El Ciclo de las Almas (EPILOGO)
Publicado en Aug 01, 2010
ME HE PROPUESTO ESCRIBIR MAS DE UN FINAL PARA ESTA HISTORIA... HE AQUI EL SEGUNDO...
Epílogo: Aquella mujer se veía más triste que nunca mientras bajaba del coche y cruzaba la calle para entrar en el enorme edificio blanco que se levantaba al otro lado. Una pequeña llovizna iba a parar en su paraguas y la falda le ondeaba mientras, con paso veloz, subía la escalera frontal del que daba al recibo de la blanca construcción. En la puerta una mujer anciana y vestida de blanco la estaba esperando con una expresión lastimera. Sin mediar más que un saludo desganado la mujer de blanco pidió a la joven recién llegada que la siguiera entre los pasillos albos y brillantes del lugar. Había puertas a cada lado y se escuchaban gritos desde los pisos superiores. Pasaron tres pares de las puertas que flanqueaban el pasillo y subieron una escalera en donde el camino estaba bloqueado por una reja blanca. La mujer anciana pidió a un fornido celador, también vestido de blanco, que la abriera y ambas franquearon a un pasillo igual que el inferior. Esta vez fueron directo a la primera puerta, al abrirla accedieron a un salón silencioso iluminado por el sol desganado que entraba por los ventanales con barrotes. No había más que un par ancianos jugando cartas en una mesa, un hombre joven hablando con una ventana y otro más estaba sentado en una mesa, con un cuaderno escribiendo copiosamente. Todos estaban vestidos de blanco. ―Tiene cinco minutos señorita De Ramos ―dijo la anciana y se quedo junto a la puerta. La joven se acercó al hombre de la mesa y su presencia no pareció inmutarlo. Seguía escribiendo como si de una carrera se tratase y solo miraba su cuaderno. ―Hola Miguel ―dijo la mujer y entonces el lápiz dejó de moverse sobre el papel. Él la miró. Los ojos vacios y fríos. ― ¿Te has casado con él? ―preguntó. ―No vine para hablar de eso… ―Felicidades ―la cortó él mirando de nuevo su cuaderno. Había sonreído ligeramente. A la mujer le pareció por un segundo que el lúcido Miguel de antes había vuelto. ―Gracias. ¿Puedo saber qué es lo escribes? ―ella se sentó en una silla contigua. ―Ni yo mismo lo sé ―respondió él tajante. ―Déjame ver ―ella echó un vistazo al cuaderno, pero solo había una caligrafía indescifrable que no seguía ninguna línea o norma que pareciera coherente. ― ¿Por qué no intentas usar tu otra mano? ―preguntó ella. La mano que usaba aquel hombre para escribir estaba quemada y la llevaba vendada. ―Soy diestro, Lucia. Lo sabes bien. ―Pero tu mano está herida, Miguel. No puedes usarla para escribir. ―No comprendo. Mi mano no tiene nada. Ella sonrió tristemente. ―Conozco esa sonrisa. Crees que estoy loco ―notó él. ―No, Miguel. No lo estás, solo estás cansado ―mintió ella. ―No estoy cansado. Solo quiero salir de aquí. Te salvo la vida y ¿Es así como me pagas? ―preguntó él―. ¿Diciéndome loco, encerrándome como a un animal y casándote con otro hombre? ―Miguel casi muero por la herida que me causaste en el cuello aquella noche. ―Esa herida es el bautizo que te salvo la vida. No lo entiendes, el Galeno nos salvó. Pero ahora se ha ido. A veces lo escucho, se niega a ayudarme. Solo se burla de mí, de mi desgracia ―él miró hacía la ventana. Las sombras de los barrotes dibujándose en su rostro. ― ¿Sigues viendo a ese hombre? ¿Al Galeno? ―Ya no tengo que verlo. He cumplido con mi parte del trato, pero tú aún no lo has hecho Lucía. Debes entregarle un alma. Como yo le di la mía por ti ―los ojos de Miguel se habían hecho acuosos y desesperados cuando encaró de nuevo a su amada. Lucía sintió ganas de llorar a la vez que una mano le tocaba el hombro. Era la enfermera que la había acompañado hasta ese lugar. ―Es hora de irse señorita. ―Dios te bendiga, Miguel. Hasta luego ―Ella le besó la mejilla y salió. Miguel sintió el beso como lo único bueno que le sucedía en muchas noches de aquel encierro. Miguel se había propuesto alcanzar un lugar entre los escritores luego de la muerte de su padre, había logrado convencer al viejo librero padre de Lucía para que lo ayudara, pasó noches y noches de insomnio sumido en la lectura y la escritura. Creando personajes, circunstancias y lugares. El Galeno había sido uno de ellos, el más fuerte de sus personajes, era en resumen, todo lo que él no era. Usó a varias de las gentes del pueblo para crear algunos otros caracteres, que, fueron taladrándole el cerebro enfermo hasta que lo envolvieron en un mundo traicionero. Las jaquecas llegaron primero, luego fueron luces, olores, sabores y cualquier cantidad de sensaciones. Miguel no se dio cuenta cuando comenzaron las visiones y aún no se daba cuenta, a pesar de la mano chamuscada, de que El Galeno y él, eran la misma persona, ni siquiera reconocía la tumba de su padre puesto que siempre repetía el epitafio, que según él, estaba escrito en ella. La frase, inexistente en la modesta losa del viejo, pero grabada en la del Conde Granda rezaba: “Cuidad vuestra alma en vida; es todo cuanto os queda en esta hora”. Francisco Pérez.
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