Setamor (Novela) Captulo 34.
Publicado en Mar 10, 2011
- Ya hemos llegado. Esa es la Casa de la Contratación -se dirigió el conductor del automóvil de color blanco al joven licenciado.
- Pero... ¿qué va a hacer usted ahora? -puntualizó la señora esposa del conductor del automóvil de color blanco- ¡sólo son las cuatro de la madrugada y hasta las ocho de la mañana no abren!. - No se preocupe por mí... sabré cómo pasar el tiempo -contestó el joven licenciado con la pasmosa tranquilidad natural que siempre le caracterizaba. -¡Tenga cuidado que la noche es muy oscura! -le advirtió el conductor del automóvil de color blanco. - Las noches oscuras son aquellas en las que mejor vemos con nuestro interior. Cuánto menos luz halla más aprendemos de nosotros mismos y más aprendemos de los demás. ¡Me defenderé sin ninguna clase de problema!. Soy experto en artes marciales y no lo digo por eso sino, sobre todo, porque las noches son donde mejor me defiendo de los fantasmas. - ¿Ha tenido usted mucha vida nocturna? -inquirió, interesado, el conductor. - La he tenido y me ha servido para enriquecerme y afirmar mi personalidad. - ¿Y no le da miedo perder la vida? -intervino, otra vez preocupada, la señora esposa del conductor. - La vida se puede ganar o perder en cualquier momento. Yo diría que, haciendo estadísticas, hay mayor número de personas que pierden la vida durante el día que durante la noche. - Es cierto... -dedujo el conductor del automóvil de color blanco adivinando el mensaje oculto que aquella frase contenía. El joven licenciado se apeó del automóvil de color blanco. - Y hay quienes pierden la vida sin morir -pensó nada más pisar el suelo. Lo primero que encontró fue la Calle Principal. Al inicio de la misma se encontraba la Casa de Contratación. Era algo así como un gran caserón con un letrero metálico, sobre la puerta, que rezaba: "Casa de Contratación de Peones Agrícolas". Las paredes aparecían totalmente deslucidas y desportilladas las maderas de las ventanas por donde circulaban, a su antojo, las arañas. Un gato cruzaba por el tejado de color bermejo que aún chorreaba, por los canalillos, las últimas gotas que habían quedado como residuos de la lluvia. Alguien había pintado sobre el muro frontal con pintura roja: "Explotadores". La puerta aparecía cerrada con candado. Un candado enorme con una cerradura igualmente enorme. Se deducía que la llave debía ser enorme. El gato escapó hacia la parte oculta del edificio, dando unos pequeños brincos sobre las tejas. Sonó algo así como un crujir de ramas cuando debió de bajar por un árbol del patio interior y entonces un perro lejano comenzó a ladrar. Junto a la Casa de Contratación se encontraba la Escuela. La bandera nacional ondeaba asida a un mástil situado en el balcón principal del piso superior. Como la noche era ventosa flameaba totalmente descontrolada. A veces se desplegaba en toda su extensión y a veces quedaba enrollada sobre sí misma. En el portalón de entrada, bajo un escudo de piedra, se podía leer: "Escuela Nacional". Las ventanas aparecían con roturas que debían haber sido producidas por pedradas de algún grupo de personas manifestándose públicamente contra los dirigentes de ella. Eso era, al menos, lo que se podía deducir como causante de aquellos vidrios rotos. Había, también, tiestos con geranios en la acera de enfrente y a la misma altura que la Escuela. Se suponía que alguna viejecita del lugar lor regaría amorosamente mientras el coro de voces infantiles recitaba algún famoso poema de la Literatura Universal o la tabla de multiplicar. El perro ladraba y callaba, volvía a ladrar y volvía a callar... El resto de aquella calle era una sucesión longuilínea de viviendas similares las unas a las otras. Todo ello hasta llegar al primer recodo donde aparecía, recubierto de pintura de color cremoso, el Casino. No debía de hacer mucho tiempo que había cerrado sus puertas, pues en la acera aún chisporroteaba la colilla de un cigarrillo que el portero debió de arrojar antes de cerrar el local y encaminarse hacia su domicilio. Sobre el asfalto de la acera, revueltas con el barrillo producido por la reciente lluvia, numerosas huellas de zapatos producían una especie de laberíntica composición abstracta. Parecía como si hubiese sido el escenario de una batalla de infantería... o algo así como un enfrentamiento, cuerpo a cuerpo, de dos borrachos. Tal era la confusión de las huellas de aquellos zapatos que si alguien tuviese que orientarse por ellas lo más seguro que no encontraría la dirección adecuada. El joven licenciado seguía caminando por la calzada. En aquellos momentos era impensable que un automóvil fuese a perturbar el silencio. Incluso el perro había dejado de ladrar. Una peluquería, un restaurante y un hostal, hacían escolta a la principal iglesia del pueblo. ¿Habría sólo una iglesia o más de una?. Lo único seguro es que aquella debía de ser la más tradicional pues sabido es que en las calles principales de los pueblos los curas católicos suelen bendecir a los más pudientes. El campanario, en lo alto, parecía ser como el vigilante de las almas extraviadas. A su sonido de congregarían, el próximo domingo, esas viejecitas que marchan con los rosarios en sus manos y esos excelentes caballeros que suelen caminar por la parte exterior de las aceras con sus no menos excelentes damas por la parte interior y que, seguramente, a la salida de la misa, toman el vermut en el restaurante mientras, magnánimos con los necesitados, permiten que el limpiabotas les lustre sus zapatos, arrodillados ante sus glorias. Algo más adelante el quiosco de prensa, acristalado por sus cuatro costados, ofrecía una visión como de linterna para los noctámbulos. Allí se podría detener, un momento, para visualizar las portadas de aquellas revistas donde actores y actrices, príncipes y princesas de alguna parte del mundo y famosos y famosas del dinero, declararían frases como: "Soy feliz porque mañana me divorcio de mi tercera esposa" o "No me convenía pues no tenía la suficiente clase para mí", según fuese él o ella quien hiciese la declaración... y el desnudo parcial de alguna desconocida modelo presidiría la noticia de que unos extraterrestres, llegados en un extraño objeto espacial, habían raptado, durante varias horas, a una persona que, ahora, después de cinco años, lo hacía público. En el cielo, las estrellas permanecían inmóviles menos una, de esas denominadas fugaces, que cruzó como una exhalación mientras las luces parpadeantes de un avión hacían guiños en la noche. ¿Sería verdad lo que narraba aquella persona?. Lo que sería verdad es que pasaría a ser el comentario de la semana entre los habitantes del pueblo hasta que otra no menos extraña declaración ocupase su lugar. Para ello los dirigentes de la revista ya tendrían preparada otra rara exclusiva. La Calle Principal desembocaba en la amplia Plaza Mayor. Allí el suelo estaba repleto de basura. Aquella suciedad era la máxima expresión de la incultura, el subdesarrollo y la barbarie. Con solo fijarse, un momento, se podía sacar la conclusión de qué clase de habitantes eran los que habían celebrado las fiestas. Un papel anunciador de las mismas comenzó a revolotear y, tras él, envoltorios de chocolatinas, hojas de periódicos, papeles pringados de aceite que demostraban haber sido envoltorios de bocadillos y bolsas de plástico que habían sido el domicilio temporal de todas aquella ingente cantidad de pipas de girasol cuyas cáscaras se expandían a lo largo y ancho del suelo de la plaza. Se podía descubrir, también, botellas de vidrio y vidrios de botellas, colillas de cigarrillos, algún pequeño juguete de criatura, un paraguas con las varillas rotas abandonado y que daba vueltas sobre el eje de su empuñadura y un par de zapatos viejos que eran la expresión sublime de algún abandono. Pero, sobre todo, había innumerable número de esas chapitas de botellines que los niños solían recoger para rellenar, de juegos, sus infancias abarrotadas de risas y alguna que otra lágrima. Una tarima de madera, totalmente sucia del vino derramado sobre ella, demostraba que alguna banda de músicos había estado amenizando la velada de aquel último día de las fiestas. Tras ella se erigía el edificio del Ayuntamiento donde, de nuevo, una bandera nacional aparecía en escena, aupada en el balcón desde donde el sempiterno alcalde y la anual reina de las fiestas, habían dado la salutación a los festejantes; pero esta vez aquella bandera nacional, movida trémulamente por el viento, mantenía una férrea batalla imaginaria contra otras dos banderas, igualmente orgullosas, que eran la de la región y la del pueblo. Era un combate necio donde la una contra las otras dos se azotaban mutuamente, volvían a descansar un rato y después insistían en azotarse con más fiereza. Un combate necio y absurdo que. realmente, sonaba a trasnochadas teorías de nacionalistas y regionalistas. ¿Y qué es una nación y por qué se pelean tanto los unos contra los otros? podría preguntarse el joven licenciado mirándolas. La respuesta sólo era una estúpida batalla de límites y fronteras; una estúpida batalla de etnias y tribus; una estúpida batalla de lenguas y dialectos. ¿Y eso era una nación?. No merecía la pena seguir contemplándolas afanándose en zumbarse, inmisericordes, la una contra las otras dos. Era la exacta representación del proceso retroactivo; la acción de caminar en la Historia dando pasos hacia atrás. Realmente, era una verdadera estupidez plantear así las nacionalidades. La Calle del Torno parte de la Plaza Mayor y se inicia con una empinada cuesta arriba. Es estrecha y alberga casas para pobres. Sólo destaca, en medio de ellas, allá en lo alto de la cuesta, un comercio de ultramarinos. Una especie de despensa comunal para los humildes, donde se pueden encontrar los más variados productos alimentarios formando un verdadero barullo en las estanterías. El llanto de un bebé en medio de la noche. Una luz que se enciende en la cocina. Un perfil femenino, vislumbrado tras la cortina, que se dirige hacia la habitación del bebé. Diez minutos de calma para el amamamiento. Un perfil femenino, vislumbrado tras la cortina, que se dirige hacia el dormitorio matrimonial. Una luz que se apaga en la cocina. Silencio. Al final de la cuesta, una pequeña planicie desierta donde reposa una motocicleta ya muy utilizada y la Calle del Abrevadero que se lanza hacia abajo. Por allí deambularían, a la mañana siguiente y como todos los días, las caballerías en busca de aquella fuente donde un caño da rienda suelta a su corriente de agua fresca. El rumor del agua formando cantinela con los interminables ruidos de los grillos. Junto a la fuente, bebiendo del riachuelo que sale de ella, un perro vagabundo que aplaca su sed. El joven licenciado, desde la distancia que separa lo desconocido pero que une a la amistad, abre su mochila. Aún le queda algo del almuerzo que le han preparado en la posada. Un perro que se acerca, tembloroso, hacia la mano que le acerca el alimento. Un perro que se acerca, cojeando, porque alguien le ha dañado una de sus patas traseras. Quizás uno de los resultados de la fiesta. Un perro que toma el bocado e intenta huír hacia el fondo de la calle. Un silbido amistoso. Los ladridos de otros perros que despiertan. Un acercamiento entre el animal agradecido y el ser humano. Una caricia. Y el rumor del agua que parece entonar una bella canción coreada por los inteminables acompañamientos de los grillos. Un seguir caminando... Más allá se distingue la tahona. Hay luz en su interior y se escucha el trajín de la labor. El horno está funcionando. El pan se cuece y su olor envuelve la calle con su manto de aroma. Es una tahona y una panadería al mismo tiempo. Las voces del interior demuestran que hay un hombre y una mujer y que segurísimo que ella es su esposa dando forma a las barras de pan. Habrá que esperar a las siete de la mañana para que la panadería abra sus puertas. Él sabe que tendrá que esperar hasta las siete de la mañana para volver a encontrarse con ella. Algo más lejos hay alguien que ha abierto una cancela. Es otra mujer y un hombre la acompaña. Ambos caminan hacia donde se encuentra el joven licenciado que está esperando con las manos dentro de los bolsillos de su pantalón vaquero y silbando, muy bajito, una melodía de amor. Se cruzan, cruzan sus miradas... el hombre comienza a silbar, también con las manos dentro de su pantalón de pana, mientras el joven licenciado piensa en la otra que, hace ya cinco años, presidía la cartelera del cine Ideal. - ¿Por qué?. Sólo puedo responderme que pudo haber sido de otro modo... No sabe que si hubiese sido de otro modo, él estaría ahora tomando pastillas para dormir... porque tendría que haber ayudado a desahuciar socialmente a alguno de sus traidores compañeros. Y el joven licenciado sonríe y piensa que ha sido mejor que no fuera de aquel otro modo... El resto del pueblo es similar a todo lo ya visto. Dando múltiples paseos por él, acompañado de los ladridos de perros, se podía descubrir el sentido uniforme del vivir que a todos, a la larga, nos atañe y nos une en un único misterio. Sobre el cenit del pueblo, en aquella era que parece ser el limite de las aspiraciones de todo aquello, el joven licenciado se ha detenido para contemplar el recinto repleto de tumbas y cipreses. Es el cementerio. Está allá abajo. Comienza a clarear. Se puede, todavía, entretener y saca el bolígrafo y un folio de papel en blanco del interior de su mochila. Se sienta sobre un rodillo de esos que se usan para trillar... - ¿Quién de todos vosotros levantará la voz de su presencia para sentir, de nuevo, la luz del amanecer?. ¿Quién volverá a nacer pleno y entero de conciencia para poder responder?. ¡Yo te llamo a ti, que ahora me das tu ausencia, para vivir, nuevamente, este nuevo acontecer!. ¡Yo te llamo a conocer un acto de supervivencia que nos haga renacer!. Y el joven licenciado mira su reloj. Descubre que faltan sólo cinco minutos para ser las siete de la mañana y, avisado por la esfera de color naranja de aquel sol que acaba de aparecer como respuesta a su llamada, deja el texto escrito bajo una piedra y marcha camino de la panadería sabiendo que alguien lo leerá. No importa el tiempo... pero alguien lo leerá... - ¿Desea algo?. - Buen día... una barra de pan. - ¡Mujer! -ella estaba en el interior de la tahona- ¡Trae una barra!. Efectivamente es su esposa. - ¡Usted no es de aquí!. ¿Ha venido a las fiestas?. - No... yo vengo en busca de trabajo. - ¡Es buena época!. Incluso yo se lo puedo ofrecer en mi tahona. - Gracias... pero tengo pensada otra cosa. - Es un trabajo digno y distraído. Cuando uno está dando la forma al pan es como fabricar un cuerpo; cuando uno está cociendo el pan es como estar dando aliento a ese cuerpo y cuando uno lo saca del horno es como darle vida. - Sí... pero no sólo de pan vive el hombre. - Eso es de Jesucristo. - Sí. Eso es de Jesucristo. La esposa del panadero apareció con la barra. - ¡Tenga, señor!. - ¿Cuánto le debo? -se dirigió al panadero después de darle las gracias a ella. - No se preocupe. Es gratis. - ¿Gratis?. - Tanto mi esposa como yo tenemos la costumbre de regalar la primera barra de pan que vendemos cada día. - ¿Y eso por qué?. - Es la manera que tenemos de agradecerle a Dios por la buena marcha de nuestro negocio. Hoy ha sido usted el afortunado. - Gracias una vez más -y el joven licenciado se dirigió hacia la salida. - ¡Suerte! -le dijo el panadero. En el interior de la tahona el olor del pan recién hecho seguía saliendo al exterior y cubriendo la calle con su especial aroma. En la Plaza Mayor ya estaban los barrenderos reocogiendo la basura. El ruido del motor del camión hacía que las luces de las viviendas se fueran encendiendo. Era como llamar a todo aquellos que dormían para que pudieran observar su obra por culpa de las malas costumbres. Los barrenderos faenaban sin cesar. Todo quedó atrás. El joven licenciado, sentado en un escalón junto a una planta de geranios, fumaba tranquilamente su pipa contemplando los cristales rotos de las ventanas de la Escuela Nacional. - No todos los habitantes de este pueblo son iguales -pensó.
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