LA MEICA. Cap. 1: "Un descuartizamiento"
Publicado en Jan 31, 2011
A Rosaura Tamblay la encontraron muerta un día domingo, después de una larga convalecencia en el hospital de Vallenar. El hecho no habría tenido mayores repercusiones en la opinión pública de la ciudad, primero, porque a no ser por algunos parientes y coterráneos de la localidad de Freirina, de donde era oriunda, y uno que otro antiguo conocido en Vallenar, no tenía a nadie más que recordara su dilatada existencia. La mayoría de sus conocidos había supuesto hace mucho tiempo que a esas alturas ya no era posible que estuviera viva -aunque apenas frisaba los cuarenta-, eso porque diez años de encierro y permanentes achaques que la mantuvieron atada a la cama, era exigir demasiado incluso para la memoria más incondicional o el afecto más férreo. Y segundo, porque llegado a ese punto de su deslustrada vida, la muerte era la consecuencia más lógica -más lógica aún que ese insistente y eterno apego al mundo que no tenía razón de ser-, además de representar un verdadero alivio para ella y sus deudos.
Sin embargo, su muerte la recuperó de aquel dilatado olvido, perturbando la tranquila cotidianidad de la comunidad vallenarina y todo el Valle del Huasco. Especialmente por las circunstancias más bien macabras que rodearon su deceso. Aunque bien pudo ser que el tinte espeluznante de dichas circunstancias fuera exacerbado por la reconocida tendencia mitologizante que permea a toda pequeña ciudad, sobre todo cuando ocurren acontecimientos que sobrepasan la línea impuesta por su propio ritmo interno. En una ciudad como Vallenar cualquier muerte es tolerada por la comidilla mitologizante siempre y cuando sus efectos o filiaciones entren en el ideario local, que soporta suficientemente bien acuchillamientos esporádicos, muertes por causas seudo-naturales: intoxicación, picadas de arañas y negligencias médicas entre otras -considerándose ya bastante más "naturales" a estas últimas-, y sobre todo suicidios, más si tienen como protagonista al Puente Huasco, un baluarte de las tragedias amorosas o estudiantiles, y que ha pasado a conocerse en la historia provincial como el Puente de la Muerte. Por debajo del margen de estas categorías, toda tragedia bien puede clasificarse dentro de la norma zonal, y no genera más que algunas lamentaciones o exageraciones típicas en la transmisión de los hechos que rodean tales desgracias y los susodichos detalles. Pero cuando el hecho implica un nivel de violencia premeditada como el que entra en una violación, una muerte por electroshock, picanas eléctricas y torturas de este calibre -muy típicas todavía años atrás-, además de asesinatos -sobre todo si descuellan por su salvajismo (cosa muy poco frecuente en la región)-, entonces el revuelo de tales acontecimientos sobrepasa todo límite permitido y se dispara como un virulento enjambre de dimes y diretes que terminan por amasar una oscura forma rayana en lo fantástico las más de las veces, que se compacta, con el correr del tiempo, en un apretado cuerpo de ambigüedades girando en torno a tal hecho extraordinario, generando un obtuso reflejo citadino de lo que en la más antigua tradición de los pueblos y localidades se conoce con el nombre de leyenda. El hecho de que a Rosaura Tamblay la hayan encontrado, además de muerta, con el vientre completamente abierto y regado sobre sí mismo ayudó bastante, por supuesto, a que se volatizara de manera inusitada la urdiembre imaginativa del Valle. Tanto en los anales históricos de la comuna, como la región y el país, rarísimas veces se había producido un episodio de ribetes tan negros y que brillara por la morbosa y feroz premeditación que implicó éste. Y es que no se trató de un simple descuartizamiento, cosa que, de por sí, dejó en la más absoluta perplejidad a la policía local, regional y aún nacional, ya que no podía hallarse ni un sólo móvil, ni para el asesinato de una mujer enferma y prácticamente abandonada en su pobreza, ni para la elección de ese tipo de brutal y espantoso modus operandis. Lo que realmente dejó en el más completo desconcierto a los investigadores, fue el minucioso trabajo hecho sobre el indefenso bajo vientre de la occisa. Según el médico forense que realizó la revisión, el trabajo de descuartizamiento había sido -de acuerdo a sus propias palabras- un trabajo de orfebrería fina, o sea que o pertenecía a la mano de un cirujano de habilidad nada despreciable o a un devoto de la meticulosidad que rayaba en lo patológico. El corte de la carne había sido realizado con una precisión quirúrgica envidiable, la capa exterior separada de la interior con finura extrema, casi microscópica, y las vísceras extendidas sobre ellas con un derrame casi ínfimo de sangre. Era para quedarse pasmado de asombro y horror, porque eso implicaba que la operación debía haber exigido un tiempo considerable y una agónica paciencia de parte de la mujer enferma que, hasta donde se pudo verificar entre los miles de análisis al cuerpo, no pareció ser anestesiada durante todo el largo y habilidoso proceso. Lo peor de todo era que nadie en la sala común había visto ni oído nada, ni decir de los enfermeros y enfermeras que rara vez se aparecían durante la noche a visitar a sus pacientes. Estos y otros miles de pormenores tuvieron de cabeza a todo el cuerpo de investigación del país, y a uno que otro ministro en visita, durante casi tres años, después de los cuales el duro acertijo y el paso del tiempo fueron deslustrando la fascinación y asombro de los primeros descubrimientos, hasta sepultar por completo, tanto el interés por tan aberrante y novedosa situación, como las posibles salidas al ciego laberinto de causas probables, móviles y procedimientos del supuesto psicópata descuartizador. Hubo más de algún experto en algo que, medios de comunicación auspiciando, hizo relación a un ingente modus operandis perteneciente al legendario Jack el Destripador; lo que bastó para que el sensacionalismo de los “profesionales ”de la prensa del país tuviera, por lo menos, tres o cuatro temporadas de buenas ventas y ratings sacándole chispas a la insidiosa idea de un Jack el Destripador chilensis. Finalmente, hasta el miedo que hizo andar con cuidado a vallenarinos, freirinenses y otros habitantes del Valle, ante la inminencia de un nuevo ataque del psicópata, fue quedando en el pasado y se diluyó definitivamente, lo mismo que las ganas de continuar con una investigación infructuosa, y ya a inicios del cuarto año de ocurrido el hecho, el caso se dio por cerrado indefinidamente. Sólo hubieron dos fuerzas que se resistieron a tan radical abandono: una fue la imaginaria complaciencia del urde-mitos local, que continuó fabulando; otra, la férrea convicción alojada en el bajo fondo del alma de Antonio Nancuante, que lo hizo vislumbrar oscuras luces en las paupérrimas pistas halladas en la escena del crimen: un diminuto bisturí, brillante de sangre, tirado sobre la mesita velador de la enferma, y un gastado pedazo de franela, que nunca condujeron a ninguna parte en la denodada investigación de aquellos años, pero que él continuó mirando y examinando día tras día, hasta el siguiente gran suceso.
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