La ltima guitarra (Relato)
Publicado en Aug 03, 2010
Mientras el abuelo retoca con barniz la madera del armazón de la última de sus afamadas guitarras, ella permanece silenciosa, sentada en la banqueta, a la puerta del taller de los Tiradores Altos, dando punteadas a la tela blanca donde pespuntea dibujos de verdes hojas de acanto adornando los ribetes de rojos claveles. La abuela Rufina no sabe leer ni escribir, pero entiende a la perfección el lenguaje de los colores y las cosas y por eso, mientras escucha por lo bajito, muy por lo bajito, la radionovela de turno, musita en su interior las canciones que en su juventud él, Bonifacio, le dedicaba en sus nocturnas serenatas, acompañado de su guitarrón, a la puerta del molino, junto al cuerpo de piedra de la fuente de los dos caños, vigilados por el Benito que los observa con el comezón de los envidiosos celos recomiéndole el corazón.
Eran tiempos del blanco y negro, cuando de moza guiaba a la mula por entre los riscos hasta llevarla al pequeño valle de la rinconada donde le esperaba su padre Matías; siempre perseguida por un rosario de mariposas azules y amarillas (cielo y sol de su amorío) que volaban de amapola en amapola formando zigzag con los rubios trigales en sazón. Ella lo sigue ahora recordando. Lo sigue recordando contemplándolas en el interior de sus memorias, pero en silencio... muy en silencio... para no distraer a Bonifacio que aún permanece dentro del taller rasgando ahora las cuerdas de su última guitarra, desde la prima al bordón, ausente de todo lo que hay alrededor de su materia. Ella dialoga con las cenefas rojas de los rojos claveles mientras observa, de vez en cuando, un poco temerosa, los ladrillos bermejos de la casa de enfrente, allí donde los oscuros ojos del Benito la siguen todavía acechando después de tantísimos años de derrota inaceptada. Y dialoga lentamente con la gris acera pedregosa donde un gato pardo dormita en la impenetrable siesta de los centenarios siglos. Ella recuerda también el olivar donde, recogiendo aceitunas hasta llenar a rebosar las tinajas del invierno, recibió el primer beso de amor. Fue tras la fiesta de San Juan, en las mismas fechas en que la Cuca se había quedado embarazada de su primer hijo... y Rufina levanta la vista hacia la golondrina que atraviesa el espacio y se sostiene, pausada y reposadamente, en el hueco del alero de la Casa de Dios. ¿Cómo se llama la iglesia?. Ya. Ya lo recuerda. La iglesia del Perpetuo Socorro... donde se negaron a casarla con el abuelo... Y al caer la tarde, cuando ya se adormecen las gallinas del corral y la primera luna de la noche sonríe al gavilán de la trastienda del Carecenilla, el chamarilero que regresa de hacer negocios con los objetos usados, la abuela Rufina recoge en un ovillo la tela blanca de los rojos claveles y las verdes hojas de acanto y lanza su indolora mirada a las agujas del reloj de la Torre de Mangana, la que se destaca al fondo, a la misma altura que la Plaza Mayor y la Gran Vía (por donde los carreteros pasan con el eterno tintineo de las campanillas de los jaeces de sus caballerías) y sigue recordando serenatas nocturnas a las orillas del Huécar, allí... bajo el mismísimo puente donde él la besaba, junto a los remolinos de agua que anidaban cangrejos y lampreas bajo la luna... siempre observados por los ansiosos ojos del despechado Benito. Observa el reloj de la Torre de Mangana que comienza a desgranar las nueve campanadas de la noche, recoge su costura y se adentra en el zaguán del caserío a preparar la cena, mientras el abuelo Bonifacio repite, una vez más, su repertorio de coplas serranas con que la conquistó el corazón mientras el celoso Benito urdía la fechoría de denunciarle al obispo por ser el rojo republicano de la aldea. Pero la última guitarra del abuelo aún sigue rasgando sus cuerdas desde la prima al bordón.
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