Un atrio a oscuras, con una luz que ilumina
una mujer que llora mientras pinta,
el pincel dentro de su mano agarrotada
de odio, tristeza, desolación, dolor;
cada trazo en la pintura es un latigazo
que desearía darle al hombre que la decepcionó.
Una voz pequeña saluda y quieta se queda en un rincón,
no hacen falta palabras, los silencios se entienden,
los dolores se comparten, el amor sublima las palabras
y las eleva hacia un entendimiento sin sonidos.
La pequeña mujer toma su guitarra y canta,
canta al amor, canta a la vida, canta al dolor.
La mujer que pinta, pinta a la vida, pinta a la muerte,
pinta al dolor en su interior, a la vida de dolor,
a la muerte histérica que la seducía pero no la quería.
Cada tanto con la mano libre, toma una botella de tequila
y trata que el llanto que le traba la voz, se disuelva con alcohol.
La mujer terminó el cuadro, ya amaneció,
despacio se acerca a la mujer que canta,
con manos temblorosas le quita la guitarra, la ropa,
y con una ternura de niña desamparada la besa en los labios.
En silencio, desnudas, se aman,
con pasión una, con desesperación la otra,
acariciando una piel suave y joven, una,
recorriendo un cuerpo con marcas de dolor, la otra.
Sus cuerpos entrelazados se prestan a la mutua adoración,
la una ama con verdadera pasión, la otra ama con verdadero dolor.
En la joven mente de la cantante, quedara grabado para siempre
el cuerpo de muñeca rota de la mujer amada,
y el aliento que le sabía a sueños y amaneceres.