El Ciclo de las Almas 07/08
Publicado en Jul 24, 2010
Primero que nada, mis disculpas para todos los lectores de esta novela, se que tardó en llegar este capítulo, pero he estado ocupado con mis estudios y no había podido regresar, pero aquí estoy de vuelta, espero les guste...
07/08 ―No puedo creerlo… ―dije con una media sonrisa. Esperaba que los ojos de Lucía, por primera vez, me estuvieran mintiendo. Pero cuando enfrenté su mirada iluminada por las velas, no advertí el más ligero cambio en su expresión. Era una mirada triste, lastimera que me decía que realmente me estaba pasando algo muy malo y que ella estaba allí para apoyarme ―. ¿Es eso? ¿Crees que soy un loco? ―pregunté. ―No estás loco, Miguel ―hizo una pausa para escoger bien sus palabras―, solo estás algo perturbado… no ha sido fácil… ―Quiero que te vayas Lucía ―dije. ―Miguel… ―Vete ahora, por favor. ―Miguel no puedes… ― ¡Vete! ¡Vete ahora mismo Lucía! ―grité al borde de las lágrimas. Lucía terminó de ponerse su ropa sin decir más palabras. Su expresión era la misma a pesar de que le había gritado por primera vez. Cuando recogió su cabello frente al espejo, dejándome petrificado en medio de la habitación, se acercó y me dio un tierno beso al que no respondí. Ella me sonrió, caminó hasta la puerta y la cerró suavemente detrás de ella diciéndome antes que me amaba. Tampoco le respondí. No le respondí. Escuché sus pasos al alejarse por el pasillo e incluso escuché como cerraba la puerta del recibo en aquel edificio que era poco más grande que una caja de fósforos. Yo no estoy loco. Me acerqué a la ventana y vi a Lucía alejarse por la calle solitaria. Quería ir con ella, protegerla, pero no pude hacerlo. No sé por qué exactamente. Solo me quedé allí, ahogándome en mi orgullo, no podía creer que la mujer que amaba creyera que estaba loco. ―Miguel… ―escuché que decían. Era una voz que se mezclaba con el viento que entraba por la ventana recién abierta, discreta y susurrante. Giré la vista para encarar al dueño de aquella voz que escuché venir desde dentro de mi habitación pero no había nadie. ―Miguel… ―repitió la voz. ― ¿Quién anda ahí? ―pregunté pero nadie respondió. La lluvia parecía ser mucho menos fuerte en aquel instante. Se escuchaban los techos gotear sobre los charcos, los insectos y un murmullo distante que era el sonido de la lluvia que mermaba, no obstante, los relámpagos y truenos anunciaban que la tormenta solo se estaba tomando un respiro, la falta vientos, la desplazaban lentamente sobre los techos de Tinaquillo dándole tiempo para desatar su furia sobre aquel pequeño pueblo. Un velo plateado, como de seda, borroneaba las siluetas del poblado, como un telón traslúcido que se deja caer sobre un montón de piedras desde el cielo enfurecido. ―Miguel… ―mi nombre seguía naciendo de unos labios para mi invisibles―. Queda poco tiempo Miguel… ― ¿Don Ángelo? ― Miré la hora. Las agujas marcaban la una y diez de la noche. Lo que decía la voz no era del todo ilógico, yo sabía que era lo que estaba pasando. Pero no podía aceptar aquel hecho. No era posible. Tapé mis oídos con ambas manos y me arrodillé asustado bajo la ventana. ―No estoy loco… no estoy loco… no estoy loco… ―comencé a repetir aquel mantra que cumplía exactamente la función contraria para los que se decían conocedores de los misterios de la mente. Haciéndome naufragar en la locura en lugar de seguir mi viaje cuerdo hasta la muerte. A pesar de sentir una presión dolorosa en mis oídos por la fuerza con la que los cubría sentí, en aquel silencio provocado, la misma voz que rompía el silencio y la veracidad del mantra que me empeñaba en repetir: ―Miguel… es hora… ―escuché. ― ¡No estoy loco! ―grité y rompí en llanto cubriendo mis oídos para sofocar aquella voz. ―No, no lo estás. ―dijo la voz. ― ¿Don Ángelo? ―pregunté. Pero solo hubo silencio. Quité las manos de mis oídos para escuchar, pero no hubo respuesta. Solo un trueno que desató otra ráfaga de flechas traslúcidas que comenzaron a caer sobre mi cabeza a través de la ventana. Me puse de pie lentamente esperando escuchar la voz de nuevo, ahora que lo pensaba, de las dos realidades en las que se había partido mi vida aquella noche una me asustaba más que la otra. Tenía que escuchar la voz de nuevo. Cerré la ventana y entonces el silencio se hizo más denso pero la voz no decía nada. ― ¿Qué quieres? ―pregunté pero no hubo respuesta. Estás alucinando, me dije. Tomé el paraguas que había usado antes, vestí unos pantalones y un abrigo negros que estaban entre mis pocas prendas y me di cuenta, al revisar el baúl que antes había examinado sin demasiada atención, de que los libros oscuros, las notas ni nada de lo que me había dado Don Ángelo estaba allí. Agradecí a Dios el hecho de que no se me hubiera ocurrido como una forma de probar su existencia ante Lucía. Eso habría resultado peor. No estoy loco… no puedo estar loco… La noche era más fría de lo que había percibido antes cuando comencé a caminar para probar mi cordura. El frío me golpeaba con fuertes cuchilladas el rostro y yo trataba de acurrucarme para ganar un poco de calor mientras avanzaba. Las calles dejaban escapar un brillo pétreo que les daba el aspecto de que el pie se hundiría al pisarlas. Los faroles estaban apagados y la soledad era absoluta. Sentía que caminaba por un mundo despoblado, arrasado por una plaga funesta que no dejaba rastro de sus víctimas. El único a salvo de sus venenos. Yo no estoy loco… yo no estoy loco… no estoy loco… Estuve caminando por casi media hora impulsado por el miedo a dos mundos que parecían ser fantasmas a mi acecho. No podía precisar qué era verdad y qué era mentira en aquella amalgama de recuerdos. Todo en aquel instante parecía ser una pesadilla en extremo real, y temía, que fuera como un estigma, que persiste más allá de lo ilusorio. Respiré profundamente cuando miré a lo lejos mi destino y avancé aún sosteniendo el paraguas que me protegía de la lluvia. Me detuve frente a la oscura reja, llamé pero nadie respondió así que la empujé y entré. La colina era tan empinada como recordaba pero era mucho más difícil subirla a pie, el cielo seguía embravecido y la lluvia me mojaba el rostro cuando dejé caer el paraguas ante la visión que se había plantado ante mí, caí de rodillas sobre el camino de piedras que serpenteaba la falda de la colina. No podía creerlo. Villa Luzbel yacía en ruinas. No era siquiera la sombra de lo que recordaba. Sus pilares y sus balcones estaban invadidos de hiedras y suciedad, sus ventanas estaban rotas y el brillo que recordaba, había sido sustituido por un aura oscura y aterradora. La visión, era como mirar mi propia cordura: En ruinas. Yo no estoy loco… yo no estoy loco… no estoy loco… repetí nuevamente. Recogí mi paraguas y me dirigí hasta la puerta de roble de la entrada. Una vez allí toqué el enorme aldabón que era un ángel, el sonido metálico del llamador resonó en la oscuridad ruinosa que me envolvía pero nadie me respondió. ― ¡Don Elías! ¡Don Elías! ¡Es Miguel! ―grité. Me reí de mi mismo al notar que trataba de engañarme. Una capa de polvo húmedo tapizaba el suelo de mármol bajo mis pies, telarañas surcaban el espacio entre los pilares y el techo sobre mi cabeza y todo olía a suciedad. No quería imaginar cómo lucía la fantasmal Villa Luzbel por dentro. Mire alrededor para asimilar lo que estaba viviendo y advertí un chirrido atenuado por la tormenta, mi vista se dirigió al lugar de donde provenía y enfocó la abertura que se hacía cada vez más grande en la unión de los dos lados de la puerta de la mansión Granda. Me deslicé por el espacio y mi paraguas abierto me detuvo al no poder pasar por la brecha, lo cerré y entré en aquel mundo de oscuridad reinante. Lo primero que vi fue sombras furtivas que nacían con los relámpagos y morían con ellos. Los destellos entraban por las numerosas ventanas de la casa e iluminaban el enorme recibo al final del pasillo detrás de la puerta. Todo era exactamente como lo recordaba, pero realmente ¿Había entrado alguna vez en aquella mansión? ―Don Ángelo… ―llamé. Pero solo me respondió el silbido de una ráfaga de aire frío que no sabía de dónde venía exactamente. Caminé hasta donde recordaba era la puerta de biblioteca, el techo alto de la mansión se encendía y apagaba como una luciérnaga mostrándome el camino. Una vez en el pasillo frente a la puerta de la estantería de libros un destello extraño llamó mi atención, el marco de una puerta estaba alumbrado de amarillo, pero a diferencia de la luz parpadeante de los relámpagos, esta se mantenía fija. ― ¿Don Ángelo? ―volví a llamar. La respuesta fue dada esta vez por el estruendo provocado por algún animal asustado que salía de entre una pila de escombros apilados cerca de la puerta frente a mí. ― ¿Hay alguien aquí? ―pregunté y mi voz me devolvió la pregunta. Los relámpagos ya no iluminaban en aquel pasillo, el destello era mi guía, el resto era oscuridad. Al llegar al lugar, vi de donde provenía el destello. La chimenea mostraba llamas tan vivas como las de mi pesadilla y éstas alumbraban toda la sala que era el comedor, pero no había nada más en el lugar, ni copas, ni muebles, ni cuadros… nada. Solo fuego y ruinas. Me di vuelta y salí corriendo del lugar: ¡Yo no estoy loco!… ¡No estoy loco!… ¡no estoy loco!… Cuando me di cuenta. El mantra me había impulsado lejos de la casa del Conde Granda, estaba caminando por las calles de pueblo en busca de una pista, una señal de mi cordura perdida. Quería entregarme a la idea de mi locura y aceptar que todo había sido un mal momento. Que Don Ángelo no había existido nunca pero prefería que aquella pesadilla, en la que confesaba ser el demonio, fuera real antes del hecho de asumir que estaba loco, porque eso significaba perder a Lucía. Tal vez no por el hecho de que me abandonaría, sino porque estaba dispuesto a alejarme de ella por mi propia cuenta tan solo para protegerla. Al cruzar en la calle Socorro y enfilarme por la Avenida Bolívar miré a lo lejos una película de neblina que se esparcía por todas partes me abrigué abrazándome a mí mismo con uno de mis brazos y el que sostenía el paraguas lo mantuve muy cerca de mi cuerpo. Yo sabía que detrás de aquella niebla nocturna estaba el cementerio del pueblo y detrás de sus rejas, el único hombre con el que podría hablar sin miedos. Avancé las tres cuadras hasta el cementerio y entré por la reja principal que a pesar de estar cerrada no tenía ningún cerrojo, bastaba empujar las rejas negras para estar en el camino central que dividía en dos el sembradío de cruces. ¡Yo no estoy loco!… ¡No estoy loco!… ¡no estoy loco!… La niebla se esparcía por el suelo como si estuviera viva, escurriéndose entre las lápidas, las cruces y las tumbas. Caminé entre ellas sin demasiada prisa y con pasos precavidos. El cementerio era un lugar deprimente y aterrador como era de esperarse, pero en aquel momento, no sentía miedo. Solo avancé hasta donde recordaba había sepultado a mi padre en aquella tarde también lluviosa. La caminata me recordó todo lo sucedido y entonces un atisbo de cordura de asomó en mi perturbada cabeza. ―Desde la Muerte de tú padre… ―había dicho Lucía. Queriendo decir que desde ese día yo no estaba tan cuerdo como antes, pero Don Ángelo había aparecido antes de aquel suceso. Quizás porque estabas deprimido. Razoné. La depresión te llevó a la locura. Pero me resistía a creer aquello. En la tarde del entierro de mi padre, una lluvia torrencial se derramaba inesperadamente sobre el pueblo, la caravana que había salido de la iglesia luego de la misa no tenía muchas personas, pero recordaba que Don Ángelo estaba a mi lado detrás de la urna que cargaban algunos de los amigos más cercanos a mi padre. Él había pagado al taller de Don Carmelo, un escultor bastante hábil que residía en la Avenida Bolívar, para que esculpiera una figura que adornaría la tumba de mi padre, inclusive, había pagado por todos los gastos del funera , incluida una losa que rezaba: “En paz he vivido y así he muerto” l No pude haber imaginado todo aquello. Cuando me detuve frente a la tumba de mi padre pude ver de frente a mi cordura. Tenía la forma de un ángel de piedra gris con las alas extendidas en la espalda, imponentes; el cabello largo y una túnica con pliegues perfectamente logrados custodiaba sus restos con los brazos extendidos hacía el cielo implorando por su aceptación en el cielo. Villa Luzbel se vino a mi mente en aquel momento y recordé la frase que había leído de uno de los libros del hombre que se había dicho el Satanás en mis sueños: “…Solo tres cosas son sagradas para el demonio: El fuego a donde fue desterrado; los templos, donde están aquellos que profesan la fe; y los campos santos, donde descansan los muertos, seres neutrales. Aunque sus emisarios se han infiltrado en los templos, no hay nada que puedan hacer con el fuego o con los muertos…”
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Francisco Perez
Angelica
te quedo espectacular como todosss!! espero el final entonces... es el proximo capitulo no?
Me encanta que mantienes el suspenso hasta el final!! fijate, ya va a terminar y todavia no se que es lo q esta pasando! pero me encanta tu historia mi amor... Miguel a mi parecer si esta loco! jajajaja TE AMO! sigue asi mi vida... FELICITACIONES!
luis jos
Francisco Perez
Francisco Perez
luis jos
Luis.