Que los cumplas feliz
Publicado en Aug 17, 2010
Sobre aquella larga mesa de madera posaba el enorme pastel circular que Carmelita había preparado afanosamente. Sus manos le habían transfundido sangre de su corazón eternamente ligado a su bisabuelo. Sobre el pastel tumultuosamente agolpadas las 115 velitas pacientemente colocadas por los tataranietos.
Fermín estupefacto contempló la escena, mas su rostro no expresaba ni un dejo de felicidad, ésta ya se le había agotado años atrás. Sus ojos cataratosos aún divisaban, mecánicamente, sin la avidez con que en la infancia descubría su entorno: rostros, figuras, paisajes, sin la curiosidad con que armaba rompecabezas, escudriñaba canicas, delineaba contornos en una hoja de papel, carente de la sorpresa de reflejarse en otros ojos; tampoco con el morbo aprendido para deleitarse con unos labios femeninos, unos senos o unas caderas; menos con la pasión juvenil de capturar paseos, jardines, playas, fiestas, amores y de hacer registros nemotécnicos y fotográficos; ya no con la emoción para atestiguar el nacimiento de sus hijos y los juegos de sus descendientes, menos con la templanza adulta para observar el entorno y valorar la importancia de la vista, ni siquiera con la nostalgia de repasar viejas fotografías y examinar los rostros de sus descendientes. No, ya no, sus ojos opacos, casi estáticos, eran meras cámaras para enfocar el momento y punto y aparte. El entusiasmo de toda la parentela era patente, la atmósfera se llenaba de la gritería de los niños, la plática y risas de los demás, los aplausos, los gritos y por supuesto las desentonadas Mañanitas cantadas por todos. Y Fermín escuchó, sin la nitidez de antaño, sin separar los sonidos, como un escándalo de bulto; escuchó sin perturbarse, sin emocionarse, ni siquiera fastidiarse. No escuchó con la sorpresa que le causó el movimiento digestivo y los retumbantes latidos de su madre, ni con el susto de su propio llanto, las primeras voces ininteligibles; tampoco con la paz que le provocaban los arrullos, menos con el interés por captar los deletreos y las agradables diferencias entre vocales y consonantes; tampoco con el interés que le producía escuchar su nombre que le daba identidad; menos aún con la desenfrenada pasión por un disco a alto volumen, ni con la conmovedora y tersa disposición para captar muy cerquita del oído un "te amo", lejos también del interés por el romper de una ola, el silbido de un pájaro, el ququiriquí madrugador de un gallo, el mugido de una vaca, el tañido de una campana en un apacible poblado; ni siquiera con la excitación que le provocaba un jadeo, ni la ternura que le despertaba un incipiente llanto de bebé; tristemente tampoco por la paz que le inspiraba la recitación de un poema. No, ya no, sus oídos ubicados en sus cada vez más grandes orejas, casi sordos, eran meros radares para apenas distinguir y punto y aparte. Un aroma de antojitos y buena comida, de aire fresco y cordial privaba el ambiente. Y Fermín olió, sin la claridad de antes, dejando solamente penetrar por sus fosas nasales los olores que le rodeaban; olió sin inmutarse, sin despertársele el apetito. No olió con la avidez con que lo hizo para localizar la leche materna, ni con la curiosidad para descubrir el olor de un líquido, del corcho de una tapa, de su propia piel, tampoco con la agradable sensación producido por el aroma de una flor, una fruta, el ladrillo mojado, el pasto, la brisa del mar; menos por el apetito que le despertaba el vapor de una sopa o un guisado; no con la agradable sensación de oler el aroma de una mujer recién bañada o el artificial perfume, ni con el natural deseo de percibir otra piel y su sudor natural; menos con la perturbadora sensación de aspirar el íntimo humor de su amada; ya ni con la mera necesidad de aspirar para oxigenarse. No, ya no, su nariz le estorbaba y simplemente era un artefacto para respirar y punto y aparte. La fiesta era alegre, los niños jugaban con la tierra y con globos, las manos de los adultos movían platos y cubiertos de aquí para allá. Y Fermín recibió besos y abrazos al por mayor, sin la disposición de cumpleaños pasados , dejándose nada más querer; él tocó pieles y vestidos, platos y cubiertos, pero de manera autómata. No tocó como se aferró al seno de su madre, como le recorrió con las yemas de sus dedos el rostro, como aprisionó la nariz de su padre, como descubrió las texturas de sonajas y cobijas, tampoco como descubrió la redondez de las canicas y la finura de la tierra; menos con el jugueteo de su pene y la habilidad de lanzar un balón; ni siquiera con la atracción de sujetar un manubrio o volante; tampoco con el confort producido por la arena seca y mojada de la arena, o la belleza de rasgar la cuerda de una guitarra, ni con la timidez de un roce de labios; menos con la seguridad al manejar una pluma o teclear; tampoco con la ternura de una caricia o el apretón de un cuerpo desnudo y su acompasamiento; ni acaso con la firmeza de estrechar una mano. No, ya no, sus manos arrugadas y deformes ya no tocaban igual, eran meras pinzas para sujetar lo inmediato y punto y aparte. Los comensales degustaron cada platillo hasta saciarse, saborearon el pastel de Carmelita detenidamente y le ayudaron a Fermín a comer un trozo. Y Fermín recibió los bocados, sin el antojo de los ayeres, solamente deglutiendo. No degustó como saboreó su primera leche materna, su dedo, su chupón o su primer biberón, tampoco como paladeó sus papillas, un dulce, el agua de horchata, la carne molida, el pollo, las habas y verdolagas; ni siquiera como sintió el sabor de una cerveza o un licor; menos como inflamó su corazón con la lengua y la saliva de una mujer; ya ni siquiera con el remanso de pasar agua. No, ya no, su boca frágil y reseca albergaba una tosca y rasposa lengua y muchos dientes postizos nulamente sensibles; era un mero recipiente para introducir el subsistente alimento y punto y aparte. En el convivio se formaron grupos donde la palabra igual servía para jugar o burlarse, que para discurrir sobre cuanto tema viniese a la cabeza. Y Fermín recibía las palabras, pero a lo mucho asentía con la cabeza sin involucrarse en un diálogo. No habló como emitió un agudo llanto al llegar al mundo, tampoco como sonidos guturales inundaron de felicidad a sus padres y hermanas; menos aún como copió sus primeras palabras e inventó las propias, ni siquiera como cuando orgulloso deletreó o cuando recitó en la ceremonia escolar; tampoco como cuando se hizo presente en las charlas informales de amigos y familiares; menos cuando nerviosamente se declaró por primera vez o cuando formalmente hizo patente su amor por la mujer de su vida; para nada como cuando contó un chiste, una anécdota o eruditamente dio una clase o un discurso, al menos una opinión; en lo absoluto como cuando entusiasta lanzaba piropos o desafinado cantaba; no habló como cuando se enojaba, entristecía, o apasionaba. No, ya no, la palabra ya no se le daba, sus pensamientos se aglutinaban y ya no afloraban; sus pocas palabras eran meros recursos para expresar necesidades inmediatas y punto y final. D.R. © Teófilo Huerta, 2007
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|