No se lo gaste en leche no se lo gaste en vino (Diario)
Publicado en Apr 08, 2011
Calle madrileña de Los Peñascales número 12, Iglesia de la Sagrada Familia, muy cerca del poco familiar Luis Eduardo Aute. Justo llegando a la puerta del archifamoso Parque de La Fuente de El Berro. Mi abuelita Rufina nos enseñó a pisar las monedas para no perder la tajada. ¡Eche padrino eche no se lo gaste en leche, eche usted padrino no se lo gaste en vino!. La técnica era impecable. Los tres pequeños, más el pegajoso zapatero de raza merino, no dejábamos escapar a ninguna. Las niñas bien y guapísimas de la calle Jorge Juan observaban las maniobras. ¿Quién era el que más y mejor disimulaba mientras las miraba de reojo?. El de siempre. El hijo sandwich; o sea, yo mismo con mi yo.
Con un ojo ponía la vista sobre la perra gorda y con el otro no hacía más que fijarme en la delgadita chica guapa, la más guapa de todas ellas. Las perras gordas sólo me servían de pretesto y me servían de excusa para llevar a cabo mi truculento juego de mirar a la más delgadita y más guapa de todas y, a partir de ahí, venía lo del pavo real que se ponía el mayor cuando se enteraba de mis proezas, lo de aquello de beber agua fina de la fuente con un vaso de plástico desplegable que tan de moda se puso en aquellos años y que mi abuela Rufina guardaba como un tesoro para los domingos de excursionar hasta la Fuente de El Berro con el pegajoso del zapatero de raza merino siempre tras mi sombra y lo de dar paseos por los caminillos del parque alrededor de la más guapa de todas ellas y disimulando con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Desde entonces me quedó esa técnica de saber ligar con las más guapas mediante el truco de llevar las manos calientes y tener la cabeza fresca. Bodas, bautizos, comuniones... todo era válido y valioso en aquel tiempo de los padrinos que echaban para no gastarse ni en leche ni en vino sus buenas perras gordas (a veces hasta podías pescar, con suerte y mucha vista de águila, incluso una de dos reales) para pasar una buena tarde colocándonos con los caramelos de fresa, limón y menta, sentados tranquilamente en un banco de madera mientras el zapatero de raza merino estaba empeñado hasta las cejas con eso de querer quitarme a mi Princesa. Imposible. Era imposible que nadie me la arrebatase ya porque había nacido para ser mi estrella; mientras yo disimulaba echando migas de pan a los patos pero sin meter la pata como sí hacía el zapatero de raza merino que se quedaba pringado en los charcos de barro cuando llovía y de arenisca gorda en los días de gran calor hasta que un día una señora casi le pesca y menos mal que mi abuelita Rufina le dijo que se marchara y no volviera nunca más porque ella no iba a salir en su defensa, ya que no era ninguno de sus nietos, por haberle rajado el vestido con una vara de avellano, almendro o no sé qué clase de árbol a la señora. Hasta llegó a querer cambiármela por su hermana. Pero La Piluchi no me gustaba para nada y era como querer cambiar una fotografía de Sara Carbonero por una fotografía de Montserrat Caballé. Quizás por eso me cae tan bien mi colega Sara Carbonero detrás, por supuesto, de mi Princesa. De La Piluchi no me gustaba nada porque ni se le parecía de lejos a mi Princesa. Así que de esa forma pasaban los domingos de mis primeras infancias paseando con los dos pequeños más el pringado del zapatero de raza merino y, una vez bebido el consabido vaso de agua de la famosa fuente del cántaro de piedra situado en cierta parte impúdica de la estatua (menos mal que sólo era un grupo escultórico como me enseñaría ya en años de mozalbete la profesora de Historia del Arte del Instituto San Isidro de Madrid, muy guapa por cierto y que se llamaba Ana María), volvíamos a casa trotando alegremente los dos más pequeños pero yo pensativo y con las manos calientes dentro de los bolsillos de mi pantalón hasta que el zapatero de raza merino se dio por fin por vencido y se largó a Nicaragua. El otro, el mayor de todos, jamás nos acompañaba. Odiaba (¡y qué mala cosa es el odio!) que le hubiese ganado limpiamente, y sin trampa alguna, el amor de la Princesa que le había dado calabazas de verdad antes de dárselas a los otros dos pequeños. Total, el hijo sandwich sólo pensaba en Ella y así fue como la ideé hasta hacerla real. Por cierto, mi colega Sara Carbonero me cae muy bien pero eso es harina de otro costal y digno de ser narrado en otro recuerdo mucho más reciente y, por supuesto, que después de mi Princesa.
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