Ciudad en cenizas
Publicado en Aug 17, 2010
Eran las cinco cincuenta y cinco de la tarde. Prevalecía un ambiente enrarecido y asfixiante. Muy pronto al avanzar y cruzar algunas calles me percaté que a lo lejos las llamas consumían la cúpula de un alto edificio del diario El Reformador. Mi estómago dio un vuelco pero seguí adelante convencido de que pronto sería sofocado.
Como autómata en lugar de continuar mi acostumbrado camino, enfilé hacia el lugar del siniestro, movido por el seguro escenario espectacular de los bomberos y las cámaras televisivas. Pero conforme avancé y el edificio se me hacía menos distante, descubrí con sorpresa que un salón de fiestas que lo antecedía también era consumido por el fuego. Lo más increíble era que no se podía tratar de una extensión del incendio del periódico hacia el salón pues había de por medio un par de cuadras. Por mi mente atravesó la idea de algún atentado pero era poco probable pues mis oídos no habían registrado alguna explosión. Lo que sí comenzó a conformar mi paisaje sonoro fue el ininterrumpido ulular de las sirenas. Era un concierto estremecedor en varios planos pues a lo más remoto esos artefactos no paraban de sonar. A medida que avanzaba fui descubriendo un panorama nada reconfortante. Ahora más llamas lucían a lo lejos en puntos distantes. Mi visión ya no advertía la ubicación precisa de esos otros incendios pues una inmensa nube de humo me lo impedía. El característico olor y el consecuente ataque de asma me impidió avanzar más, aunque ya casi estaba al pie del salón donde una mujer ejecutiva a pesar de su desesperación y resistencia era convencida de abandonar la todavía incólume planta baja. Fue allí donde de golpe alcancé a recibir un chorro de agua disparado desde las alturas por los bomberos. Fue muy refrescante, advertí que no sólo llevaba en mi cuerpo el calor del incendio, sino que éste ya me acompañaba desde mi salida de la oficina. Era una tarde singularmente calurosa. Desde mi nueva posición donde volteara advertía incendios. Me estremecí al pensar en una conflagración y me preocupé por todos los habitantes de esos edificios y por mis parientes y amigos. Marqué en el celular a casa y no había señal. Intenté con otros números y el resultado fue el mismo. Las comunicaciones estaban interrumpidas. Por fin me sentí solo en medio del infierno. Comencé a retirarme y a reanudar mi camino original. Al internarme en la colonia de mi trabajo sentí un leve alivio al ver de pie la mayoría de las casas y construcciones,,, pero era eso, la mayoría, porque de manera dispersa uno que otro sitio también se tornaba presa de las llamas y ello inevitablemente se propagaría. De plano retorné hasta el pie de mi centro laboral para advertir de que se encontraba entero y así fue. Entonces reanudé mi camino di la espalda a los incendios mayores y torciendo el rumbo hacia el transporte colectivo. ¿Pero cuál? Había sido suspendido. Parte del caos, apenas sí constataba la presencia de otros individuos igual de azorados que yo. Estaba abstraído y el ir y venir de la gente desesperada no me sacaba de mi atolondramiento. Al pasar por una tienda de muebles me detuve ante un televisor que por supuesto reproducía el siniestro. Un prestigiado conductor de noticias aparecía como reportero en el lugar de los hechos y narraba los mismos, no le di importancia a la perorata salvo cuando se refirió a la probable explicación de los incendios: la temperatura había rebasado los cincuenta grados esa tarde, el cambio climático nos había alcanzado y dejado huella. Comenzó a anochecer. La distancia a mi hogar era enorme y el tránsito peatonal también estaba bloqueado. Sin transporte ni comunicación, abatido deambulé por horas y acaso descansé un par en la guarnición de un condominio con la compañía de otro individuo con el cual apenas crucé palabras de incredulidad y más bien muchas miradas de incertidumbre. El amanecer fue triste y sombrío. Por supuesto que había gente por doquier y en condiciones similares a la mía, pero yo no le prestaba atención, me sentía auténticamente en una ciudad desierta y abandonada. Las condiciones de incomunicación prevalecían. A pesar del sudor y apariencia, me dirigí a la oficina. A unos cuantos metros testifiqué que ella también se consumía. Quería convencerme que todo era una pesadilla pero era imposible despertar a otra realidad que no fuera la misma. Las horas progresaban y al mediodía el calor era ya muy pesado. Entonces sí tomé conciencia de la angustia de los demás a mi alrededor. La gente hacía planes para guarecerse del sol y huir de la concentración de edificios. Había en el ambiente un pánico por la proximidad de las horas más calurosas. Aún permanecían incipientes llamas y humo alrededor pero, ¿se encendían nuevas construcciones?, ¿eran tan endebles a un fenómeno así? Como hormigas íbamos de un lugar a otro sin dirección fija. No prestaba atención al traslado de los heridos más que a la hora de echar un nuevo vistazo a algún televisor. La espectacularidad de las pantallas contrastaba con el desolador panorama que me agobiaba y al extrañamiento de los míos que distantes estaban verdaderamente ausentes. Protección Civil habilitó una alarma que se atascó apenas rebasados los treinta y cinco grados. De pronto las patrullas por sus altavoces comenzaron a indicarnos que nos dirigiéramos al Bosque de Anáhuac, el pulmón de la ciudad, sólo allí encontraríamos el refugio esperado. Las filas de individuos que encaminábamos nuestros pasos hacia el bosque se convirtieron en verdaderas turbas al salir la gente de sus casas y trabajos. Como si estuviera predestinado, justo hacia las cuatro de la tarde comenzaron a gestarse nuevos y aparatosos incendios, ahora ya no distantes sino por las calles que transitábamos. A pesar de los gritos y empujones, seguía abstraído, ensimismado y como autómata dejándome llevar por la corriente humana hacia el bosque que por más extenso que fuera sería insuficiente para dar cabida a toda la población. Los incendios parecían perseguirnos, el calor era inclemente. La alarma que ya sonaba otra vez volvía a descomponerse al rebasar los 60 grados. Desesperados nos lanzamos a las infectas agua del lago donde las lanchas que otrora dieron esparcimiento a los paseantes, quedaron arrumbadas en un rincón. Poco nos importaba ahogarnos o contraer algún mal estomacal o en la piel, lo urgente era mitigar un calor jamás sentido y alejarnos de las brasas que consumían las construcciones que rodeaban al bosque y los primeros árboles del mismo. Abatidos ninguno supimos de las horas subsiguientes sino hasta un nuevo amanecer cuando nos descubrimos casi desnudos en medio del fango, el agua totalmente evaporada. Como los demás pero otra vez ignorándolos, me enderecé y caminé resbaladizamente hasta alcanzar el negro césped y tirarme entre otra multitud esquelética y deshidratada. Al sentir los rayos del sol, asustado me incorporé y entre la poca noción que tenía comencé a dirigirme al largo camino hacia el hogar esta vez despejado, entre autos, patrullas y cuerpos calcinados, entre ruinas y cenizas de casas y edificios. El humo me impedía ver más allá de mi entorno, pero conforme me alejé de la ciudad entre agotamiento y asma, ya a cierta altura, divisé la cordillera que la rodeaba; parecía una olla que dejaba escapar el vapor o un lugar inhóspito donde hubiera caído un meteorito. Para entonces el calor amenazaba con subir y yo no tenía otro bosque para protegerme ni próximo mi anhelado hogar. D.R. © Teófilo Huerta, 2009
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