DDT: Debemos Darnos Tiempo (Diario).
Publicado en Apr 26, 2011
Nueve años nada más. Ella sólo dos. DDT. Debemos Darnos Tiempo. Dar un paso al frente para entrar a formar parte de las filas de Don Florencio fue un acto de heroismo infantil. Así que no me quedó más remedio que lanzarme sin paracaídas con aquello de la enseñanza libre para luego sufrir en el Ramiro de Maeztu. DDT. Nueve años nada más. Ella sólo dos. Historietas más que historias porque lo de los Reyes Católicos estaba mal explicado, pero todavía peor lo de Carlos Quinto y pésimamente mal lo de Francisco Franco Bahamonde. Así que las historietas del DDT eran los mejores antídotos para darse el suficiente tiempo de crecer y que creciese ella.
Contra las penas de la nostalgia en el futuro venía muy bien lo del tío magdaleno que llegaba a casa por Navidades a llorar por su dolor de muelas. Mi tío azufrito, más malo que la carne de pescuezo, acompañaba a todas partes a mi tio magdaleno pero harto ya de aguantar tanto lloro le dejó y llegó el violetero violeto que acompañaba, de vez en cuando, a mi padre y a mi madre para ver a Celia Gámez y luego contarnos lo del Vips Vaporups que tanta gracia les hacía a los mayores pero que lo pequeños no sabíamos de que iba aquella historia -tan empachados estábamos de las películas de Gracita Morales- y a todo esto mi tío angelito diciendo siempre sí señor a las órdenes de mi padre que para eso era oficial de caballería. Así que me iba a veranear a Valverde de Júcar. DDT. Debemos Darnos Tiempo. Era la letanía de toda la primera infancia. Cuando aparecía Don Berrinche, con bigote corto a lo galán de cine, amargado por tener que trabajar en una obra no precisamente de teatro sino de ladrillo, cemento y cal, destapaba su ira y se volvía al pueblo a discutir con Cruz. No es que fuese precisamente un marginado, pero parecía una urraca persiguiendo a las mozas madrileñas que, por supuesto, no le hicieron caso. Su maldad le venía de traumas familiares con respecto a mi abuela y mi madre; una especie de amargura de su impotencia por no haber querido aceptar los galones de cabo primera y poder haber hecho carrera en el ejército. Yo escribía mis primeras redacciones y algún que otro poema -para disgusto de mi madre, silencio de mi padre y alegría de mi abuela- así que estaba muy bien lo del DDT. Lejos del garrote de Don Berrinche yo me solazaba jugando a tula -abreviatura de tú la ligas- procurando perder de vista a Pedrusco Brutote que siempre iba con la bici a toda velocidad y que casi pierde, por eso, la cabeza contra una farola; saliendo fuera del foco de Don Telescopio, el vecino cotilla que todo buen barrio madrileño tenía entonces y aquel especie de Sinforino que había recalado en el coro de los Sacramentinos del cura Perra Gorda y tuvo el grandioso honor de salir por Nochebuena en la tele años más tarde. Seguía la vida. Había que aprender a ser por primera vez un niño educado pero el tal Sinforino no era modelo de conducta para mí. Así que aprendí unos cuantos chistes y me inventé unas cuantas historietas para poder subistir en aquella vida de blanco y negro que era la aperiencia hecha caricatura de matriarcado de las suegras del bulevar. Épicas batallas las de estar siempre al loro como el Jeremías de la Familia Cebolleta pero sin aparecer en escena. Siempre agazapado en mi condición de hijo sánduche nunca se me vio hacer de Ofelio -ya que entonces no me seducía el teatro ambulante- y no caía jamás en manos de ninguna vampiresa aunque se llamara Rosa, Rosita o Rosiña si era gallega. Con Don Prudencio aprendí a no meter la pata dos veces en el mismo agujero mientras sabía que el Danubio, nombre de gran señor, era gran río de Europa. Lo mejor, a veces, era ver cómo perdía el tiempo algún currito agarrado a la farola y contándonos la bola que nadie se tragaba sobre sus aventurosas historias con mujeres que yo escuchaba en silencio mientras aprendía, de buena tinta, que aquel tal Curro supuesto ligón de novias burladas sólo era un cucufato tres catorce dieciséis por aquello del númeor Pi que aprendí en el DDT antes que me lo enseñara ya mejor expuesto Don Florencio. Y llegaban los días extras del verano escuchando las morrocotudas aventuras del super birria del menor de los Olivos, que era bastante chinche, allá como dije antes en Valverde de Júcar, hasta que le demostré como se puede dar en la diana con una calabaza y se enfadó tanto el microbio que entré en una especie de vida adormilada para no seguir siendo gambérrez, mientras la familia de los churumbeles me echaba de menos en Madrid, pues les gustaba que yo jugara allá junto a sus chabolas... Eran historietas del DDT. Nueve años de edad y ella sólo dos. Debemos Darnos Tiempo. DDT. Aqquel campeón nacido en el 49 ya era famoso en el 56 y ahora, en el 58, Ricardito el del coro y José Ángel el rojete ya tenían miedo de que volviese un poco más crecidito por si les sobaba los morros bien sobados; pero no merecía la pena... porque solamente los amapolos tenían entonces neveras. En el Quinto D escalera izquierda no teníamos y por eso comíamos al día. Y dejé las insustanciales aventuras de un rebollo cualquiera (quizás hasta alguno se apellidaba Rebóllez de todos aquellos que sucumbieron jugando al fútbol), me alejé de las clásicas monsergas de Doña Filomena que no veía bien que yo mirara a las chicas sólo por saber que existían para hacer la primera comunión junto a ellas y soñé que era el Capitán Aparejo, pero ni zoquete ni tampoco remando como un cangrejo pues yo era lo suficientemente despierto para seguir avanzando en las primeras edades de mi infancia. Así que regresé de Valverde de Júcar dispuesto a ser El Jabato en vez de El Capitán Trueno, al cual le chirriaban ya los dientes por cierta envidia de princesa del Amazonas. Nueve años. Ella sólo dos. DDT. Debemos Darnos Tiempo. La censura de la época permitía un muy estrecho margen de maniobra. Algunas desleídas alusiones eróticas, sin salirse de la mojigatería imperante, fueron señas distintivas pero tan esporádicas que las olvidé en cuanto a Gamarra le echaron mano los curas y se lo llevaron para el Seminario. Otra vez salvado por la campana de Dios. Y allí, compartiendo el tiempo, Cifré, Peñarroya, Conti, Vázquez, Escobar, Rafael, Jorge... haciéndome compañía mientras me partía de risa con aquellos diálogos para besugos que leía yo de Guiu y, además, los veía en primera persona a los cucufatos que se las daban de ligones de novias burladas y sólo era un tres catorce dieciséis pero jamás un viente por ciento de lo hombres que podrían haber llegado a ser de haberse mostrado conquistados en vez de conquistadores.
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José Orero De Julián
marcos