¡Oye bien Pápá, Oye bien Mamá!
Publicado en Dec 16, 2010
Oye bien, papá! ¡Oye bien, mamá! A todos nuestros padres. En este momento quiero dirigirme a papá y a mamá. ¡Oye bien, papá!, ¡oye bien, mamá! Me dirijo a los dos pero haciendo énfasis en mamá. Y hago esto pensando en nuestra cultura latinoamericana, pues ésta enseña que las mujeres son sobre todo madres antes que esposas. ¡Papá!, ¡mamá!, repito; este mensaje es para los dos pero poniendo el acento en mamá. ¡Mamá!, ¡papá!, ¡mamá! No cometas este grave error que cometen muchas mujeres: ser más madres que esposas, no lo cometas, no ames más a tus hijos que a tu pareja y lo mismo digo a papá. Tu pareja es más importante que todos tus hijos juntos y se debe amar por encima de todos ellos, no ames más a tus hijos que a tu pareja y mucho menos permitas que suplan el amor que ustedes se deben profesar entre ambos. Repito, no caigas en esta equivocación. Recuerda que tú no te casaste para tener hijos sino para tener pareja. Pues para tener solamente hijos, biológicamente hablando, no hace falta convivir con nadie. En mi casa había una mata de rosas, tuvo cinco flores y nunca se le conoció marido, ¿tú has visto alguna vez “la mata de rosos”?, si existe, no conviven juntos. La mata de rosas está clara consigo misma de que solamente quiere tener flores… nada más. Te recuerdo también que en el matrimonio los hijos no son el amor sino los frutos. Sí, los hijos son los frutos del amor porque el amor es la pareja. El amor conyugal es como un árbol, sin él no hay cosechas. Algunos pretenden tener uvas sin cuidar la parra y las únicas uvas que no tienen parra son las de plástico, las de adorno. Asimismo, aprovecho para recordarte la esencia del sacramento del matrimonio: estar juntos “hasta que la muerte los separe” y esto no es para con los hijos sino para con la pareja, solamente la muerte tiene el poder de desatar esa unión, no los hijos. A veces, en aras del amor, hacemos al revés: destruimos el matrimonio y nos quedamos con los hijos “hasta que la muerte nos separe” y algunos hasta después de ella. Es decir, quemamos el árbol y permanecemos sólo con los frutos, las uvas nacen para convertirse en otras parras distintas no para quedarse pegadas al sarmiento. Conocemos madres que piensan más en el hijo fallecido y lo aman más que a su esposo y que a los otros hijos que le quedan. “¡Juuu! Ese desgraciado que haga lo que le dé la gana, ¡ya tengo a mis hijos!”. ¿Verdad que esta frase es muy común? Este modo de pensar y de actuar en la práctica se puede traducir por: “¡ya tengo más sufrimientos!” o por “¡Ya tengo mis soledades!”. El sentir general, en contra de la unión conyugal, apoya esta actitud diciendo expresiones como éstas: “Menos mal que le quedaron sus muchachos”. Si la vida te lleva a tomar una decisión y tienes que elegir entre quedarte con tus hijos o con tu pareja _ ¡ojalá que nunca pases por esto! _ , ¡ey! Sigue con tu pareja, porque los hijos no son tuyos sino de la vida, tu pareja tampoco es tuya pero es la que te va a acompañar “hasta que la muerte los separe”. Por lo tanto, no cometas el grave error de amar más a los hijos que a tu pareja, porque cuando tú estés chochito, viejito o ancianito y tú chochita, viejita o ancianita quien va a estar cerca de ti es ese viejito o esa viejita. Y si cuando te llenes de años no tienes a tu lado a ese ancianito o esa ancianita sino a uno de tus hijos, ¡lo mataste por dentro! Porque nuestros hijos no vienen a este mundo a cuidar “viejos” sino a labrar su propio camino, a seguir su destino, a amar a sus seres queridos y entre ellos a “sus viejos” y esto es distinto que cuidarlos, porque no es lo mismo decir y sentir: “Yo vivo con mis padres” a “Yo tengo que vivir con mis padres”… no es lo mismo, no. Porque en el primer caso hay amor y en el segundo resignación y resentimiento. Los hijos son, como dice el poeta Gibrán dirigiéndose a los padres, “flechas vivientes lanzadas al infinito… ustedes son los arcos y Dios el Arquero”. Muchas parejas, en vez de hijos, engendran depósitos bancarios y culturales que produzcan ganancias de becas alimentarías o seguros de vida; otros, en vez de alas que vuelen lejos en sus propios cielos, conciben esclavos de un futuro incierto a quienes plasman en su espíritu costumbres y experiencia ajenas; por eso muchos papás dicen llenos de orgullo: “¡Mi hijo es igualito a mi!”, como si ellos fueran unos modelos dignos de imitar; lo peor que un padre puede hacer por su hijo es pretender que se parezca a él en todo. Nunca faltan los padres que, en vez de la alegría de dar un hijo al mundo, quieren tener el mundo de sus hijos amarrado a sus pies; también hay los que en vez de ofrecer frutos para alimentar a los demás quieren tener raíces amargas para sí mismo. Tampoco quiero dejar de recordarte algo: la única forma de amar a los frutos con amor del grande y del bueno es amando al árbol y no quedándose solamente con su cosecha. Es decir, si quiero comer buenas uvas debo cuidar mucho a la parra. Asimismo, el único modo de entregándome intensamente a la mamá de mi hijo que es mi esposa. Así también, la única manera de amar a mi hijo, yo mamá, con amor del grande y del bueno es amando profundamente al papá de mi hijo que es mi esposo. Si la pareja no se ama intensamente, el amor que les tiene a sus hijos es amor, ¡claro!, pero no del grande y del bueno; en este caso cada uno estira afectivamente del brazo de ellos. Recuerda que el brazo comienza muy cerca del corazón y si cada uno lo hala lo pueden romper y tendrás entonces un hijo con un corazón roto en dos mitades: un pedazo lo tiene mamá y el otro se lo llevó papá. Un hijo dividido es alguien con un corazón partido, porque dividir es romper. No cometas el grave error de amar más a los hijos que a tu pareja, de ser más madre o padre que esposa o esposo. La única forma de ser buenos padres es ser buenos esposos, porque los hijos se aman intensamente amando profundamente a la pareja.
Ama a tu hijo en el corazón de tu pareja. Tomado de el Libro de El Arte de Combinar en Sí con el No una Opción de Libertad del escritor Ricardo Bulmez
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Ana Maria