Terremoto
Publicado en Sep 25, 2010
Cuando tiembla la tierra somos nadie, más ínfimos que nunca, más anecdóticos que siempre. ¿Valía la pena tanta vaina si en cualquier momento podemos morir de cornisa? ¿Y esa batalla, que parecía magna, no es mezquina a la luz de esta reventazón subterránea que nos pone a tiro del miedo? Como si la tierra nos dijera, pero a gritos: recuerden lo que son, pobres diablos. Y hasta los que creemos en el agnosticismo nos preguntamos, con la boca a media caña, si no será que hay alguien que quiere castigar lo brutos que somos, lo imbéciles que somos, lo sanguinarios que somos, lo reincidentes y malévolos que nos gusta ser. Ondulan los asfaltos (no se incendian, como en el poema de Moro), los vidrios chillan y el retrato de mi abuelo Benjamín Pérez Treviño se cae de una mesa y la mujer hecha de tuercas que compré en Artco aparece en el suelo, como si alguien hubiese querido abusar de ella, y mi perra Molly Bloom vuelve a morir lanzándose en retrato desde una repisa de la cocina.
Fue un largo minuto y medio de meneo grandioso, de polvo colosal. Fueron muchísimos segundos de obscenidad entre placas que se frotaban y olones que lo festejaban, todo bajo el cielo de Chincha y a costa, como siempre, de los más pobres. Porque los terremotos casi sólo matan o arruinan a los pobres. La escala de Richter no mide la intensidad de un movimiento sino el carácter medio aristocrático de las tembladeras. ¿Siete punto cinco en la escala de Richter? –pregunta un jefe de redacción. Y de inmediato despacha sus equipos al Agustino, a Villa María del Triunfo, a Vitarte, donde reinan la quincha y los palos cruzados, el adobe con remiendo o la lata, el techo aligerado cuando hay plata, la madera de rebusque, la viga de demolición. Allí vibra la noticia, digamos. Los extremos se tocan. Donde hay concreto el terremoto es sólo espanto. Y donde hay estera no hay daño posible: esa pobre gente vive como después de un terremoto crónico, el terremoto de la miseria sin chorreo, el maremoto de las leches aguadas. Esas pobres gentes no tienen nada que se les pueda caer y podrían resistir un sismo de grado 10. Alguna ventaja tiene que dar el hecho de morir cada día en las fenomenales dunas de Lima. El terremoto de 1687 destruyó la pequeña Lima de aquel entonces. Pequeña es un decir: contaba ya con 67 iglesias y sus respectivos campanarios. Todo se vino abajo. El libro de Enrique Silgado y Alberto Giesecke cuenta que fue el virrey Melchor de Navarra y Rocafull, duque de La Palata, quien la reconstruyó. Pero en 1746, como si de maldición se tratara, otro enorme sismo, en combina con un maremoto, la trajo abajo nuevamente. Fue el virrey José Manso de Velasco quien se encargó de levantarla por segunda vez. Las crónicas del padre Murúa repiten la historia oral del terremoto que desapareció Arequipa durante el reinado de Túpac Yupanqui (1471-1493), cataclismo de origen volcánico causado por la erupción del Misti. Somos tierra de terremotos. No teníamos uno desde 1974. Treinta y tres años después de ese episodio –ocurrido un 3 de octubre, el día que Velasco celebraba como el día de su revolución– el suelo nos recordó anoche que estamos en el cinturón de fuego del Pacífico –donde se produce el 75% de los grandes sismos– y que, al frente de nuestra costa central, los acomodos de las profundidades, los viajes de las placas continental y de Nazca, desatan porciones de energía difíciles de imaginar. Giesecke afirma en su famoso libro sobre la sismicidad en el Perú que el total de terremotos producidos cada año por las diez placas del planeta Tierra equivalen a una explosión de 120 millones de toneladas de dinamita –algo que está por encima de cualquier cálculo termonuclear–. Mi teoría –extremista, desde luego; imposible de probarse, por supuesto– es que la Tierra está harta de tanto idiota hablando de globalización.
Página 1 / 1
|
jose moragues julia