QUINCUAGESIMOSÉPTIMO YO
Publicado en Jun 28, 2009
QUINCUAGESIMOSÉPTIMO YO
Al bajar los dioses a la Tierra tomé posesión de varias islas entre España y Centroamérica, cuando vi que las selvas parecían esmeraldas dispersas por el suelo, las flores entregaban sus perfumes, el ganado pastaba en las llanuras y las fuentes de agua simulaban cristalinos senderos del entorno; que todo era fragante como el trébol, y el mármol de faz pulimentada semejaba un espejo gigantesco. Pronto descubrí unos pobladores inteligentes y recién llegados, carentes de un gobierno decoroso y suficiente organización social, que, incluso, ignoraban los vocablos para nombrar tan generosas tierras. Crucé bosques, oteros y sembrados antes de seguir hacia las cumbres donde hallé una joven prisionera de mirada orgullosa y penetrante, que despertó mis ansias amorosas con su flexible y torneado cuerpo. De diez hijos, Atlante fue el primero. Entonces decidí que el archipiélago llevara el nombre de mi primogénito, declarándolo, con mis otros vástagos, gobernador de tan hermosas islas; los diez las regirían en conjunto de manera equitativa y solidaria. Explotaron los recursos naturales, siendo industriosos en tecnología y cultos en la ciencia y en el arte; una urbe de círculos concéntricos, detrás del montículo y las aguas, fue su inicial y más bella creación. La ciudad irradiaba como un astro de marmórea y tricolor arquitectura, engalanando sus enormes puertas con enchapados de celeste brillo e innumerables piedras preciosas. Alrededor del pináculo embrujado las nubes danzaban juguetonas, y una efigie de mi regia anatomía se alzaba triunfadora hacia lo alto sobre un carro sirgado por delfines. En los puentes colgantes de los círculos cien jardines adornaban las cascadas que descendían por las arboledas; observatorios, academias y museos, bibliotecas y colegios demostraban que Atlántida era un foco universal del comercio, las ciencias y las artes. Comuniqué la cima con el mar y construí muelles en los círculos para desarrollo de la economía y desconcierto de los visitantes, que loaban sin fin, resueltamente, la experiencia de los forjadores, la frescura de la brisa mañanera, el abigarrado comercio artesanal, los variados eventos culturales y la sapiencia de los gobernantes. En esas celebraciones quinquenales, deliberaba con mis consejeros mientras nobles y ricos hacendados donaban toros de lustrosa piel, que yo encerraba silenciosamente en la parte secreta de los templos antes de iniciar las ceremonias donde diestras y fornidas manos doblegaban las bestias ritualmente hasta dejarlas tendidas en el suelo. Enseñé a los mayas y a los incas formas de construcción piramidal, lo mismo que el proceso metalúrgico, el desarrollo de la nueva astronomía, la medicina general y demás ciencias trasmitidas también a los egipcios. Estimulé la lectura y la escritura, las matemáticas y sus complementos, la arquitectura, las leyes y el civismo; paz y prosperidad se vieron protegidas bajo la sombra de una flota inmensa maniobrada por un moderno ejército que ni Marte se atrevió a enfrentar. Una infausta mañana, sin embargo, mis diez hijos miraron hacia el mar y embarcaron a lejanas tierras en pos de las tribus amerindias, África del norte y Grecia, sin descartar los territorios índicos. En Atenas voló tal número de flechas que el claro firmamento oscureció y los briosos caballos galoparon como truenos fugados del Olimpo; el brillo de las fuertes armaduras cegaron los islotes y las aguas las playas solitarias y los puertos. Las lanzas se mostraron erizadas como duras espigas de los campos, y mis hijos, finalmente derrotados, huyeron por los ásperos caminos de las vastas llanuras conquistadas. Oleadas calientes y ambiciosas engulleron los barcos al minuto como frágiles trocitos de papel; la tierra fue sólo convulsiones y el océano rugió de costa a costa en su cuenco de rocas y montañas. El planeta voló en diez mil pedazos abriendo abismos de fatales grietas y colmillos de magma entre su boca, mientras los mares, tozudos y violentos, procedieron sin tregua y sin piedad, devorando como fieras el imperio que un día de vientos malhadados hinchó sus velas y los vio partir.
Página 1 / 1
|
Anna Feuerberg
Cariños,
Anita
Verano Brisas
Anna Feuerberg
Estupendo poema muy rico en prodigiosas imágenes de las más variadas cualidades. Desde la belleza de la naturaleza y el esplendor de la cultura hasta la ambición de los herededos que todo lo fulminan y destrozan. Dicen que conociendo el pasado el hombre puede aprender a no repetirlo, recemos porque el mundo contemporáneo tome consciencia de ello algún día...cuando no sea demasiado tarde...
Un afectuoso abrazo,
Anita
Verano Brisas
wersemei
Si todo fuera como se refleja en tu poema, estaríamos viviendo en un paraiso.
Verano, me has hecho soñar con tus palabras.
Un saludo
Verano Brisas
alberto carranza
oculta
Como siempre tus lecturas me envuelven hasta terminarlas para saber el fin, siempre son muy buenas.
Saludos oculta Maribel