Telenovelas
Publicado en Sep 25, 2010
Antes de las telenovelas, el mundo estaba poblado por seres humanos. Estos seres humanos reían ante algo gracioso, lloraban cuando convenía a las circunstancias, leían en sus ratos libres y hasta pensaban cuando las cosas se ponían difíciles y había que tomar decisiones.
Un día, sin embargo, un sujeto llamado Emilio Azcárraga, estando en el monte Sinaí tomando fotos durante un tour repleto de japoneses, vio unas zarzas que ardían y oyó la voz de un ángel que le decía: –Tú cambiarás al mundo para que el mundo no tenga que cambiar. Tú harás telenovelas. El señor Azcárraga, que era el CEO de Televisa –o sea el Cable Mágico de la mafia asesina del PRI– regresó al D.F. y se puso manos a la obra. La primera telenovela fabricada fue el noticiero de su cadena, el mismo que sería el modelo universal para la lobotomización indolora del respetable. Dirigido por el profeta Jacobo Zabludovsky, el noticiero de los Azcárraga era una maravilla: corregía lo sucedido, inventaba inauguraciones cuando éstas no se producían, rebobinaba lo mal hecho, enderezaba los discursos del presidente, aseguraba que el PRI era un partido político y juraba por los santos evangelios que Salinas de Gortari, por ejemplo, no había nacido en Dakota del Norte, como había sucedido, sino en Oaxaca, que Salinas jamás conoció sino por los informes de la policía después de una masacre. A los tres meses de ver todas las noches a Zabludovsky los mexicanos empezaron a babear, a decir que Texas siempre había sido anglo, y a rezarle a la estatua ecuestre de Porfirio Díaz. ¡La profecía se había cumplido! Pero la profecía no se había cumplido completamente. Faltaban, claro, las telenovelas de a de veras. El 9 de junio de 1958 Televisa secretó su primera obra de arte: “Senda prohibida”, que había sido radioteatro. Tenía todo lo que tendrían las telenovelas: un bastardo escondido, una malvada que era mala hasta cuando hacía pis, una niñita ingenua que terminaba en una cama de oro y un millonario que ponía la niña, la pinta y la cama. ¡La profecía seguía cumpliéndose! Entonces vino “Muchacha italiana viene a casarse”, con Angélica María y Ricardo Blume, donde Giovanni Francesco, el millonario infaltable, termina casándose con la intrusa Valeria Donatti y todos felices comiendo perdices. Claro, en medio, ocurren cosas como terremotos de grado doce, asesinatos con clips, amores incumplidos, sueños deshechos y lluvias baratas de manguera de jardín. Fue la primera telenovela que Televisa estiró para que el negocio fuese más rentable, de modo que en los capítulos finales todo –excepto la estupidez– parecía transcurrir en cámara lenta. A estas alturas de la marcha hacia el terral prometido, los mexicanos ya estaban convencidos de que sólo de rodillas se hacía la historia, sólo durmiendo se hacía patria y sólo viendo al Chavo del 8 se podía ser feliz. ¡La profecía! Pero faltaban argumentos más bizarros, así que un día a los sucesores de Azcárraga, que también eran Azcárraga, se les ocurrió calmar a ciertos descontentos que habían sobrevivido a las hordas urbanas del PRI con un título que no podía fallar: “Los ricos también lloran”. ¿Ven qué ingeniosos? No es que sólo los pobres, o sea casi todos, lloraban. Es que los tipos como Azcárraga y como Slim también tenían glándulas de llanto. “Los ricos también lloran” fue un éxito tan loco que los guionistas de Televisa, que cobraban diez pesos por página, recibieron la feliz noticia de que el público quería más y había que darle más. Y por supuesto que le dieron más: Verónica Castro, que ya estaba a punto de ser feliz después de tres años de transmisión, tuvo que volverse loca, dejar tirado a su hijo en un parque (sólo para reencontrarse con él quince años después). Aquí, desde luego, no sólo había un millonario: eran falanges de ricos las que desfilaban y todos ellos tenían mostachos tembleques, cigarreras de oro bamba y ese tono de dobladores de John Wayne que siempre cae tan bien. –Pero falta una puta –dijo un Azcárraga que todavía hablaba–. –Sí, falta una puta –dijo el equipo de guionistas al unísono. Así que inventaron a La Colorina, que, como todo invento de Televisa and Bryce Corporation, era un plagio sacado de la televisión chilena. Lucía Méndez hizo de cabaretera aguardientosa que se casa con un millonario y después, de purita maldad, lo chantajea y le vende su hijo. (Como la historia daba para más, años después Televisa reciclaría a “La güera Salomé”, que era Colorina modelo 2001). Para entonces ya el PRI mataba a sus propios candidatos (Luis Donaldo Colosio, que se quiso salir del libreto de los Azcárraga) y no se sabía dónde mirar: si a la pantalla o a la calle porque ambas terminaron siendo iguales. Sólo que en la calle te mataban de verdad y en los estudios de Televisa te mataban con balas de salva. Pero el resultado era el mismo: muerte cerebral. Se ha muerto un señor llamado Ernesto Alonso y han saltado unos a celebrarlo y a decir que las telenovelas han cumplido un rol positivo en estos páramos. Bueno, permítaseme discrepar. Desde que ese Félix B. Caignet vomitó a Albertico Limonta y a sus dos madres –una blanca y otra negra, como en las damas–, las telenovelas han hecho una incuantificable contribución al proceso de convertir a grandes porciones de la población (de todas las clases) en seres que reniegan del homo sapiens, piensan dos veces al año (cuando compran regalos), creen que George W. Bush es iraquí y por eso anda en Bagdad como en su casa y están convencidos de que Alberto Fujimori ignoraba qué hacía su fiel y seguro servidor Vladimiro Montesinos. La telenovela es –no como género sino como experiencia concreta– otro modo de deshumanizar a la gente.
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