EL OCASO DEL CAZADOR
Publicado en Jan 26, 2009
El olor de la sangre se esparce sobre los campos como el aura rojiza que entinta esta hora postrera. Las sombras crecen y el agónico estertor del último pecho atravesado se paraliza bajo el sepulcral silencio engendrador de una larga noche. Todos fueron destruidos. Engendros malditos, habitantes de las sombras, bebedores de sangre, espectros inmortales. Vampiros. Sus formas torcidas parecen regadas sobre la tierra palpitante aún por el fragor de la lucha. Hasta donde alcanza la vista, hacia el oriente, cuerpos sobre cuerpos se difuminan mientras las sombras avanzan. Sólo yo he sobrevivido a la descomunal batalla. Sólo yo me elevo sobre la terrible fosa de este campo. Miro mis manos pesadas de sangre y la estaca resbala, como si reconociera el tiempo de la renuncia y el regreso.
Entonces parto. Arrastro los pies entre los despojos y me voy hundiendo en la noche, hacia el final del día. Un viento helado sopla suavemente contra mi cuerpo, acaricia los brazos desnudos y diseca la sangre untada a la piel. Sed. Sólo sed. La brasa quemante que se agolpa en la garganta y abre estrías de sequedad dolorosa. La fiebre galopante que martilla las sienes y enciende los ojos y la mirada en esta hora de lobredad y quietud. La noche, el negro páramo donde las formas implosionan irremediablemente y se diluyen, y que ya aletea descomunalmente sobre el horizonte trizado, a punto de perderse para siempre. ¿Para siempre? ¿Será para siempre esta sed, esta sequedad de labios desgarrados? ¿Su amarga avidez ha de extenderse hasta el instante fatal en que estas piernas agarrotadas de dolor y cansancio se desplomen sobre alguna duna solitaria? ¿Hasta que el peso de estos brazos que cuelgan hacia la tierra como en un llamado se tronchen contra su superficie entibiada por la sangre? ¿Será para siempre la avidez de esta lengua que de pronto busca en el leve aroma a muerte que tiñe la distancia, una breve tersura de tejidos carnosos, sutil reminiscencia de jugos frutales o humeantes caldos en noches invernales? Engendros malditos, habitantes de las sombras, bebedores de sangre... Bocas hambrientas abriéndose sobre la carroña o la vena vibrante de vida y roja calidez. ¿Quién se apiadará de sus almas retorcidas a la hora del convite y del festín monstruoso? La sed. Ah, la sed, la sed infinita, inacabada, jamás enjugada y devastadora. La sed que se abre paso a través de los más nobles designios de valor y claridad en el febril fragor de la noche, después de la lucha y la derrota. ¿Quién se apiadará de sus almas, de mi alma? ¿Quién se apiadará?
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