JUECES DEL DIABLO
Publicado en Jan 02, 2011
Eran las cuatro y treinta de la tarde, el silencio se hacía sentir en el espacio del cementerio municipal. Clotilde Fonseca como de costumbre se encontraba visitando la tumba de su madre, estaba sola, “quién le iba a temer a un ser ya muerto”, esa era la idea que Clotilde se había formado y por ello casi siempre llegaba sola a visitar el campo santo. Estaba rezando, de pronto escucha un quejido muy extraño; como alguien sufriendo algún dolor en particular.
…Uumms… uumms… uumms… Clotilde se quedó observando para todos los lados, no vio nada que le causara impresión y seguía escuchando el quejido. Tenía siete años de estar visitando el cementerio todos los domingos en la tarde y nunca había escuchado algo semejante, pensó ella. Sin esperar más y dejando el rezo sin terminar corrió desesperadamente, llevando consigo el susto que empezaba a ocasionarle la ida al cementerio. La semana transcurría, al llegar el domingo, Clotilde asistió, pero esta vez lo hizo acompañada de una amiga y el novio de esta última. Eran las cuatro y treinta de la tarde; Clotilde les comentó a sus amigos lo sucedido el domingo anterior, decidiendo ellos acompañarla y mitigar así el miedo que ella empezaba a sentir. Todo continuaba normal, llegó el momento en que empezaron a escuchar ruidos, parecidos al que se produce al limpiar un piso. Por un momento, dejaron de escuchar la causa de su impresión, luego oyeron el mismo gemido del que les había hablado Clotilde. …Uumms… uumms… uumms… Cada vez lo escuchaban más profundo y les daba la sensación de ser un lamento pasional, un poco meloso. Salieron de la abstracción y expresaron “Corramos que esa debe ser algún alma que está en pena. Vamos… vamos…”. Rosa Marín, era una señora de unos cuarenta y dos años de edad, muy bien formada y conservada, bella, sumamente hermosa, alta, con piernas bien talladas, un cuerpo excepcional, unos senos que todavía conservaban su resistencia, su rostro no era el más lindo, pero si aceptable, ojos negros, su pelo era lacio y largo. Estaba casada con Don Fermín Fontibón, hombre de negocios agrícolas, propietario de la mejor hacienda del pueblo y su región, todo el tiempo se lo dedicaba a ella, a su hacienda. Era lunes, Doña Rosa Marín se encontraba atendiendo el almacén de su propiedad ubicado en su misma casa, ya que era amplia. Estando despachando escuchó a uno de los clientes que decía a otra persona. “Sabes lo que está sucediendo en el pueblo, está saliendo un fantasma, se manifiesta con una especie de clamor recorriendo todo el cementerio”. Doña Rosa, queriendo entrar en la conversación preguntó. “¿Han visto algo o sólo escuchan los quejidos?”. “Sí…”. Al oír el sí Doña Rosa se estremeció de susto y repentinamente su rostro cambió de color; pero al instante se calmó cuando el interlocutor continuó diciendo. “Únicamente se escuchan los sonidos, mas no se ha visto nada”. “¡Ay!, menos mal porque yo a esos fantasma los cojo como de mal presentimiento en el pueblo”. Argumentó Doña Rosa. Don Fermín y Doña Rosa estaban casados desde hacía quince años, no tenían hijos, Don Fermín era un señor de bastante edad, parecía tener unos setenta y cinco años. Desde tempranas horas del día se iba para su hacienda, regresando en la noche a su casa, bastante agotado; mientras que su esposa se dedicaba a la atención del almacén. Al almacén de los Fontibón Marín llegaban muchos clientes por ser el mejor surtido del pueblo. Esporádicamente unos muchachos entre los diecinueve y veinte años, llegaban al almacén. Un día cualquiera uno de los jóvenes llamado César llegó hasta el almacén de Doña Rosa y le dijo sonrientemente: “buenos días Doña Rosa, aquí vengo por mi paga” a lo que ésta le respondió. “Sí, como no, toma, son cincuenta mil pesos y espero que continúes con el trabajito”. “Cuando quiera Doña rosa”. Finalizó diciendo el muchacho. Escenas como la anterior eran frecuentes en el almacén. Era de noche, aproximadamente las ocho. Don Fermín llegaba de su hacienda como de costumbre: cansado. Se bañó y se dispuso a dormir, a las nueve su esposa hizo lo mismo, Doña Rosa estaba un poco molesta, su esposo cada vez que venía de sus labores no le prestaba atención, no le demostraba cariño y eso la tenía preocupada; los ojos de Doña Rosa se invadieron de lágrimas por esa amarga verdad, la perturbada dama se quedó dormida bajo el recuerdo de su inmensa soledad. Una de esas tantas tardes de sobresaltos y espantos, uno de los visitantes del cementerio, no se dejó vencer por aquel quejido que empezó a escuchar y fue así como se dispuso cazar o buscar el origen del mismo. Y se llevó tamaña sorpresa cuando vio a Doña Rosa entregándose en cuerpo y alma a un muchacho de unos veinte años. A la vez, ella dejaba escapar suspiros de pasión que hacían eco en medio del silencioso cementerio. Doña Rosa y el muchacho no se percataron del que los estaba espiando, quien se dispuso llamar a casi medio pueblo para que vieran la penosa escena y uno a uno silenciosamente se acercaron al lecho de pavimento en donde Rosa y el joven disfrutaban de sus encantos. Cuando todos se extasiaron de mirar, gritaron. “¡Con que usted Doña Rosa, era el fantasma!”. Doña Rosa se sorprendió, notando que los ojos de hombres, mujeres y niños se posaban sobre su persona y amante. La dama sumida en una pena profunda, salió corriendo del cementerio. Aún desnuda atravesó las calles para llegar a su casa y dispararse un tiro que le perforó las sienes. En la mañana del día siguiente. Don Fermín gritaba. “¡Rosa, Rosa… Rosa!. Caramba mujer despierta que se hace tarde, parece que estuvieras en el sueño eterno”. Doña Rosa se despierta azorada con su cuerpo húmedo por el sudor y poniéndose las manos sobre su cabeza, acompañada por un semblante de angustia en su rostro se reprocha. “¡Aay! Gracias a Dios por permitir que solo haya sido, una horrible pesadilla”.
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