Mi Escuela Manuel Rodríguez del cerro Polanco
Publicado en Aug 15, 2010
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Por la cuadra de Basterrica
Mi Escuela Manuel Rodríguez del cerro Polanco
 
Vuelvo, cincuenta años después, a presentar mi poesía a la escuela Manuel Rodríguez del cerro Polanco, donde un profesor normalista, Sergio Escobar, guió su primer Taller Literario Infantil, publicando en 1960 la Antología Ventanario, Cristal y Luz del Niño.
Eran los años cincuenta, gobernaba Chile Don Gabriel González Videla, el político radical que había dictado la Ley Maldita en contra de los comunistas. Después vendría Ibáñez del Campo, en su segundo mandato, y el 58 saldría elegido Jorge Alessandri Rodríguez, el paleta.

La calle en que viví de niño se llamaba Basterrica y estaba entre Fuentecilla y Simpson, a una cuadra de la Escuela 77, Manuel Rodríguez. En una esquina estaba el Retén Polanco, con caballerizas sobre Fuentecilla y de la otra esquina, el almacén 16 de Agosto. Doblando la manzana estaban la Zapatería de Miño y el puesto de Doña Ema, que vendía cloro y jabón gringo, con un hijo llamado Gilberto que se hizo empresario de las micros Barón. En la siguiente esquina por Simpson estaba el almacén de Don René, en un clásico emporio oloroso a canela y otras especias. Al medio de la manzana se ubicaba el cité con un patio grande en torno al cual se alineaban las piezas. Un chofer de los trolebuses, entonces Empresa de Transportes Colectivos del Estado que se había inaugurado el 1 de enero de 1953, el Señor Zurita, que tenía como 10 hijos, arrendaba casi todo el cité. La dueña de todo el barrio era doña Benita Solari y su hermano Colombo. Ellos vivían en la mansión ubicada detrás de la entrada al ascensor Polanco. Cada mes yo acompañaba a mi madre a pagar el arriendo y admiraba la casa enorme, que siempre permanecía con los muebles cubiertos por paños blancos, como una casa sin alma.

Un poco más arriba, por calle Simpson, vivía don Enrique Duarte, Director de Escuela y casado con mi tía Marta Villarroel, hermana de mi abuela paterna, que tenía dos hijos, el Polito y el Carlín, todos ellos fundadores de la Junta de Vecinos del Cerro Polanco.

Recuerdo a mis vecinos y muchas historias de barrio. Hubo algunas trágicas que entraron a formar parte de las leyendas del cerro.

Mi casa ocupaba casi toda la cuadra de Basterrica y se ingresaba a ella por el número 16, por una escala coincidentemente de dieciséis peldaños, que llevaba a un largo corredor que tenía las piezas hacia el lado de la calle y glorietas con vidrios hacia el patio interior, donde habían dos casas, la de Doña Marina y la de la Sra. Adela. Era la nuestra una amplia casa y en el corredor había muchas plantas, la cocina, un par de lavaderos con artezas y el baño. Tenía también la pieza del carbón donde se almacenaban los sacos de carbón y también sacos de papas. Al fondo, colindando con el retén estaban las piezas de comedor y el dormitorio de mi abuela Laura, donde me acomodaron cuando nació mi hermana y tuve que dejarle a ella la cuna de bronce en la pieza de mis padres.

Desde niño dominaba mi espacio y la casona grande estaba llena de primas que venían a estudiar de Petorca al Liceo 1 de Niñas, llamaban a los espíritus y se lavaban sus largas cabelleras con quillay y shampoo Sinalca. Por las tardes, las mujeres a tejer y a uno lo tenían de enhebrador de agujas o con los brazos extendidos como desenrollador de madejas de lana, mientras las historias saltaban, iban y venían los comentarios sobre el barrio, la política, todo lo cual yo absorbía como esponja, grabándolos a fuego de brasero en mis fantasías infantiles.

Mientras mi hermana jugaba a la payaya con una bolita de cristal y un conjunto de piedras pequeñitas, sobre la toilette de mármol en la pieza de la abuela, yo permanecía en medio de las mujeres escuchándolas en silencio, como en un radioteatro del que era auditor privilegiado y casi exclusivo.

En otra ala del segundo piso, en la misma cuadra, arrendaba dos piezas independientes la Señora Jovita, que tenía dos hijas, la Patty chica y Laura. Bajo nuestra casa vivía la Señora Marina que vivía en la casa de planta baja tenía dos hijos. Hernán, un muchacho grandote, adolescente, y Patricia, de mi edad. También estaba la casa de la Señora Adela, que vivía con su marido, su hija Chelita, su nieta Rosita, y su papá, un abuelito encorvado que liaba sus cigarrillos a mano, sentado a la puerta de su casa.

En la esquina, frente al 16 de Agosto, estaba la Carnicería del Chino, que vivía en una hermosa casa del Paseo Taiba y tenía un hijo de mi edad. En la vereda de enfrente estaba el puesto de pan de la Señora Hortensia, las casas de mi profesora Sara, y la de la Sra. Emilia, una mujer de pelo cano y colorada, con pinta de alemana, que tenía dos hijos varones, uno de los cuales estaba casado con Victoria a quien llamábamos Toya. Frente al retén vivían la Pocha y Miguel, compañeros de curso en la Escuela 77, Manuel Rodríguez

Un día supimos que el hijo mayor de la Señora Marina se había suicidado, nunca se aclaró el porqué y después de la tragedia ellos se cambiaron..

Cuando llegué al segundo año de preparatorias, mi compañera de banco fue Rosa Escalante, Pochita, que me juraba que se casaría conmigo si yo le hacia las tareas, pero después de hacérselas se reía y yo la perseguía y le tiraba la trenza, siendo reprimido por la profesora Señora Sara con literales tirones de orejas, hasta que decidió terminar con el idilio, cambiándome de puesto.

En una ocasión, con Patricio Herrera en tercer año de preparatorias, ambos con 7 años, nos peleamos en el recreo y el resultado de la lucha fue que los botones de nuestros suspensores saltaron y la señora Sara nos puso delante de todo el curso a colocar esos botones. Yo enhebré la aguja pero el Pato era muy torpe para pegar un botón y estábamos en ese castigo cuando llego la mamá de Patricio, Doña Elsa Guerrero a salvarnos, pues ella pasaba por la escuela y de pura casualidad nos libró del castigo en medio de las risas de todo el curso.

También hubo tragedias en ese pequeño escenario de infancia, hechos que empañaron la alegría del barrio.

En la calle Basterrica jugábamos con pelotas de trapo unas pichangas sensacionales, allí anduve en triciclos y monopatines que me hacía mi papi, sólidos en un fierro pesado que imponía respeto. Allí saltábamos con un enorme cordel hombres y mujeres, jugábamos al trompo y en los dieciochos corríamos carreras de ensacados. La Junta de Vecinos funcionaba en el Comité, una sede social a la vuelta del Retén, justo donde empezaba el Paseo Taiba. Allí se podía bajar a una quebrada, donde se había hecho una pequeño explayo que llamábamos cancha de los pacos. En esa cancha se instalaban los circos pobres que iban por los cerros llenándonos de fantasías. En ese Paseo Taiba que llevaba a la Plaza Santa Margarita en Larraín, el cerro vecino, se hacía la fiesta de la chaya, en la que nos disfrazábamos de piratas pintando las caras con corcho quemado y usando pañoletas rojas y parches en el ojo.

En la plaza Santa Margarita celebrábamos la semana del niño y nos hacían plantar arbolitos, que hoy deben ser adultos mayores, y recitar en el podium con micrófono, cuestión que te llenaba de adrenalina.

Una historia trágica ocurrió en la calle Basterrica, cuando un camión atropelló a un niño que quiso colgarse, pero resbaló. Ocurrió casi en la puerta del Retén y todos lloraban el hecho. Desde entonces las mamás nos restringieron los juegos y el Cachorro, un paco malo con corazón bueno, nos corría de la calle y se quedaba con las pelotas de trapo, para mantener despejada la vía que empezaba a tener el paso rutinario de los microbuses.

El dueño del almacén 16 de Agosto era un vecino de nombre Fernando, un tipo pintoso, de ojos claros y bigote castaño. Se casó con una de las mujeres quinceañeras más lindas de los carnavales de primavera, la hija del dueño del Yate, el negocio que estaba en la plaza. Gran alegría hubo en el barrio y la divisamos vestida de blanco, radiante del brazo de su marido Fernando. Pero, el hombre era violento y un lunático que comenzó a maltratar a su bella mujer, el barrio entero lo supo y fue el comidillo de todos. Hasta que un día, ella, aburrida lo dejó y se fue a vivir con un chofer de microbús, cuando recién comenzaban los recorridos al cerro, desde el Pasaje Quillota hasta la calle Basterrica. Fernando cerró el Almacén y nunca más se le vio por el cerro.

Este episodio fue en la misma época en que en el cerro Molino se realizaba el casamiento de homosexuales y el diario El Clarín colocaba con error un titular que estigmatizó al cerro para siempre “Casamiento de locas en el Cerro Polanco”, en circunstancias que la boda gay, como se la habría llamado ahora, se había realizado en el cerro El Molino, vecino a Polanco, hacia la quebrada Santos Ossa, que comunicaba con el cerro O`Higgins.

En mi calle Basterrica la Señora Adela sufrió también la pérdida de su hija Chelita en una trágica situación. Ella era una mujer de unos 37 años, que cantaba tangos mientras restregaba ropa en la arteza y yo la miraba desde mi balcón. Tenía una voz hermosa, siempre se la veía enfundada en unas polleras largas, ropa oscura, calzando su destino de solterona que había perdido el tren del amor. Pero, en ese actuar discreto que imponía la hipocresía de época, Chelita supo mantener un fogoso romance con un carabinero, que trabajaba en el retén contiguo. Al parecer por un embarazo que había llegado demasiado tarde, Chelita murió. El dolor fue tan intenso que esa familia fue muriendo en breve tiempo, Partió primero la Sra. Adela, luego su marido, que al enviudar se había casado con una señora que tenía dos hijas. Al final, la familia partió a Santiago y Rosita, mi dulce enamorada de infancia, con quien jugábamos a las visitas, al doctor y otras perversiones infantiles, se tuvo que ir a Santiago y yo con mis ocho años entendí del amor imposible por primera vez.

Así fueron desmoronándose los actores de ese escenario de infancia, con imágenes de alegrías y con los dolores sumergidos como cualquier barrio chileno.

Otro hito trágico ocurrió en los sesenta, después del terremoto de 1965. Nosotros ya nos habíamos mudado de Basterrica y vivíamos más arriba, en Fuentecilla. El terremoto dejó inhabitable el edificio y muy pocos se quedaron en la manzana, donde la final se construyó el condominio Población Paicaví.

Como todos los miércoles y sábados, doña Victoria, nuera de la Señora Emilia, había ido a la feria de Avenida Argentina y subía por el Ascensor Polanco con sus bolsones cargados de frutas y verduras. Ese ascensor, para quienes no lo conozcan, tiene en su parte baja un túnel de unos 100 metros que penetra tal cual una mina en el corazón del cerro, donde se observan vertientes que fluyen y se canalizan desde la roca viva hacia los costados del largo túnel. En sus orígenes había dos carros que funcionaban y llevaban a la torre, pero a partir del terremoto de 1965 sólo se dejó un carro y la gente hacía fila en el túnel para subir hasta la torre. Desde el mirador al cerro, un puente. Cuando Doña Toya lo cruzaba con sus dos bolsones que nunca soltó, el puente se desmoronó y ella murió trágicamente al caer desde una altura de 30 metros al vacío. Ese puente tuvo siempre el sino trágico de los suicidas que lo utilizaban para su partida.

Años después, en los años ochenta, compré para mi familia una casa en el sitio exacto donde había vivido de infancia. Allí se criaron mis hijos, pero eso es otra historia.

En una ocasión viniendo de la feria, un miércoles o un sábado, divisé en el túnel una mujer con dos bolsas en sus brazos. Apuré el paso para alcanzar el próximo ascensor y vi que la mujer llegaba a los pies del ascensor y la perdía de vista cuando doblaba al fondo, donde una banca de madera servía de lugar de espera. Mayúscula fue mi sorpresa al llegar a ese mismo sitio, sin encontrar a nadie, en circunstancias que aún el ascensor no bajaba. La mujer había desaparecido y me quedó la sensación de que era el espíritu de Doña Toya repitiendo su trayecto fatal.

Leyendas e historias en torno a la Junta de vecinos del cerro Polanco, un barrio que tuvo en esas familias miembros entusiastas que creían en las familias como espacio seguro para el crecimiento de sus hijos, en un Valparaíso donde los pitos de las fábricas cada amanecer llamaban al trabajo, las madres nos ponían nuestros buzos color crema y partíamos a la escuela, formados en el patio, con el pelo peinado con gomina hecha de membrillos o con jopo endurecido con limón. Los domingos eran con matinales en el teatro Metro, había catecismos en la Iglesia del Pilar, había partidas en la Laguna y al regreso de Barón estaba el convento de las Carmelitas con sus enormes muros y sobre la esquina la imagen de la virgen del Carmen, punto obligado de persignación y oración.

Fueron los cincuenta, con una realidad de barrio que al relatarla hoy adquiere una dimensión fantástica, con la vitalidad del ingenio con que se inventaban juegos con algarabía y picardía. Tenía tres o cuatro años cuando mi abuela me leía el Peneca y mi madre coleccionaba la revista Para Ti. En casa se acumulaban las revistas Life y O`Cruzeiro, en donde se podía leer noticias de la reciente segunda guerra mundial y la guerra de Corea.

Cuando me llevaron a kindergarten ya había aprendido a leer y por ello me saltaron directamente a segundo de preparatoria con la profesora Sra. Sara Pérez, que cojeaba y tenía el pelo con permanente, el sello adusto, pero un corazón generoso del porte de una casa, que imprimiría valores y buenas costumbres en sus alumnos, haciéndolos gente de bien. En mi curso había jóvenes de todas las edades. Recuerdo a mi amigo Luis Vergara, al que llamábamos Condorito, que tenía una gran habilidad para las caricaturas. También a los compañeros de curso como el Pato Herrera, Darío Mercado (Nieto de la Sra. Sara). Con el Pato y su hermano Gonzalo hemos compartido períodos intensos de nuestras vidas, en cambio, a mis viejos compañeros Barrientos, Piccardo, Yañez, Carreño, nunca más supe de ellos y eran parte de la Antología Ventanario, Cristal y Luz del Niño.

Dirigía entonces el equipo de profesores la Profesora Josefina Morfino y trabajaban las profesoras Olga y Alicia Herrera Pérez, hijas de Doña Sara. La profesora de Kinder era la Srta. Teresa, que usaba unos grandes lentes, detrás de los cuales había una linda mujer, de simpática sonrisa. Otros profesores fueron Luis Zaldaño y Sergio Escobar que llegó a la Escuela el año 59, realizando en dos años una gran labor, cuyos resultados marcaron mi vida para siempre.

Ahora, en un torbellino de recuerdos, invitado por la Junta de Vecinos del Cerro Polanco y su centro cultural, me preparo para reencontrarme con mi infancia, volviendo orgulloso a mi escuela pública Número 77, Manuel Rodríguez, a compartir mi poesía, cincuenta años después.

Valparaíso, sábado, 24 de abril de 2010
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Foto del autor Hernán Narbona Véliz
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Descripción

Un relato que escribí en oportunidad de ser invitado a dar un recital en mi escuela de cerro, Manuel Rodríguez, 50 años después de haber terminado la primaria.

Palabras Clave: Ventanario Poemario antología recital poesía crónica Valparaíso Cerro Polanco.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Personales



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