La Cuesta de la Vega (Primera Parte) Diario
Publicado en May 07, 2010
Hoy, Carlota, me has hecho recordar. Y tú también, Alicia, me has hecho recordar aquellos días de mi más tierna pubertad cuando me escapaba de la Academia sólo para ir a dar vueltas por el Madrid de mis ensoñaciones. Efectivamente, es la Cuesta de la Vega la que desemboca en el Jardín de Atenas.
Allí, a la Cuesta de la Vega, iba yo siempre en primer lugar cuando me escapaba de la Academia Cima (Puerta del Sol) aburrido ya de las Matemáticas, la Física y el Latín. En la Academia Cima era dónde yo estaba preparando estas materias que me habían sido suspendidas en Junio por los feroces profesores del Instituto San Isidro. Total. Adíos vacaciones de verano. A cambio de ello comencé a disfrutar de la abundante compañía de amigos y sobre todo compañeras y amigas que estudiaban Secretariado, Banca y Administración en general. Al comenzar la Cuesta de la Vega siempre me asomaba a la barandilla para vislumbrar el horizonte: la soleada y resplandeciente Casa de Campo madrileña. Y luego corría todas las revueltas de la Vega hasta sentarme en uno de sus bancos (hay allí dos pequeños jardincitos con bancos) y me ponía e escribir poemitas (pasión por entonces en mi vida). Recuerdo que escribía poemas para todo lo que veía hasta, por ejemplo, un soneto sobre las hormigas (puesto que me quedaba minutos enteros observándolas trajinar de un lado para otro). En la Academia Cima estudiábamos un grupo reducido de muchachos y una enorme cantidad de chicas. Teníamos de sobra para todos nosotros. Pero la que me gustaba de una manera muy especial era Teresa. Así que entusiasmado con Teresa y mis correrías por la Cuesta de la Vega un día me armé de valor y le dije que si quería escapar conmigo a vijar al Mundo de la Vega. Increíble. Ella no sabía que era eso del Mundo de la Vega. Pero dijo inmediatamente que sí. Ese mismo día hicimos la escapada y me la llevé a la Cuesta de la Vega. Asomados al pretil de la barandilla le conté innumerables leyendas mitológicas sobre los horizontes de la Casa de Campo. Leyendas imaginarias que se escurrían a borbotones desde mi mente y que a Teresa la hacían reir sin parar. Nos sentamos, ya agotados, en uno de los bancos del primer jardincito de la Cuesta y cambiamos de tema. Eran ya temas de tal calibre que terminamos por cogernos las manos y besarnos apasionadamente en la boca. Habia estallado en mi corazón el Primer Amor. Le dije que para mí ella ya no era Teresa sino Dulcinea. Yo entonces ya era conocido por mis amigos como Diesel. Dulcinea tomó entonces su cuaderno de notas y pintó un corazón con la palabra Dudi en el centro (Du de Dulcinea y Di de Diesel) y se volvió a pintar rabiosamente sus labios de rojo carmín. Después, violentamente, estampó un beso en el corazón de papel y dejó impreso en él el rojo carmín de sus labios, Arrancó la hoja y me la regaló mientras se ponía de pie en medio de aquella majestuosa mediamañana de la Cuesta de la Vega. Yo tenía 15 años de edad y ella 17. Era escultural. - Me tengo ya que marchar... Me puse yo también de pie y caminamos hacia el Viaducto. Ella vivía en la Calle San Buenaventura del Barrio de las Vistillas. Desde la acera de enfrente, los soldados que hacían guardia en el edificio militar, empezaron a silbar y decirle piropos. - ¿Te acompaño a casa, Dulcinea o me lio a golpes con esos majaderos?. - Ni una cosa ni otra, Diesel. Le solté la mano mientras se dirigía hacia las Vistillas. A medio camino se volvio. - Mañana más Diesel... - me dijo en voz muy alta. - Mañana más Dulcinea - le dije yo...
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