre gritos y cantos. Lentamente comenzó a bajar la temperatura, hasta sentirse un frío exaltante, producto de la casi nula humedad que quedaba en el aire. Pronto la ciudad se convirtió en un desierto antártico. Y tocaron las doce de la noche buena. Sacamos un tablón enorme que ocupó toda la cuadra, lo llenamos de manteles y la mejor comida que quedaba, Don Ernesto desempolvó del sótano de su casa quince botellas de un vino que traía añejándose hace años. Pusimos velas, y las amas de casa del barrio se apuraron a cocinar algo para comer. Pudimos festejar hasta la madrugada, en que salió el sol, con cierto temor de que volviese a quedarse, una vez que cruzó el cénit, pudimos volver a respirar. Ese veinticinco de diciembre nadie descansó, y se trabajó como nunca en todo el año. Poco a poco fue restableciéndose la calma y volviendo a lo normal. La noche del treinta y uno, hablé como nunca con papá en el balcón de la entrada, y nos quedamos dormidos en las reposeras hasta el año siguiente. Esa noche, mi viejo murió mirando la luna. Feliz navidad.
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