El suicida, Enrique Anderson Imbert
Publicado en Aug 26, 2010
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno. ¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos. Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien. Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su licitud como el agua después que le pescan el pez. Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando. Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
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Anna Feuerberg
Un abrazo
norma aristeguy
Está buenísimo tu relato Anna. ¡Terrible! ¡Qué castigo! Su propia violencia, su agresión, hacia afuera, y hacia los seres queridos! A lo mejor me equivoco, lo veo como las consecuencias hechas del dolor que dejaría su suicidio.
Un beso amiga.
Gustavo Adolfo Vaca Narvaja
Felicitaciones
Anna Feuerberg