Setamor (Novela) Captulo 19.
Publicado en Feb 02, 2011
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Amanecía y la nueva luz bañaba las ondas del espacio... allá donde las montañas elevaban sus cumbres ante los ojos del joven licenciado. Detenerse en medio de aquel paisaje, como hizo aquel tren en su penúltima parada, suponia extenderse con la velocidad del pensamiento. Resultaba imposible dejar de pensar y las ideas, mientras el tren descansaba, unos minutos antes de reanudar su marcha, lanzaban un galope flameante que sobrepasaba los límites del control.
- ¡Están equivocados! -señaló el enigmático emigrante retornado.
- ¿Quiénes? -le inquirió el joven licenciado.
- Dicen ser libres y están amarrados al querer vivir el mayor tiempo posible.
- Puede ser que identifiquen la libertad con la cantidad.
- ¿Y tú crees que son magnitudes equivalentes?.
- Lo que yo creo es que la libertad no es compatible con ninguna magnitud medible pues sólo es una intensidad; pero no física, ni química, ni tan siquiera es una intensidad filosófica. La libertad es una intensidad del espíritu... aunque tú sabes o deberías saber ya que, para muchos, no existe el espíritu o al menos no lo conocen.
- No lo conocen...
- ¿Tó podrías explicarlo mejor?.
- Yo sólo soy un emigrante retornado. Pero sí... puedo explicarlo aunque no mejor. El espíritu es algo que anida tan profundo en nuestro interior que hay que ahondar muy dentro de nosotros mismos para descubrirle. Yo, con sólo mirar a los ojos de las personas, descubro qué clase de nadadores son. Tú eres de los que saben sumergirse y por eso me gustaría que fuésemos compañeros de viaje, para poder compartir contigo la navegación por ese Mar de los Desconocido que tú quieres experimentar.
- El que, de verdad, desea sumergirse en su propio ser tiene que hacerlo completamente solo. En la más completa soledad. Pero no para alimentarse a sí mismo como estás creyendo tú, sino para poder, luego, compartir con los demás la intensidad que ha descubierto. ¿Por qué tienes tú que volver de nuevo?. Porque te necesitan tanto como tú les necesitas a ellos.
- Tú también tendrás que volver...
- Pero no de la misma manera que tú. Yo todavía no he creado ninguna patria. Por eso puedo volver, pero no al mismo punto de partida. Puedo volver a cualquier punto donde encontrar la patria a la que tú, al parecer y perdona que te diga al parecer solamente, te refieres.
- Si quisieras ser mi compañero por más tiempo, durante estos dos años, yo te ofrecería un lugar en mi patria. ¡De acuerdo, de acuerdo!. ¡Te dejaría sumergirte todo lo que quisieras en tu interior!. Pero necesitas siempre a alguien con quien compartir.
- Yo comparto ya con aquellos que tienen vida y desean oírla... con aquellos que tienen vida y desean verla... con aquellos que tienen vida y desean expresarla... con aquellos que tienen vida y desean sentirla. Yo comparto con todos lo que me pueden entender y a los que entiendo; pero tú ya tienes un destino fijo, llámalo patria si deseas, y sólo me podrías transmitir lo que esa patria te condicionase. Yo todavía tengo que aprender algo, que ahora desconozco, pero que sé que no está condicionado a ninguna patria. Tú dijiste que los bebés no la tienen y yo te dije que los poetas tampoco... y lo dije muy en serio.
La máquina del tren dio un fuerte tirón y todos los vagones, vibrando correlativamente, fueron iniciando, de nuevo, su camino.
Ya había amanecido por completo cuando el tren hizo su entrada en aquella ciudad de provincia. Era la provincia a la cual pertenecía el pueblo que iba buscando el joven licenciado.
Éste ya caminaba por el pasillo dirgiéndose hacia la puerta de salida del vagón. Detrás, a cierta distancia prudencial, le seguía el enigmático emigrante retornado. Por delante de él, la mamá del bebé que habían oído llorar se afanaba intentando bajar el cochecito donde aquel, ya feliz, jugaba con un sonajero.
- ¿Le ayudo?.
- Gracias -le respondió la mamá.
Y el joven licenciado, tomando el cochecito con ambas manos, lo depositó, suavemente, en el suelo del andén.
- Gracias -colvió a repetir la mamá.
Y ella se abrazó, efusivamente, con un señor de mediana edad. Era su marido.
Por el andén voceaban, a todo pulmón, un grupo de mozos que acababan de licenciarse del servicio militar obligatorio. Eran cuatro. Un rubio de fuerte complexión física y tres morenos: uno alto y delgado, otro de mediana estatura pero algo escurridizo de carnes y un tercero bajo y rechoncho.
- ¿Qué es la bandera? -chilló el alto.
- ¡Un trapo! -respondió el rubio.
- ¡¡Insolentes!! -exsclamó un señor, calvo y con bigote hitleriano, que se apoyaba en un bastón.
Un grupo de cinco muchachas contemplaban, riendo, el paso de los cuatro mozos.
- ¡Todo por la Patria! -exclamó el de mediana estatura y dirigiéndose a ellas.
- Una leche... ¡Todo por la novia! -resopló el rechoncho.
- ¡Sobre todo tú... con ese tipo de sapo que tienes! -se le enfrentó la más decidida de las cinco muchachas.
El rechoncho se la quedó mirando fijamente a los pechos, que eran demasiado grandes, y le espetó.
- ¡Si no tuviera que ordeñar mis vacas...!.
- ¿Qué harías tú, rechoncho con tripa más abultada que la cabeza de un hipopótamo porque en verdad lo pareces, si no tuvieras que ordeñar las vacas? -se le plantó, con los brazos en jarras, la de los pechos grandes.
- ¡¡Sinvergüenzas!!. ¡¡Malpatriotas!!. ¡¡Venid acá que os deslomo!! -vociferaba el señor calvo y con bigote hitleriano, blandiendo el bastón como si fuera un estoque.
Pero los cuatro mozos recién licenciados del servicio militar obligatorio, echaron a correr, atropellándose entre ellos, hacia la salida de la estación.
En ese momento el enigmático emigrante retornado tocaba en el hombro izquierdo, al joven licenciado.
- ¡Ah... eres tú otra vez! -se le dirigió éste, dándose la vuelta.
- ¿Hacia dónde vas?.
- A esta dirección... -y le enseñó la tarjeta.
- Es un pueblo muy pequeño y quizás te sea muy difícil encontrarlo.
- No te preocupes... ya me las arreglaré para que alguien me lleve.
- De todas formas se me ocurre una gran idea. Yo voy a otro pueblo muy cercano a ese. Está en la misma dirección. Si quieres tomamos un taxi. Tú pagas el trayecto hasta el pueblo que buscas y yo pago el resto del viaje. Por el camino te puedo contar muchas cosas sobre estas tierras.
El joven licenciado se dio cuenta de la trampa pero guardó silencio y solamente se le quedó mirando a los ojos al enigmático emigrante retornado. Después le habló.
- ¡De verdad que sí!. ¿Así que tú eres un enigma o te crees que eres un enigma?.
- No te entiendo.
- No importa. Déjalo. Yo sí lo entiendo y eso ya es suficiente.
- De acuerdo. Vamos a por el taxi.
Tomaron, enseguida, uno... porque había mucha abundancia de ellos frente a la puerta de la estación ferroviaria. Una vez acomodados en su interior, en los asientos traseros y después de señalarle, el joven licenciado, la dirección al taxista, se dirigió nuevamente al que se creía enigmático además de muy inteligente.
- ¿Para qué sirve el dinero?.
- Para apovecharse...
- ¿Y para qué debería servir?.
- Para aprovecharlo.
- ¡Esa es la diferencia entre tú y yo!.
El que se creía enigmático emigrante retornado guardó silencio y anduvo ya callado durante todo el trayecto porque no le había engañado al joven licenciado.
Durante veinte minutos transitaron  por una carretera infernal; plena de curvas, ascensos de montaña, descensos de puertos nevados, desfiladeros, barrancos...
El taxista, mientras los dos viajeros permanecían en silencio, miraba por el espejo retrovisor. Primero al joven licenciado y después al que se las daba de enigmático emigrante retornado... y se ponía a silbar, sonriendo para sí mismo, el "todos queremos más y más y más y mucho más". Callaba y, pocos momentos después, volvía a repetir el mismo silbido. Así anduvieron los tres durante el resto del recorrido.
- ¡Esta es la vereda que conduce al pueblo que busca!. ¡Sígala todo derecha! -se dirigió el taxista, en un momento determinado, al joven licenciado y parando el automóvil.
- Muy bien. Muchas gracias -respondió éste.
Y sacando dinero de su cartera de documentos se lo ofreció al taxista.
- ¡Tome... cóbrese el importe exacto hasta aquí... y con lo que sobra cóbrese lo que queda de camino hasta que éste llegue a su soñado destino!. Si es que sobra algo tómese una cerveza en mi nombre.
El que se las daba de enigmático enrojeció de vergüenza por un instante.
El taxista cogió el dinero.
- ¡Adiós, compañero! -le dijo el joven licenciado al que se creía enigmático y muy inteligente.
-¡Hasta luego!. ¡Quizás no nos veamos nunca más!.
- O quizás nos veamos en algún otro momento... aunque sólo sea para que recuerdes lo que has hecho hoy.
El joven licenciado salió del taxi y se dirigió al conductor.
- ¡Adiós, amigo!.
- ¡Buen viaje! -le contestó el taxista.
- Igualmente -y el joven licenciado comenzó a caminar por la vereda que se dirigía a la aldea.
- ¡Gran muchacho ese joven! -indicó el taxista al que se las daba de enigmático emigrante retornado poniendo de nuevo el automóvil en marcha.
- ¡Demasiado gran muchacho ese joven!. ¡No le he conseguido engañar!.
- Pues eso será lo que guarde su conciencia y quizás lo que no le deje dormir esta noche. 
La vereda era angosta; quizás excesivamente angosta. A los lados crecían las hierbas en forma desordenada. Las últimas lluvias habían encharcado, profusamente, el camino. El joven licenciado, a pesar de ir con buen cuidado para no pisar demasiada agua, llevaba, al poco tiempo, los zapatos cubiertos de barro. En un momento de la marcha encontró una bifurcación. En el entronque de ambas veredas se distinguían dos letreros. Uno de ellos señalaba que, para llegar a la aldea, faltaban siete kilómetros. El otro rezaba: "A la ermita".
Apareció, de repente, una viejecita que venía de la dirección de la aldea. En su mano derecha llevaba un ramo de flores multicolores. Al pasar junto al joven licenciado pronunció algo así como...
- Buen día le dé Dios.
Pero tan musitado por lo bajo que apenas resultó perceptible. Y tomó el camino de la ermita.
El joven licenciado continuó por la vereda que encaminaba a la aldea. De vez en cuando, unidades de ganado vacuno rumiaban en las praderas laterales.
Cuando a falta de dos kilómetros, en un recodo del camino, divisó la aldea, sus zapatos estaban completamente cubiertos de barro y, además, comenzó a desatarse una fuerte tormenta. Así que al llegar a la entrada de la aldea, porque pueblo exactamente no podía denominarse, el joven licenciado iba completamente derrengado. Su cazadora de color negra estaba enteramente mojada y sus pantalones vaqueros le pesaban dos veces más. Realmente caminaba a manera de mendigo...
La aldea, como bien pensó él, era realmente una aldea. Aproximadamente unas cincuenta casas sencillas y humildes se encontraban, más o menos, en cuatro o cinco callejuelas y algún que otro callejón. Desde la entrada a la aldea, allá en lo alto, se podía contemplar una escena extraordinaria: los altos picos rodeando el panorama por todos sus puntos cardinales. Era una aldea, definitivamente, aislada del mundo. Todo presentaba un color excesivamente verde y excesivamente marrón. La atmósfera, aumentado por la lluvia, era tremendamente húmeda.
Al poco de caminar por lo que parecía la calle principal se encontró, en una plazoleta, con una fuente de la que manaba un gran chorro de agua fresca que caía dentro de un pilón hecho de cemento. En uno de sus bordes bebía un buey que estaba vigilado por un lugareño. A él se le acercó el joven licenciado.
- ¡Buenos días!. ¿Podría indicarme dónde localizar esta dirección? -y le enseñó la tarjeta.
- ¡Ea, compadre, yo le ayudaría, pero... no sé leer!.
Entonces el joven licenciado le recitó la dirección.
- Calle de las Angustias, número 5.
- ¡Ah... sí!. ¡Siga por esa calle de enfrente y la tercera vivienda que encuentre, siguiendo la acera de la izquierda... ¡allí es!.
- ¡Gracias!.
- ¡A usted, compadre!.
Entre todas aquellas humildes viviendas la de los padres del parado que le pidió ayuda en la gran capital era, con mucho, la más adecentada... y la más limpia. El agua corría por entre las piedras de la callejuela y parecía jugar a una extraña persecución. Algunos arbustos trepaban por las paredes a manera de guardadores de algún misterio. En las ventanas lucía la mañana que, aunque lluviosa, estaba plena de una nostálgica brillantez. La puerta, de madera basta pero fortísima, tenía un enorme medallón de un santo y, como llamador, una maciza mano de bronce que servía para golpear una pieza del mismo metal. Al poco de hacerlo sonar comenzaron a abrirse los postigos interiores.
Y apareció una anciana de cara simpática que, con gruesas gafas, se quedó mirando, fijamente, al joven licenciado. Éste le preguntó por el nombre que buscaba.
- Sí... aquí es. Pero... ¿quién es usted?. ¡Yo no le conozco!. Usted no es de por aquí porque yo conoczco a todos los de por aquí. ¿De dónde viene usted, buen mozo?.
El joven licenciado no acertaba a indicarle nada porque la simpática ancianita no le dejaba hablar.
- Por aquí nos conocemos todos mucho. ¿No ve, hijo mío, que son muchos los años que ya llevamos a cuestas?. ¡Qué suerte la suya, que está todavía en plena juventud!. Pero no crea... ¡yo también he sido joven!. ¡Y buenos bailes que me daba yo en las plazas... allá por las fiestas patronales de aquellos entonces!. ¿Le gusta a usted bailar?. ¿Verdad que el baile es lo que mejor define los caracteres de las personas?. ¡Cuanto mejor se baila más humano es uno y una!. ¡Quien no baila nunca es bueno de fiar ni hay que fiarle nada!. ¡Moza que no baila solterita que se queda!.
El joven licenciado comenzó ya a reír.
- ¡Ríase... ríase... joven!. ¡Que joven que no ríe es un viejo de poca edad!. ¿Y sabe lo que ocurre con los viejos de poca edad?. ¡Pues que se mueren antes!.
Aquello ya era demasiado para el joven licenciado. La simpática ancianita ni se daba cuenta de que llovía a cántaros. Pero el joven licenciado no podía ya más de tanto reír y no le importaba mojarse.
- ¿Sabe lo que le ocurrió a uno de esta aldea que comenzó a reírse tanto como usted?. ¡Que le tuvieron que enterrar con la mandíbula desencajada!. ¡Hay que tener mucho cuidado con la risa, que es como un constipado pero a lo fuerte!. A mí me enseñaron a reír con mucho cuidado; cuando mi marido, que en paz descanse ya el pobrecito, me contaba chascarrillos de pueblo, porque era de un pueblo vecino, yo me metía un pañuelo en la boca para que la mandíbula no se me desencajase. ¡Haga usted lo mismo, joven, haga usted lo mismo, porque si no vamos a tener que llevarle a los responsos del cura párroco!.
Las risas del joven licenciado se oían ya en toda la aldea.
- ¿Sabe usted, joven, lo que es bueno para contener la risa?. ¡El muérdago!. ¡Se mete usted muérdago en la boca y lo muerde con los dientes y las muelas y lo que sea necesario!. !Que, como decía mi esposo, lo necesario es reírse con sabiduría para que usted, joven, se entere!.
El joven licenciado ya no podía parar de reír. Hasta las lágrimas se le saltaban.
- ¿Qué hace usted, madre? -se oyó una voz que venía desde dentro de la casa -¿ya está usted como siempre?.
Y apareció una buena señora en la puerta.
- ¡Deje de molestar ya a este joven!.
- No, buena señora -acertó a decir, entre risas, el joven licenciado- no me está molestando...
- ¿Qué desea, joven? -le preguntò la buena señora mientras la simpática ancianita se introdujo dentro de la casa.
- Espere un momento que se me pase la risa... buena señora.
Durante medio minuto más siguió el joven licenciado sin poder terminar de reír.
- Bueno... ¡pues usted dirá cuándo desea hablar!. No le haga caso a mi madre, ella y mi padre eran del sur, se vinieron a ubicarse al norte pero... no se les olvidó nunca sus caracteres. Nosotros, sin embargo, somos gente seria.
Al joven licenciado se le acabó la risa.
- Sé que ustedes son gente seria. Me parece a mí que excesivamente seria...
- ¡Qué le vamos a hacer!. ¡Hemos nacido con este carácter y con este carácter moriremos!. Pero... ¡Pase usted dentro, que se está empapando hasta los huesos!.
- Gracias... buena señora.
Y ambos pasaron dentro de la casa que, aun siendo sencilla, estaba adornada con muy buen gusto.
- Vengo buscando esta dirección -volvió a decir el joven licenciado mientras enseñaba la tarjeta.
- ¡Usted!. ¡Es usted!.
- Sí, yo soy yo... pero ¿me conoce?.
- ¡Cómo no le voy a conocer!. Nuestro hijo nos escribió hace algunos meses indicándonos que un joven de gran corazón le ayudó un día a comer y dar de comer a toda su familia. Nos dijo que era a la única persona, de toda la gran capital, a quien le había entregado una tarjeta con nuestra dirección. ¡Sabíamos, en el fondo de nuestra alma, que usted vendría algún día a visitarnos!. No sabe cuánto le agradecemos, siempre, lo que usted hizo por nuestro hijo.
- Lo que hice yo no tuvo tanto mérito.
- Aunque usted no lo quiera reconocer, lo que hizo usted tuvo un mérito enorme.
- Yo considero que sólo era una obligación.
- Hay obligaciones que sólo las pueden cumplir quienes tienen buen corazón. Cumplir con lo que no supone compromiso social no tiene ningún valor real... pero usted cumplió con un compromiso social, moral y humanitario.
Aquella buena señora vivía en una escondida aldea pero poseía, y  así lo descubríó ràpidamente el joven licenciado, una gran cantidad de cultura natural.
- Yo sólo venía a visitarles pero si molesto puedo volver para atrás.
- !No, por Dios!. ¿Sabe usted que amor con amor se paga?. ¡Dígame qué desea y se lo cumpliremos si está en nuestras manos poder hacerlo!.
- Yo quería concocerles a ustedes; aunque sólo sea por un momento. Había pensado que quizás pudiesen ustedes ayudarme por unos días.
La buena señora continuó.
- Subamos al piso de arriba, al salón principal, porque allí está todavía mi esposo. A él le dará una gran alegría el conocerle.
Subieron por una hermosa escalera de madera barnizada, con cuadros en las paredes, hsta llegar a un amplio salón. Sentado frente a una mesa, con un tazón de leche entre sus manos, el joven licenciado contempló a todo un señor campesino. Bien formado. Bien musculado. Su boina descansaba colgada en el perchero. Teniá una gran chispa de carácter en la mirada y una frente despejada que demostraba que era muy inteligente.
- ¿A que no sabes quién es este joven? -le preguntó la buena señora.
- Si no me lo dices... nunca podré acertarlo, porque no le he visto jamás en mi vida -exteriorizó, con toda naturalidad, el campesino.
- Es el joven que ayudó a nuestro hijo en la gran capital. El que nos detallaba en su carta hace unos meses. Es tal cual me lo imaginaba. Alto, delgado, fuerte, guapo, atractivo...
El campesino se levantó, rápidamente, de la silla y le extendió su dura mano derecha al joven licenciado.
- ¡Encantado, joven, de conocerle!.
El joven licenciado apretó su mano con la del campesino.
- Mucho gusto en conocerle también por mi parte.
- ¡Siéntese, siéntese, joven!.
- Después de usted, señor.
Ambos se sentaron, frente a frente, en las sillas.
- ¿Le apetece un buen tazón de buena y pura leche de vaca?.
- Pues muchas gracias... porque todavía no he desayunado nada.
- ¡Trae un tazón lleno de leche! -le ordenó el campesino a su esposa.
En esos momentos apareció la simpática ancianita en el salón.
- ¡Deja, hija mía, deja!. ¡Yo tendré el gusto de traerle el tazón con leche!.
El joven licenciado sonrió, al verla de nuevo, mientras ambas mujeres se fueron hacia la cocina.
- ¿Qué le ha traído por estos lares?.
- Yo sólo venía a visitarles... pero insisto en repetir que si molesto puedo irme.
- !No, por Dios!. ¡Nada de irse si usted no quiere!. Dígame lo que desea y si puedo hacerlo por supuesto que lo hago.
- Yo quería concoerles a ustedes; aunque sólo fuese por unos momentos. Tengo unos días de vacaciones y pienso ahora, en este momento, que quizás ustedes pudiesen alquilarme una habitación para pasar sólo una semana.
- ¡De buen grado!. Pero no hace falta que se la alquilemos. Considere usted que está en su propia casa. Aquí no somos ricos pero no nos falta de nada. Gracias a Dios poseo muchas propiedades y nunca falta absolutamente nada en nuestra despensa. Quiero decir... absolutamente nada de lo básico e imprescindible. ¡El lujo es para otros!. Nosotros tenemos muchas cosas en qué pensar como para andar con lujos.
- Espere un poco, caballero. Es verdad que el lujo, cuando es excesivo y le aclaro cuando es excesivo porque creo que el lujo sin excesos es bueno... abotarga el pensamiento.
- ¿Abotarga?. ¿Qué palabreja es esa?.
- Sí... quiero decir que el exceso de lujo, y no me estoy refiriendo al lujo sino a su exceso, hace más raquítica la mentalidad y vuelve a una persona en un absurdo existencial.
-Eso mismo opino yo -dijo el campesino rascándose la cabeza.
El joven luicenicado sonrió amistosamente.
- Escuche; le voy a explicar algo. Lo que he dicho no es que sea una verdad absoluta; pero se acerca mucho a una absoluta verdad.
- Usted y yo podríamos comprenderno bien... ¡si mi hijo hubiese pensado así!...
Volvió a aparecer la simpática ancianita; ahora con el tazón de leche entre sus manos.
- ¡Tome, joven!. ¡Es reciente!. Y recuerde... !muerda el muérdago!.
- Gracias -respondió el joven licenciado, riéndose, mientras tomaba el tazón de leche.
El campesino continuó.
- ¡Dios no existe!. Yo he sido siempre un gran creyente pero ahora afirmo que Dios no existe.
-¿Y por qué afirma eso tan rotudnamentee?. ¿No será que usted creía en un Dios demasiado pequeño y por alguna razón se le vino abajo?. Yo le puedo demostrar que Dios sí existe. Me atrevo a hacer tal afirmación porque he visto lo que hace con mis propios ojos.
- Si Dios existiera mi hijo no se habría ido de casa.
- ¿Qué hacía su hijo en casa?.
- !Ver mucha televisión!. !Eso es lo único que hacía!. !Ver mucha televisión, no estudiar nada y trabajar menos todavía!.
- Pues entonces yo le aseguro que Dios no es el culpable de que su hijo se haya ido a la gran capital.
El campesino no volvió a hablar. Quedó pensativo mientras obvservaba, fijamente, cómo el joven licenciado, con una tranquilidad pasmosa, bebía la leche. Cuando éste terminó, el campesino se levantó de la silla, tomó la boina y se la puso sobre la cabeza.
- Yo ahora tengo que marchar a la faena. Usted póngase cómodo que luego seguiremos charlando.
- ¡Espere!. Ya que no quiere ni desea que le pague un alquiler... desearía, al menos, poder trabajar con ustedes durante esta semana para compensar.
- No lo haga para compensar...
- Perdon. Es un defecto que he adquirido a causa del lugar donde trabajo.
- Pues nada de para compensar...
- Está bien. Lo quiero hacer para aprender...
- ¡Le advierto que escardar es muy duro para las manos!.
- No importa.
- Bueno... cambiese de indumentaria. Mi hijo es de la misma complexión atlética que usted y tengo toda su ropa de trabajo, que apenas la usó casi nunca, en esa alcoba. Esa será donde duerma usted estos días. Si quiere venir conmigo cámbiese, que yo le espero liando un cigarrillo. ¿Le apetece uno?.
- No, ahora no. Suelo fumar en pipa y algún cigarrillo que otro pero no fumo.
- No le entiendo...
- No es necesario entenderlo sino escucharlo. Yo no fumo. Digamos que enciendo pipas o cigarrillos para hablar con Dios.
- ¿Está usted bien de la cabeza?.
- ¿Usted qué cree?.
El campensino no dijo nada y el joven licenciado entró en la alcoba. Poco tiempo después apareció con vestimenta apropiada para trabajar en el campo.
Se fueron ambos a faenar, charlando mientras caminaban.
- Estoy pensando en lo que me ha dicho, joven.
- ¿A qué se refiere usted, señor?.
- A que no fuma sino que enciende tabaco para hablar con Dios.
El joven licenciado se metió las manos en los bolsillos del pantalón y solamente sonrió.
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Foto del autor Jos Orero De Julin
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Descripción

Novela de Ficcin y realidades.

Palabras Clave: Literatura Novela Ficcin Realidades Conocimiento Conciencia Cristianismo.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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