Lope de Rueda fue un autor sevillano, instalado en Madrid, famoso por sus entremeses y otras obras de teatro. Emepezaba, en aquel entonces, el teatro de las apariencias. En columna de a dos, estábamos los de Ingreso. Empezábamos a ingresar a la vida con nuestros sueños y nuestras esperanzas. Aquellos los del Lope éramos, por orden alfabético, Cesáreo, Gamarra, Garzón, Gil, Glaglegligloglú, Lizcano, Lozano, Matas, Muriarte, Orero, Rodolfo y Vaquero. No me acuerdo de si había alguno más... pero el asunto era poder estudiar Bachillerato sin perder de vista a la ota banda contraria: Córcoles, Domínguez, Lence, Nígel, Orero, Sarkozy y Verde. Allí no valía volver la cara sino enfrentarse al destino. Sé que muy pocos, porquísimos, llegaríamos a cumplir con nuestros sueños. Unos porque perdían el tiempo chuleándose de los otros y otros porque perdían el tiempo teniendo miedo día tras día. Yo, uno más de ellos, sin embargo sabía que para vencer en las batallas lo mejor era pasar desapercibido hasta que llegara el momento oportuno de asestar el golpe final.
Que mis compañeros confiaran en mí no era cuestión de puro azar o de simple casualidad. A veces yo miraba por la ventana para ver a las chicas pasar y las iba poniendo nombres con mi imaginación porque, por supuesto, eran imaginaciones que me despertaban del sopor, la abulia y la modorra. En realidad, las batallas que se celebraban en el recreo me importaban menos que imaginarme a aquellas chicas sonriendo ante mis ocurrencias de nombrarlas con apelativos míticos. Todo mi universo personal era una mítica presencia en las filas de los que soñábamos con llegar...
En medio de aquellos "rifirafes" sentimentales de los unos contra los otros, se encontraba un número aproximado a la veintena: Adrados, Aguinaga, Aguinaga bis, Álvarez, Aranzana, Cachafeiro, Chacón, Flórez, Gamarra, Huelemal, Llorón, Machín, Mejías, Melón, Miño, Orero, Pozo, Saturnino, Yébenes y Zarco. Esta veintena ni pinchaba ni cortaba nada. Eran simples espectadores mudos a los que parecía que el gato les había comido la lengua.
Y así fue pasando el curso entero hasta que, por fin, pudimos expulsarles del Lope y, ya abierto el camino, yo me adentraba en las rutas amazónicas buscando a mi princesa entre las tribus de los feroces jíbaros. Al fin y al cabo jugar al fútbol era solamente una manera de idear caminos abiertos en medio de la selva de todas aquellas piernas con pantalones cortos que pateaban las pelotas sin orden ni concierto. Eso era el fútbol en aquel estrecho patio para mí: el descubrimiento de unas nuevas rutas para encontrar a mi princesa. Y entre pelotazo y pelotazo, entre control y control, marcaba mis goles en medio del silencio y guardándome la artillería para cuando sonase la campanada de salida.
Al final sólo sobrevivimos, de toda aquella sangrienta lucha, Muriarte, Vaquero y yo. Bueno; a decir verdad, no sé si Muriarte y Vaquero llegaron hasta la meta final. Lo que puedo afirmar es que yo sí lo logré gracias a Dios.
No valían para nada los planteamientos amistosos sino que había que tenr pundonor, valentía y, sobre todo, temple para superar las continuas advesidades entre las que, de vez en cuando, se enocntraba un destierro a la Siberia en donde, a solas y a pesar de todo, yo podçia seguir afinando la puntería tirando a la diana y entreteniéndome, mientras me aprendía de memoria los pueblos de la provincia valenciana, a observar a aquellas chicas que comenzaban a despertar de su letargo.
Al final sólo sobrevivimos, de todas aquellas sangrientas batallas, Muriarte, Vaquero y yo. Bueno, a decir verdad, yo no sé si Muriarte y Vaquero, a pesar de que los animaba constantemente, llegaron a la meta final. Lo que puedo afirmar es que yo sí lo logré Gracias a Dios.