CRUCE DE MIRADAS
Publicado en Feb 08, 2011
Renato levantó el sobre al pasar junto a la banca más alejada en el parque, lo guardó en su libro y se fue.
Aquella tarde el cielo estaba tristemente ataviado de gris oscuro, la gente andaba cabizbaja y la ciudad gemía desde el tráfico habitual. Adriana caminó lentamente, algo jorobada, arrastrando los pies y su rostro lucía más avejentado que nunca. Su piel pálida y el morado bajo sus ojos le daban aspecto de agonía, llevaba más de tres noches sin dormir, apenas probaba alimento y le hacían falta lágrimas para expiar el dolor. Escribía ese universo de posibles e imposibles conformado por las palabras, la mantenía viva. Todo comenzó cuando nació. Su madre logró hacerle sentir que la vida la odiaba y jamás habría algo bueno y hermoso para ella, a su padre nunca lo conoció y tuvo tres medios hermanos con los que jamás hubo cercanía. La pobreza y la soledad eran sus compañeras frecuentes, siempre pasaba desapercibida y en la calle todos la empujaban. Con bastante sacrificio asistió a la escuela y se refugió en las letras, leía lo que llegaba a sus manos, escribía hasta en la bolsa del pan, divagaba y soñaba todo el tiempo que erea hermosa, amada, se miraba rodeada de comodidades y así, su ánimo se fue perdiendo entre fantasías y frustración. Su madre desapareció y Adriana quedó sola en un departamento pequeño, húmedo, casi vacío. Ella sabía que aquella mujer andaría vagando, quizá había enloquecido o estaría muerta, al fin era libre de su madre. Trabajaba desde pequeña en una fonda, comenzó barriendo a los 8 años hasta llegar a ser encargada de la cocina. Le gustaba sentir toda clase de texturas y disfrutar todos los sabores posibles. Sentía unidad, cierto equilibrio al cocinar y más aún, al compartir los alimentos, por tal motivo pasaba tardes enteras horneando galletas y pasteles, los cuales repartía entre sus vecinos, mientras, el tiempo pasaba dibujando angustias en su rostro. Se sintió útil y valiosa, sus compañeras la querían y escuchaban con atención las lecturas de Adriana a la hora de cerrar; principalmente poesía y relatos breves; creía que eso era algo parecido a la felicidad pero aún había algo que faltaba en su vida, el amor. Sus labios no sabían lo que era un beso, sus manos no sabían lo que era una caricia. Se sabía fea y sin formas sensuales, labios delgados, ojos pequeños, nariz larga pero su voz era dulce, clara, pausada. Su timidez y su silencio causaban cierta ternura, era como un ratón en medio de la tormenta. Un día comenzó a escribir cartas a alguien que aún no llegaba a su vida pero ella sabía que en alguna parte, el pecho de un hombre se inflamaba de abrazos para ella, entonces no volvería a despertar en la madrugada, cubierta de sudor y lágrimas para descubrir que nadie le serviría una taza de leche y le llenaría de besos el rostro, el cuello, los senos y esa parte entre las piernas que le causaba terror y extrañas sensaciones. Una noche despertó al escuchar ruido en su puerta, al abrir encontró a una gata blanca, sucia y flaca como ella, arañando la puerta. De inmediato la cargó, la envolvió en una manta y le sirvió un poco de leche tibia. Desde ese momento hubo una razón para despertar cada mañana. La llamó Nieve. A los pocos días comenzaron a dejarle flores, chocolates, juguetes, perfumes en la puerta y ella sonrió un poco, se compró ropa, se ataba con listones el cabello y hasta se veía un poco bonita. Escribió más que nunca y esperaba el día en que su amado tocara a la puerta para tomarla en brazos y no dejarla nunca, pasaría noches en vela leyendo sus cartas. Una noche llamaron a la puerta y ella saltó de la cama, seguro era el hombre que la amaba en secreto, con el que compartiría el desayuno, el baño, las penas y las alegrías. Su corazón latía aceleradamente, sudaba y casi resbaló al cruzar por la sala, entonces abrió y encontró algo que no olvidaría jamás, algo que le robaría el sueño y la paz... Un muñeco de trapo con un letrero en pecho que decía: “Te amo”. Escuchó risillas y vió correr sombras pequeñas. Lloró mucho y se golpeó la cabeza con las manos, se reprochaba por ser tan estúpida y creerse merecedora del amor. Los muchachos comenzaron a llamarla loca, fea, vieja y las vecinas trataban de sacarla del trance pero Adriana ya estaba muy lejos de la realidad. Dejó de cocinar y hornear pasteles, dejó de arropar a su gata y estaba dejando morir su cuerpo, su alma estaba muerta desde que nació por eso todos la empujaban en la calle, Adriana era imperceptible, un fantasma. Después de tres días sin dormir y sin comer decidió escribir una carta de despedida para quien sea, para quien quisiera leerla y sentirse amado por una sombra. Alimentó a la gata que casi estaba en los huesos y salió a caminar, traía el sobre con su dirección en la mano, tal vez alguien se compadecería de ella y le escribiría una carta, sólo una y podría morir en paz. Caminó por el parque cercano a su casa. Renato vivía con sus padres, era hijo único, un hombre amable y sereno. Era médico de profesión pero su pasión en la vida era la literatura, principalmente la poesía. Ejercía la medicina en un barrio pobre, casi no cobraba y regalaba los medicamentos, ayudaba a quien se atravesaba en su camino. Tras de su bello rostro se ocultaba un alma aún más hermosa aunque algo extraviado en sus delirios de poeta. Gustaba de pasear por la ciudad, asistía a museos, conciertos, viajaba constantemente a los pueblos más alejados y míseros. Su madre presidía una fundación que apoyaba a madres solteras, niños en situación de calle y ancianos abandonados, su padre era director de un hospital de lujo y nunca se opusieron a que él se dedicara a escribir. finidad de mujeres se acercaban a Renato con toda clase de intenciones pero él no encontraba esa chispa que haría temblar al mundo en ninguna mirada, no escuchaba la música del universo en ninguna voz, no lograba verse reflejado mil años después del primer encuentro en ninguna mujer. Era más bien solitario porque los amigos le incitaban al vacío, las borracheras y encuentros ocasionales, le insistían que era bien parecido e inteligente, además de poseer una gran fortuna. Pero buscaba más, sabía que en alguna parte la ternura de una mujer florecía para él, quizá una chica frágil pero con deseos de vivir, una musa que existiera para y por sus versos. Llegó a casa y leyó la carta de Adriana, lloró al descubrir su corazón de poeta perfectamente retratado en aquellas palabras, la mujer que escribió esa carta era su alma gemela. De inmediato escribió una respuesta y la llevó a la dirección que traía el sobre. Decidió esperar hasta que fuera el momento oportuno y mientras, llevaría siempre una carta acompañada de una flor. Algo despertó en su interior y se dedicó a imaginar a su amada. No dejaba de sorprenderse, quizá la conocía pues ella vivía muy cerca de su consultorio. Adriana llegó a su casa y miró el sobre, lloró al recordar lo que había sucedido pero también lloró por saberse tan ingenua y volver a soñar. Temblaba de pies a cabeza, la gata maullaba de hambre y ella rompió el sobre. Al día siguiente lo mismo, una carta y una flor, la gata maullando, ella temblorosa y volvió a romper la carta. Al día siguiente igual y así varios días hasta que se dio cuenta de que salía y volvía a la misma hora, ansiosa de encontrar otra carta bajo su puerta. Después de varios días decidió abrir una carta y poner la flor en agua, entonces supo que no era broma y decidió responder. Para ese momento Renato languidecía y le parecía una infamia no ser correspondido, él creía que todas las mujeres debían enamorarse de los poetas. Al encontrar una respuesta, volvió a sonreír. Las cartas eran largas, llenas de promesas, ternura, pasión, hasta que Renato comenzó a sentir temor, quizá una mujer tan inteligente y hermosa era asediada y él deseaba protegerla, llegar al hogar y encontrarla leyendo, quizá escribiendo o bailando de alegría, llena de vida y amor, comenzó a insistir en que debían encontrarse. Adriana lloró de miedo pues seguro Renato era joven y apuesto, mientras ella envejecía rápidamente. Intentó volver a trabajar pero ya no tenía fuerzas ni entusiasmo, su salud empeoraba y sabía que pronto moriría. Decidió decir adiós a Renato, escribió la carta y la ató al collar de Nieve. Salió de su casa y al volver no estaba la gata, Renato la llevaba en brazos, la instaló en su casa, leyó la carta y lloró. Escribió, salió corriendo y tropezó con una mujer que apenas se sostenía en pie, la miró y sintió frío, miedo y un deseo inmenso de protegerla, esto lo atribuyó a su profesión y de inmediato sintió asco; humano y hombre al fin jamás podría pensar que así era su amada, esperaba a una mujer joven y hermosa, delicada como un clavel. Miró a los ojos a ese despojo humano, su amada Adriana y siguió corriendo, no alcanzó a ver que ella se desvaneció. Lo último que Adriana miró fue un sobre en el piso junto a ella, lo último que sintió fue el deseo sobrecogedor de que ese hombre la tomara en brazos y la amara eternamente.
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