Setamor (Novela) Captulo 20.
Publicado en Feb 03, 2011
Era la una de la tarde. Desde que el campesino y el joven licenciado habían salido a faenar no volvió a llover. Y no se presentía más lluvia durante el resto del día.
El campesino se irguió. - ¡¡Dejémoslo... ya está bien por hoy!! - gritó desde un extremo del pedazo de tierra. - Menos mal... porque ya estaba a punto de abandonar -pensó, para sí mismo, el joven licenciado que, a duras penas pudo, también, erguirse. - ¡¡Cómo se encuentra!! -volvió a gritar el campesino. - ¡¡Si le digo que bien le mentiría!!. ¡¡Me encuentro fatal!! -gritó también el joven licenciado desde el otro extremo- Siguieron gritándose. - ¡¡Pues ha hecho usted un buen trabajo, sí señor, ha hecho usted un buen trabajo!!. - ¡¡El trabajo dignifica pero cuánto cansa!! ¡¡No es cierto!!. - ¡¡El trabajo dignifica cuando es un trabajo digno y sólo cuando es un trabajo digno!!. - ¡¡Lleva usted toda la razón!!. ¡¡Hay trabajos que matan al espíritu!!. El joven licenciado sonrió antes de contestar. - ¡¡Porque son indignos!!. - ¡¡Usted debe conocer, por ser de la gran capital, más clases de trabajos indignos que yo!! -afirmó el campesino. - ¡¡Cierto!!. ¡¡En la gran capital yo diría que hay más trabajos indignos que de otro tipo!!. ¡¡Por lo menos en ciertos sectores!!. - ¡¡Si ya se lo decía yo a mi hijo!! -y sacando la petaca de tabaco se acercó al joven licenciado que, disimuladamente, escondió sus manos en los bolsillos de su pantalón. - ¿Le aptece un cigarrillo... de pueblo...?. - Si es de pueblo acepto. - Le voy a enseñar a liarlo. Y comenzó todo un parsimonioso ceremonial. Era la liturgia tabaquera que, a momentos, celebran los que fuman con la conciencia tranquila. Sacó un librillo de papel de fumar. Extrajo uno y lo curvó. Tomó, con la otra mano, la petaca de picadura. Comenzó a vertir tabaco sobre el papel, que sujetaba con los dedos de la mano izquierda. Dejó el petate sobre el tronco, cortado, de un árbol. Comenzó a extender el tabaco a lo largo de todo el papelillo de fumar. Lo lió. Ensalivó el borde y... ¡ya estaba preparado el pitillo!. Se lo entregó al joven licenciado. Éste esperó a que fabricara otro. El campesino repitió el proceso y, guardándose la petaca, sacó un mechero de yesca y encendió el pitillo del joven licenciado. El campesino observó la manos de éste. No dijo nada. Encendió el suyo... - Vámonos. Y se marcharon camino de la aldea. - ¡Jesús, José y María... qué manos trae usted!. - Le prometo que son las mías. - ¡Pues parecen las de otro!. ¡Espere, que se las voy a frotar con salmuera!. La salmuera cura casi todo... ¿sabía usted?. !Si no se muere antes!. - ¡No siga diciendo barbaridades, madre! -se le encaró la buena señora- ya le dije que no la hiciese caso pero... ¡madre mía qué manos!. ¡Zagala!. ¡Ven acá un momento!. El campesino no dijo nada y se fue al cobertizo donde dormitaban los bueyes. Se escucharon unos rápidos pasos que provenían de la escalera y apareció una hermosa muchacha de dieciseis años. Era fresca y saludable. Una belleza natural sin ninguna clase de retoques ni pinturas. Bien proporcionada en todas sus medidas. En resumen; era una preciosa lozana campesina. - ¿Qué desea, madre?. - ¡Anda... ves a curarle a este joven sus manos!. - ¡Qué barbaridad, qué manos se ha puesto usted!. Las marcas enrojecidas y las ampollas, en ambas manos, le escocían profundamente al joven licenciado pero él no soltaba ninguna exclamación. - Venga conmigo -le indicó la zagala. Y bajaron al cuarto de baño. La zagala comenzó a curarle las manos mientras él, fijándose con la vista en una repisa de la cocina, preguntó. - ¿Qué son todos esos frascos?. - ¡No haga caso!. ¡Son los potingues de la abuela!. ¡Tenga mucho cuidado de no caer en sus garras!. Está loca por experimentar con cualquiera que se descuide. - ¿Y ha habido algún descuidado?. - Más de uno... más de uno... pero la experiencia les ha servido para no tropezar dos veces en la misma piedra. El joven licenciado sonrió. - ¿Qué bonita sonrisa tienes? -se atrevió a tutearle la zagala mientras también comenzó a sonreír. - Gracias... pero la tuya es mucho más bonita. Ella cambió de conversación porque estaba empezando a notar que le gustaba el joven licenciado. - ¿Cómo es la gran capital? -dijo ella. - Antes era una ciudad de habitantes muy humanos. Ahora es una jaula de grillos y una casa de locos. - Eso dice mi padre... - No somos siempre perfectos... pero tu padre se merece que le hagas caso siempre. Al menos mientras estés viviendo bajo su protección. ¡Es un gran hombre!. - Pues yo voy a estar ya poco tiempo bajo su protección. En cuanto mi mozo salga de la mili nos casamos. - ¿Estás deseando casarte?. - ¡No lo sabes tú bien!. - ¿Sabes lo que es la vida matrimonial?. - ¡Ya aprenderé!. Sólo consiste en dejarse llevar por la Naturaleza. Los animales se enlazan y no tienen ninguna clase de complicaciones. Se dejan guiar por la Madre Naturaleza tal como la creó Dios. Yo no sé si estaré acertada pero veo así las cosas. Sé que muchos escriben libros sobre el matrimonio y las relaciones entre el esposo y la esposa. También he leído muchos de ellos. Pero lo que más me ofusca es que dan muchas opiniones contradictorias entre sí. Lo que uno afirma el otro lo niega y lo que éste niega un tercero afirma pero sin afirmar lo que dijo el primero. He terminado por no hacerles caso a ninguno de ellos y pensar sólo en lo que la Madre Naturaleza me indique. Esa Madre Naturaleza creada por Dios no se equivoca ni me equivoca a mí. - Pero parte de la Naturaleza es el razonamiento. - Cuanto más naturales seamos más nos acercaremos a la idea que Dios tuvo cuando nos creó. ¡Y que conste que me siento muy orgullosa de ser virgen!. - ¿Tú crees todo lo que me has contado?. - ¡Yo lo creo! -reafirmó la zagala- ¡Bueno... ésto ya está!. Ahora espera que te vanda las manos. - Te van a dar muy poco por ellas. Yo no soy un santo... - No pienso venderlas sino vendarlas. El joven licenciado y la zagala quedaron en silencio mientras ésta realizaba la operación. - ¡Ya estás listo!. ¡No se te ocurra volver a hacer ninguna barbaridad!. ¡Ni lo pienses!. - ¡Ni lo pienso! -rió el joven licenciado contemplando la limpia luz que brillaba en los ojos de ella. Ella sonrió descubriendo la doble interpretación de la frase,. - ¿Eso es lo que se aprende en la gran capital?. - Eso es lo que aprendemos... Y bajaron, ella delante y él detrás, por la escalera. Sin embargo, antes de terminar el descenso, apareció la buena señora que iniciaba la subida. - ¡No!. ¡Ha dicho tu padre que hoy comemos en la cocina!. La zagala se volvió hacia el joven licenciado. - ¡Mejor!. ¡Así lo haremos más calientes!. - ¡Ya lo creo que sí! -respondió él. - Sinvergüenza -le dijo ella con la mirada. - Te equivocas -respondió él también con la mirada. Habían comido y se encontraban el campesino y el joven licenciado, sentados ambos frente a frente y en sendas banquetas, junto a la encendida chimenea. - ¿Sigue usted empeñado en querer trabajar en el campo?. - ¡Sigo!. - Pero... ¿si no va a poder con esas manos?. - Lo intentaré de todas formas. - ¡Mañana me toca partir leña!. - ¿Tienen ustedes guantes?. - Bueno... ¡si así lo desea!. ¿Quiere un pitillo?. - No... gracias... si tuviese usted una pipa... - Pues la tengo. Era la del abuelo. ¡Se la regalo! -y se levantó marchando en busca de la pipa. Al momento regresó. - ¡Verá... quisiera pedirle opinión sobre algo que no acierto a contestarme! -y le ofreció pipa y picadura de tabaco. El joven licenciado cargó la pipa y comenzó a hacer como que fumaba. - Si le sirvo de algo... -respondió el joven licenciado. El campesino terminó de liar el pitilllo y comenzó a fumar - Posiblemente. - Pues usted dirá. - ¡No le aburriré, se lo prometo!. - Yo no me aburro escuchando a los demás. - Entonces le voy a contar una corta historia. Tengo cinco hijos. La primera, que es mujer, se casó con un rico comerciante de la capital de esta provincia y allá vive. El segundo se casó también y vive en el pueblo vecino. La cuarta es esta zagala que ha conocido hoy, pero está enamorada y, dentro de poco, sé que también se casará y abandonará la casa. Y el quinto es mi problema. ¡Verá!. Yo he procurado dar estudios a todos mis hijos pero luego...¡ya lo ve!... se casan y me dejan solo en el hogar. El quinto ha terminado los estudios del Instituto del pueblo vecino... ¡aquí, lógicamente, no tenemos Instituto! ... y ahora me encuentro con la disyuntiva de mandarle a estudiar a la Universidad e la capital, ¡porque de verdad que es un gran estudiante! y se quedará para heredar las tierras cuando yo no pueda con ellas. Ahora mismo lleva toda la jornada con el ganado y no volverá hasta la noche. Usted ¿qué haría en mi caso?. - ¿Su hijo qué desea?. - Él desea estudiar. Pero aquí surge otro conflicto. Yo desearía que, en caso de estudiar, hiciese una carrera lucrativa como Derecho, por ejemplo, o Ingeniería Agrónoma, por citar otro ejemplo, pero él quiere estudiar Periodismo. Yo sé que vale para ello pero no le va a ser tan fácil como si estudia Derecho. Yo quiero, en primer lugar, que se dedique a la tierra... podría admirtir que se hiciese abogado... pero... ¡periodista!... ¡yo no quiero que vaya dando tumbos por ahí de un lado para otro!. - Páguele los estudios de Periodismo si demuestra que lo aprovecha. Si no tiene dificultades económicas... ¡ayúdele!. ¡Pero ayúdele en lo que él prefiere!. - Pero... es muy joven. Yo creo que debería hacerme caso y que estudiase lo que yo le propongo. Debe saber que mi experiencia le va a servir más que su ilusión. - Si desea que su hijo le ame siempre... ¡ayúdele en lo que él desea!. Vale más que su hijo le tenga siempre amor a no retenerlo contra su voluntad y obligarle a ser lo que no quiere ser... ¡porque si usted siembra frustración recogerá odio!. - Lo pensaré. -No tarde demasiado en pensarlo. Cada año de desilusión que le quite a su hijo será un año desperdiciado en la vida de ustedes dos. Los dos quedaron, brevemente, en silencio. El campesino terminaba ya de fumar el pitillo; sin embargo, el joven licenciado aún permanecía dándole a la pipa. - Es curioso... así como estamos ahora... parece usted el padre y yo el hijo... aunque el documento nacional de identidad indique lo contrario. - Es que los documentos nacionales de identad siempre indican lo contrario. - ¡Jajaja!. ¡No me haga suted reír!. - ¡Creáselo... buen hombre... creáselo!. ¿Usted sabía que el docuemtno nacional de identidad de su hija señala deieciseis años y que, sin embargo, a veces ella piensa como niña de catorce y, a veces, reflexiona como mujer de veintidós?. - ¿Y cómo es usted capaz de descubrirlo si la conoce sólo de un momento y yo llevo dieciseis años sin haberlo adivinado?. - Porque no es lo mismo la cantidad de edad que la intensidad de edad. - ¡Vaya galimatías!. - Pues no es tan difícil de entender... - Ahora que reflexiono sobre mi zagala... ¡lleva usted razón!. Qué pena que mi hijo no piense así... - ¡Ahí quería yo llegar!. ¿Qué pasa con su tercer hijo?. No me ha dicho, todavía, nada de él. - De ese prefiero no hablar nada. Murió. Para mí ya murió... - ¡No se engañe por más tiempo a sí mismo!. No es bueno mantener tanto el silencio... El campesino se resistía a hablar. - ¡Mire, si quiere no me cuente nada... pero así no va a solucionar ningún problema sino que lo empeorará más de lo que está!. ¡Haga usted un esfuerzo y dígame por qué!. -¡Está bien!. Se lo dire. Mi hijo no es digno. Ya de muy joven se me volvió rebelde y holgazán. Ni quería estudiar ni quería trabajar en el campo. Él sólo quería irse a los pueblos vecinos... y a la capital de esta provincia... ¡a gozar de la vida decía él!. Se dedicó a bucar a las chicas y a desenfrenarse con ellas. Y cuando estaba en casa enchufaba el televisor y no había quien le arrancase de delante de ella. ¡Comenzó a crearse un falso mundo en su interior!. Pensaba que todo aquello que salía por el televisor lo podía conseguir él. ¡La Publicidad!. ¡Maldita Publicidad de la Gran Capital!. Y el campesino volvió a callar. - Siga... siga contando... vuelque todo el odio que lleva dentro de sí. ¡No le falta razón para hacerlo!. ¡Tiene usted todo el derecho para desalojar su odio!. Nadie le ha ha escuchado hasta ahora pero... ¡yo le escucho!. ¡Haga como que yo soy su hijo y me está reprochando a mí!. -¡Lo único que consiguió con aquella desdichada vida que llevaba con las mujeres fue dejar embarazada a una pobrecilla de las que cayó en sus garras!. Y... para mayor fatalidad... ¡le nacieron mellizos!. Y él... ¡¡necio de él!!... en vez de quedarse con nosotros dijo que sacaría adelante a su familia... ¡sin ayuda de nadie!. ¡Que triunfaría en la Gran Capital!. Yo le dije que con lo pésimamente que iba enseñado no tendría más que fracaso en un lugar donde sólo sobrevivien los más preparados. Pero... ¡no me hizo caso!. ¡¡Su orgullo!!. ¡¡Siempre su maldito orgullo y su vanidad!!. Creía que allí iba a ser como era vivir en estos parajes y... ¡ya ve!... ¡mendigando caridad cuando aquí lo tenía todo!. - ¿Sabe usted algo de él?. - Me escribe de tarde en tarde... aunque yo no le contesto y, además, no tiene resdiencia fija para poderle escribir. Lo último que sé de él es que, a veces, trabaja de peón de albañil en algún que otro lugar. ¡Pobrecillo!. ¡Hasta me da lástima de él!. - ¡Ve cómo le sigue amando!. Si le da lástima es que sigue sintiendo amor por él... - No le entiendo... no le entiendo... aunque fuese sólo por su mujer y sus dos niños... - ¡Déle tiempo al tiempo!. No miré el reloj. Quizás sea mejor no hacerlo. - ¡Si él pensara como usted!... - Él es él. Yo soy yo. Y usted es usted. No debemos imponer a nadie nuestra identidad. Los seres humanos se dientifican cuando se comprenden a sí mismo. Unos tardan más. Otros tardan menos... pero todos terminan por identificarse a sí mismo y acaban por descubrir lo poco o lo mucho que han valido en esta vida. El campesino se levantó. - ¡Gracias por escucharme!. Ahora prefiero estar sólo... ¿no le importa?. - Por mí no se disculpe. Yo le entiendo... porque muchas veces he buscado también estar solo. Es necesario hablar con ese amigo que todos llevamos dentro... - ¡Usted sí que me entiende! -y el campesino se puso la boina y salió de la casa. Apareció la buena señora. - No se preocupe, joven. ¡No se va al bar!. Él, cuando necestia estar solo, se va a caminar hasta que se cansa y luego siempre regresa... ¡siempre regresa con más fuerzas!. Pero nunca... ¡oiga usted, nunca, viene bebido!. Es todo un hombre. Yo le respeto y le amo y él me ama y me respeta. ¡Nunca, a pesar de lo que sufre, le verá usted bebido!. Al anochecer apareció el campesino junto con su quinto hijo, el que quería estudiar Periodismo. Y se lo presentó al joven licenciado. - ¡Éste es el periodista! -dijo, alegre, el campesino. - ¡Gracias, padre! -contestó el muchacho. Y el joven licenciado comprendió que habían llegado a un acuerdo. - ¿No le importa que salga a dar una vuelta antes de cenar?. - ¿Le acompaño? -dijo el campesino. - No, gracias. Es tan pequeña la aldea que no me perderé... Al salir por las callejuelas tropezó con el lugareño que había saludado en la fuente. - ¡Ea, adónde vamos, compadre! -saludó, amable, el lugareño. - A ver si despejo la cabeza. - Eso está muy bien. Yo a ver si mi parienta me da de cenar. Algo caerá... poco pero algo caerá. Ya sabe usted que si pasamos hambre es que estamos vivos. El joven licenciado siguió su camino con ganas de reír. Pero no. La filosofía de aquellas personas sencillas era demasiado profunda. El cielo estaba completamente tachonado de estrellas. El joven licenciado se subió las solapas de la chaqueta de pana. Pensó en todo lo que, durante aquellos meses, le había deparado la vida. Descubrió que había desarrollado unas magnitudes personales que antes había tenido ocultas. Y razonó. - Tengo que seguir buscando la fe de lo que creo. Dentro de unos días este descanso va a terminar y sé que voy a tener que contrastar demasiados razonamientos pero... ¡voy a seguir adelante!. Las luces de la plazoleta, en todo su esplendor, rebotaban en el agua fresca del pilón de piedra, derramándose en cascada. Algunos perros ladraban bajo la encendida luna. Por los bordes de la vereda, las luciérnagas formaban su peculiar procesión luminosa en silencio. Dos gatos, gato uno y gata la otra, ronroneaban en el tejado de un granero. En algún establo vecino mugían, de vez en cuando, las vacas... y un pueblerino, que caminaba por algún cercano sendero, silbaba una dulce balada. Era la hora ignota del sentir.
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