Confesiones de un mobber: El cerdo en dos patas
Publicado en Mar 11, 2011
Nunca ví venir al cerdo en dos patas. Pensé que era un asunto sin importancia, porque los cerdos en dos patas duran muy poco erguidos. Les empieza a vencer el peso de su panza y se vienen de hocico contra el suelo.
Pero el cerdo tenía aspiraciones. Había sido un pupilo molesto y estorboso, algo así como una espina clavada en el pie. Luego se le había echado de allí por ser molesto como las moscas que siempre le buscaban. Pero regresó con títulos nobiliarios y así, sedujo al monstruo, que era adicto a los títulos y se enamoraba de los empapelados. De ese modo, el cerdo se llegó a su oficina, se sentó y se creyó grande por única vez en su triste e insípida vida. No pensé que el cerdo fuera a ser una amenaza, porque antes que él estuvo el búho cansado, que hacía su trabajo de manera monótona, era aburrido y pedante. Me dio gusto cuando se fue, aunque sinceramente nunca me hizo ningún daño. Simplemente era insignificante. El cerdo, sin embargo, tenía la manía de meterse en todo. Era peor que una comadre para enterarse de los chismes y luego los propagaba, aumentados y modificados. Andaba en todos los pasillos de las oficinas, resoplando y con su caminar torpe y absurdo, pues daba la impresión de que iba a caerse de un momento a otro. Quería dárselas de muy instruido pero era un pobre botarate: un niño gordo pretendiendo jugar a ser el jefe y tomándose muy en serio. Tenía a su alrededor un montón de gatos callejeros que fue a recoger de no sé dónde. Los gatos, en un afán de que les tirara más sardinas que bofetes, lo adulaban todo el tiempo, por lo que el cerdo se volvió más insoportable aún. El cerdo gritaba, alegaba y babeaba de rabia cuando no se hacía lo que él decía. Yo trataba de tolerarlo, al tiempo que intentaba razonar lo que él buscaba, pero nunca entendí el punto al que quería llegar. También vi que no todos percibían la estupidez del cerdo. La mayoría de las cosas que alegaba tenían que ver con su ego y baja autoestima, que pretendía inflar a costa de nosotros. Varias veces desenmascaré sus patrañas enfrente de los demás, buscando que me enfrentara. Pero era un cerdo chillón, como todos los de su clase, y siempre se escondía detrás del monstruo. Una vez, sin verlo venir, cayó en mi oficina para reclamarme. Creía que podía hacerme saltar de mi silla y ponerme a bailar como peonza. Estaba acostumbrándose a intimidar a los demás con su actitud pedante, cuando no era más que un animal rastrero y sin estima. Lo dejé hablar (o escupir) por espacio de un hora. Podía ver como utilizaba su discurso para aterrorizar, para tratar de que yo cediera a su punto de vista y le obedeciera. Me resultó divertido en un principio, pero pasado un rato comenzó a exasperarme. Así que me levanté y le grité con todas mis fuerzas que se largara, que no quería hablar con él, que no me interesaba nada de lo que dijera. El cerdo enmudeció y no supo cómo responder a eso. Intentó amenazarme, pero no lo consiguió pues yo no dependía de él en modo alguno. Nunca más regresó a mi oficina, permaneció escondido, acechándome y buscando el momento de contra-atacar. Yo por mi parte, me receté un buen tinto y unas lonchas de jamón serrano a su salud.
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Laura Alejandra Garca Tavera
inocencio rex
excelente y salut!
Laura Alejandra Garca Tavera
Laura Alejandra Garca Tavera
Juan Carlos Gonzlez
Si, cerdos de esa clase hay por todas partes.
Un saludo.
JC
Daniel Florentino Lpez
sobre la vida laboral
y sus ocasionales abusos
Un abrazo
Daniel