Juan Sebastin de Elcano
Publicado en May 05, 2010
Me llevaste a remotos confines, allí donde derramé gotas de mi juventud ahora relegada, apartada.
Surcando aguas azules, verdes o grises, respondiendo a las caprichosas voluntades de deidades que tiñen las entrañas de esos mares en un mimetismo, en una simbiosis solidaria con las animosidades momentáneas de los cielos. Mares de superficies allanadas por viento adormecidos como un inmenso espejo bruñido por la claridad de un sol inapelable. O agitado por malignas fuerzas consignadas por dioses en castigo por leyes quebrantadas, por ordenes mancilladas, por mandamientos profanados. En ti conocí la soledad más desoladora, la paz más imperturbable, el sosiego más anhelado, la posibilidad de hablar conmigo mismo sin molestas interferencias, el reencuentro con mis pensamientos como un monje debe reencontrarse con los suyos, amparados en los sacros muros de un monasterio. Me llevaste a amores que no por efímeros fueron menos intensos. A adioses sin un hasta luego. Contigo conocí las placenteras dunas de las playas de Las Palmas; la exótica y colorista Senegal, sus mercados, sus mujeres de vestidos multicolores y sonrisas de destellos; adiviné la costa de Arecife brasileña; me llevaste a la exuberante y deliciosa Río de Janeiro, a sus esculturales mujeres, a sus sabores y olores distintos, a su incontenible alegría. Me anticipaste un carnavalesco fin de año, el de 76/77 en una noche que se presentó mágica, de playas iluminadas por cientos, miles de velas alumbrado tenues las blancas arenas de Copacabana, de Ipanema. Grabaste en mi recuerdo esa bahía sin igual, atentamente vigilada por un colosal Cristo. Me llevaste a Montevideo donde me retrotraje uno años atrás, sus coches, su ambientes callejeros, su carreta de bueyes de pétreo movimiento, las playas de Punta del Este. Llegué a Mar del Plata, sus gentes y aquella extraña sensación de ver pelícanos y focas en los muelles. Me adentré en los Canales Patagónicos de inefable belleza. La hospitalidad encontrada en Punta Arenas. La multicolor Valparaiso. La aterradora visita del general ocultando la fría mirada de dictador tras sus inseparables gafas de sol. Nunca tuve tan cerca a un asesino. En todos estos lugares conocí la amistad más desinteresada, la hospitalidad más generosa, el cariño de quienes apenas me conocían y me ayudaron a olvidar la añoranza que luchaba por ganarme. Mar y más mar hasta la Isla de Moorea, la Bahía de Cook, una de las más hermosa del mundo, como su mujeres que alteraban mi joven espíritu. Tahití palmeral indescriptible de playas blancas, donde vuelcan sus cuerpos los cocoteros como buscando la frescura de sus aguas límpidas, claras y tibias. Canal de Panamá por el que abandoné el agitado Pacífico para adentrarme nuevamente en el Atlántico. Remontar el Misisipi de Mark Twain hasta la vetusta Nueva Orleans donde su Bourbon Street de un bar de jazz alternado con un vecino burdel evocó cualquier pasaje de la Conjura de los Necios, sus negros marginados, sus blancos opulentos, sus rascacielos arañando los cielos. De nuevo Europa, Kiel y fiordo adentrado en tierra en la seriedad y fría rectitud de los alemanes, Le Havre su enorme puerto, gris, como su cielo, en la cercanía la hermosa y medieval Rouen. Marín de nuevo en España, cerca de mi tierra y mi gente. Todo ello ha quedado marcado profundamente en mis recuerdos.
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