ATARDECER
Publicado en Jul 01, 2009
Llovió parte de la noche, el ventarrón tumbó varios árboles en el pueblo. Es muy temprano para notar que en la casa, donde está el viejo palo de mango, yace el cuerpo de Jorge con los labios morados y los ojos abiertos como mirando al cielo, pero sin brillo en sus pupilas.
Aquella noche una pesadilla lo despertó. Estaba oscuro pero no pudo notar si florecía la noche o comenzaba el amanecer. Afuera, la brisa y los nubarrones se confabulaban para una de las acostumbradas borrascas de invierno. La calle más alegre del pueblo se tornó solitaria y tenebrosa. Recordó que había colgado un lazo en la biga; ya no tenia miedo, aplazó el viaje. Escuchó el ruido de la teja de cinc que se había despegado tres horas antes cuando le cayó el gato que lo asustó con el estallido. Murmuró: va a llover. Una buena noche y otro día más, por si me falta algo que empacar -- Ese mismo día, en la mañana, no tenía ningún motivo para colgar un lazo y planear un viaje, pero la incertidumbre lo desbordó de la realidad. Había perdido la noción del tiempo, se esforzó para recordar qué día era, hacia cuánto estaba en aquel lugar y en ese estado de quietud. El día fue angustioso desde aquel instante y terminó por pensar en el suicidio como siempre solía suceder. Como era sábado y no tenía hambre, se alistó para irse a sentar en el corredor de la casa con Yuyo, su vecino, quien siempre se levantaba y subía a la casa, antes de asearse la boca, para despertarlo; nunca tocaba la puerta que era fácil de abrir. Esta vez no fue así, no se lavó la boca hasta llegada la tarde. Se habían acostumbrado a sentarse en aquel lugar y pasar el tiempo hablando cualquier cosa; a todo le daban explicación con un tinte cómico. Se estaban allí hasta el medio día. El humorismo con que trataban sus temas era el modo de no caer en lo trágico y el desespero de vivir. Sus risas merodeaban por el fresco de la mañana bajo la sombra de las ramas que se esparcían por encima de la casa. Cuando Jorge quedó solo, deseó morir. No lograba determinar qué hacia en ese pueblo. El efecto de la risa fue un instante. Un crujido en el vientre lo obligó a pararse e ir a la cocina, pero no tenia sentido comer, así como tampoco tenia sentido todo lo que hacia: trabajar, estudiar y todo lo que comprendía vivir. Concluyó que había estado once años en el colegio preparándose para morir, el cartón que recibió en diciembre podía ser la lapida de su tumba. Ni siquiera Dios era su amparo, pensó que lo había abandonado desde que dejó de ir a la capilla. Impulsado por la depresión fue al patio, agarró el lazo y una escalera, los llevó a la pieza, la acomodó; subió, amarró el lazo en la biga e hizo, en un extremo, una especie de argolla. Un cumulo de sentimientos encontrados en su pecho lo hizo desesperar; su ego desató un colosal miedo por la muerte, pero entró en razón y no encontró motivos para seguir viviendo. Acostado en la cama, miró el lazo colgado; se puso a reír a boca abierta cuando se preguntó si el método escogido era letal o corría el riesgo de quedar vivo. Se sintió feliz de su actitud, concretó su proyecto como un viaje, a la siete de la noche era buena hora para partir; tres horas eran suficientes para empacar su último deseo. Se sentó, se acostó otra vez; se movía de un lado para otro. Al fin, sin definir cual seria su deseo, decidió salir a eso de las cinco de la tarde sin ningún rumbo. -caminando se vive más que estando sentado o acostado-dijo para sí. Miraba de un lado para otro e intentó distraerse. Recordó otros tiempos que bien dicho por alguien fueron mejores. Por la carrera primera junto al río, cerca a la base naval, donde vivió algún tiempo, nostálgicamente, recordó las imágenes del lugar; eran iguales a cuando llegó por primera vez a la casa de la esquina donde vivió su mamá. Como si no hubiera pasado los años, lo envolvió la misma soledad, la sentía en el aire, en las casas, en las paredes carcomidas por el tiempo, en los árboles ahora más grandes; pero, realmente, la soledad estaba en lo profundo de su alma. Miró los bongos que se encontraban en la orilla, allí arrimaban los botes. Desde la calle, junto a la casa, vio el sol, el resplandor de éste atravesado en el agua; y se acordó de su último deseo. No podía dejar escapar la inimaginable caída de sol del pueblo que lo vió nacer. Fueron varios los años que vivió allí, pero no se había dado cuenta del inmortal atardecer que siempre se vestía diferente y esta vez se había puesto su mejor atuendo. Fue al muelle más cercano, se sentó en un muro y miró hacia la inmensidad de su deseo, sintió como si fuera parte de una pintura. De hecho captó que las nubes estaban como plasmadas por un pintor. El sol bajó apresurado en el horizonte, entre los árboles, como si estuviera retardado en su compromiso con el otro lado del mundo. En un par de minutos, el color de sus rayos se puso mas intenso, las nubes en su contorno eran como hierro al fuego; las tinieblas invadieron la multitud de árboles que se encontraban en frente de donde estaba sentado. El astro ahora era de sangre y a cada instante más vivo, el cielo era de oro. Miró en el espejo de agua el mismo color del sol que poco a poco desapareció entre las montañas; algunas nubes, a lo lejos, quedaban como manchas negras en medio del círculo carmesí. El mejor momento fue fugaz. La sombra del sol desapareció. Las nubes, en partes parecían rosas, violetas y, en otras, flores negras como su destino. Terminaron por semejarse a una alfombra de bellos colores en el cielo por donde había pasado el calcinante rey de la galaxia. Un conjunto de gaviotas y el canto de los mochileros lo despidieron, le recordaron su destino final; la naturaleza había comprendido su estado y sintió repugnancia de que en su seno hubiera personas como él. Contempló por última vez el cielo, pensó en lo maravilloso que es el mundo y en su inexplicable lógica. De lo anterior no quedaba sino la finitud, la muerte. Faltaban viente minutos para las siete. Caminó con dirección a la casa que estaba a cuatro cuadras. En el otro extremo del cielo observó un nubarrón que amenazaba con llover posiblemente al amanecer. Llegó a la casa, abrió la puerta y cerró como siempre. Se dirigió a la pieza donde estaba su cama, se acostó, miró el tiquete del viaje que colgaba de la biga. No quería pensar en nada, pero un frio se apoderó de sus piernas y lo llenó de nervios. Se acordó de cosas absurdas. Lloró... lloró amargamente, con tanto sentimiento que él mismo se asombró. Un gato cayó en el cinc, el estruendo le pasó como un correntazo por el cuerpo. Tania miedo. Muchos recuerdos se le vinieron a la memoria del colegio, de aquellas personas consideradas sus amigos. Cerró los ojos para no llorar; sin embargo, por su mente seguían pasando las imágenes de lo que consideraba sus mejores momentos: la primera novia, el primer beso, la graduación...; dejó de llorar cuando se quedó dormido. Yuyo acaba de asomarse. Será el primero en verlo. Desde la puerta de su casa ha notado que el palo de mango ha cambiado su aspecto. Se dirige a la casa de Jorge; entra, el techo esta destrozado por el golpe y el peso de la rama que le ha caído. Camina hasta la pieza de su amigo por el piso mojado, abre la puerta y pasa con cuidado de no chispearse de sangre. Hay hojas del palo de mango por todas partes. Ve que una rama y la biga le han caído encima, le han roto el cráneo, también mira el lazo amarrado en uno de los extremos de la biga, pero eso no le dice nada. Aun hay bastante sangre fresca en el piso. De los labios se desprende una tiesa sonrisa que le ahuyenta el horror, miedo y el pesar. Dejándose llevar por la sensación de tranquilidad que le produce el rostro de su amigo, dice para sus adentros, "parece una broma", mientras le cierra los ojos. No tuvo ganas de avisar al pueblo, pero no podía enterrarlo solo. Tenia que hacerlo.
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Ronald
miguel cabeza
Diego Lujn Sartori
Buen cuento. Veo que eres duro criticando a los demás. Por eso te invito a que mires algunos cuentos míos:
Un Chancho, un perro y la muerte. Pará patrón. Confesión y me des tu comentario. A tu estilo por supuesto.
Diego
Ronald
Siento que he acertado en cuanto al proposito que tuve antes de escribirlo. Me parece extraño que te haya gustado. Dejo claro que tengo ciertas razones para sentirme extraño, razones que no son necesarias explicitarlas. Pero creo que rondaré tus textos y trataré de estar más seguro de lo que presumo. Claro que me encante esa invitación de leer tus textos y opinar sobre ellos. Creo que es un buen camuflaje para mis razones. No siendo más... a leerte.
Julieta Torres