Los Ruralistas (captulo 01)
Publicado en Jul 02, 2009
- I
Sudestada El río estaba ancho, gordo, como inflamado. El río crecía y crecía, infatigable, aplazando las horas, cruel y obstinado. El río estaba malo, belicoso, desbordando por todas partes, arrasaba con el monte, burlaba la barranca. El viento enloquecía del sudeste, y el río crecía y crecía, paciente. La lluvia (ahora) era suave, anémica, apenas una garúa. Pero el viento golpeaba, tenaz, con loba crudeza. Venía del sudeste. Y el río crecía y crecía. La osamenta repodrida de caballos y vacas boyaba a la deriva. El monte ya no se veía, perdido en la inundación; apenas los ombúes y las copas de los algarrobos sobresalían sobre la llanura de agua. Los matorrales de calafate, ahogados; los bosques de espinillos y talas, ahogados... Villa Nueva angustiaba bajo la sudestada... El río barroso, desmadrado, el inmenso río sin ley. Sudestada y crecida. Como una vieja canción. Todo bajo el agua. Todo. El viento helado (ahora) silbaba. Los ranchos, desechos, en jirones, aparecían por todos lados. Corrales. Galpones. La crecida hacía estragos. Cielo plomizo, oscuro, refucilos a lo lejos, caranchos y teros chillando como urticaria; el terraplén de los gringos se evaporaba, lento, rendido a la furia de la inundación. La lluvia (ahora) caía finísima. Llovizna. Maurissio y Facundo a barlovento en la piragua hendían la mañana. Llevaban la chancha del abuelo. La llevaban en la piragua hasta la torre del ferrocarril: Maurissio y Facundo, los primos Espiro, precoses y osados. La chancha iba atada, como un matambre, el hocico amordazado; y Maurissio la sometía cinchando el tiento. Facundo remaba a velocidad de motor, estrepitoso, gambeteaba troncos, ranchos enteros, osamenta, las esquirlas del desastre. Sudestada. Villa Nueva sepultada bajo el agua. El río interminable devorándolo todo, avanzando en el horizonte, formidable, rumiando vida terrestre, como una infección. Y la chancha a tirones en la piragua, marrando hecha un demonio. La chancha inmensa, enorme, viciada en tamaño. Se retorcía entre sogas y cuerdas, maniatada, enloquecida, marrando en violentos sacudones. Loca. Brava. Gorda. Maurissio cinchaba, fiero, clavaba sus talones en la cresta de la cerda, la castigaba a garrotazos, crispaba el lomo overo del animal. Y la bestia se retorcía y marraba y se revolcaba en la piragua. Porca marrana, gritaba el joven, y atestaba golpes, bravatas, injurias. Porca marrana, gritaba. Los bolsones de niebla iban reuniéndose en torno a la piragua. Niebla robusta y tupida. Ya no llovía. La sudestada (ahora) apretaba en bruma y crecida. Los bolsones de niebla se amontonaban, tupidos, cercaban la piragua en cruel espantajo. Niebla. Mucha. Toda. La chancha a los tirones y la piragua bamboleando sobre el agua, oscilante, infeliz en la inundación. El clamor del río insuperable. No veo una mierda, gritaba Facundo, y remaba y remaba a ciegas entre la niebla. No se ve una mierda, gritaba. El primo Maurissio no lo oía, aturdido en el escándalo de la chancha, preocupado en garrotazos y forcejeos. La niebla era mucha. Y era sólida, como acerada. Y entonces el golpe, la vacilación: la piragua enredada en el techo de un rancho. Qué hacés, pelotudo, tronó el aullido de Maurissio. No se ve una mierda, dijo el primo... Y este rancho hijo de puta... A machete y remo Facundo logró zafar de la trampa. En remolinos de viento y niebla alcanzó a componer mando en la piragua. La chancha olía el peligro y respingaba, violenta, bufaba, hociqueando como un toro en celo: desafiaba ataduras y garrotazos: estéril en la locura del joven Espiro. Fusca marrana, gritaba Maurissio, estáte quieta, ¡mierda! Porca fusca. Porca próstigia di la tro´iana. Y la chancha se rendía un instante, apenas. Y vuelta a empezar, formidable. Gigantesca. La torre estaba cerca. Maurissio olía el hierro engrasado. La torre está cerca, dijo. Dónde, preguntó el otro. Ayá, forro, ayá, decía hecho un amasijo entre sogas y cuerdas, apretado a la chancha. Ayá alo´otro lao. Donde, pelotudo, coreaba Facundo remando y a los gritos. Ayíii, ayíii e´la vueltita, carajo. El golpe asustó como un estampido. La piragua se alzó tremenda en la niebla, remontó vuelo rasante y viró dando un sermón, ¡mierda!, pensaron los primos, blancos en la tumbada. La piragua zozobró, fatal, se hundió en el río oscuro y pegajoso, expulsó a los primos y a la chancha... El refucilo anunció el trueno y la lluvia cayo maciza, inmediata entre la niebla. Toda una lluvia entera. Y el viento helado. Karaícho, karaícho, gritaba Facundo. La piragua se sumergía partida al medio. Karaícho, karaícho, boyaba Facundo a brazada y lamento. Y el primo no aparecía. Karaícho, karaícho, gritaba, angustiado, haciéndose eco en las manos, sostenido sobre el agua negra... Maurissio irrumpió desde el fondo de la crecida y se elevó apolíneo en la aparición, como un ánima, embarrado, envuelto en juncos y cuerdas y sogas y ramas y brotes de sangre y mordiscos y llagas y catarros asmáticos desesperado gritando: La torre, primo, la torre. Y la torre estaba allí mismo, a pocos metros, erguida en un peñasco de la barranca, como un faro, marcial y bendita. La torre, la torre, exclamó Facundo, la torre, la torre, repetía. Bracearon como anormales, como hijos del río que eran, silvestres, paridos en la ribera de Villa Nueva; nadaron como campeones, como boga en apuros, salvaron la vida a todo músculo, bajo la lluvia, entre bolsones de niebla; fanfarrones, viriles, macaneando bolazo mental a inventar a otros primos. Bracearon enérgicos a barlovento en la crecida y llegaron a la terraza de la torre ferroviaria. Extenuados. ¿Y la chancha?, preguntó Facundo. Ayudáme, dijo el otro. La chancha venía a la rastra, sumergida, atada a la cintura de Maurissio. Los primos asieron la soga y tiraron y tiraron y tiraron tiraron tiraron tiraron hasta que el animal apareció, grotesco, hinchado en agua, morado, la lengua colgando, como un monstruo de la laguna, fantasmal. Facundo estalló en un llanto: Está muerta, está muerta, gritaba, la chanchita ta´muerta. Pará, maricona, replicó el otro. Y sacó su navaja del bolsillo. Encuclillado en prestos movimientos Maurissio comenzó a desatar a la chancha, cortaba cuerdas y sogas y el primo lloraba y lloraba, desconsolado: Ta´muerta, la chanchita ta´muerta, hipeaba Facundo. Maurissio liberó al animal y se puso de pie. Contempló el cuerpo inerte de la chancha y se rascó la cabeza; nervioso, inquieto, la bestia yacía desparramada, parecía un tanque a punto de estallar. Todavía está viva, dijo. Y entonces puso en marcha el tratamiento: un puntapié en la panza inflamada del animal, y otro puntapié más fuerte, y otro, y otro más, más y más potentes las patadas. Dale, forro, ordenó a su primo, dale´n la panza bien juerte. Ta´muerta, ta´muerta, lloraba Facundo. Ta´viva, ta´viva, repetía el otro y aceleraba los puntapiés. Ta´viva. Como movido en una última ilusión Facundo emprendió también él a patear a la chancha. El cuerpo del animal se estremecía y despachaba agua y barro por el hocico. Los primos intensificaron la pateadura. Más y más agua y más barro y el animal comenzó a agitarse y entró en convulsiones, resoplaba espasmos en una vida que no se apagaba, latente y dispuesta; la chancha resistía, no se rendía, no entendía eso de morir ahogada. Ta´viva, ta´viva, celebraba Facundo a los gritos. Te dije, pue, te dije yo. La chancha vomitaba el líquido barroso, trémula, se retorcía a cada atracada, se sacudía, palpitante, como volviendo de la muerte, atónita y desencajada, trataba de ponerse en pie. Mauricio y Facundo la ayudaron a levantarse, alborozados, la besaban, la acariciaban, efusivos, la mimaban, la alentaban a resucitar. Mamita, mamita mía, lloriqueaba Facundo. Y la besaba en el hocico. Maurissio buscaba alguna herida grave, una fractura, un magullón, un corte profundo. Pero la chancha estaba entera, vivita y coleando, decidida a insistir en este mundo. Maurissio también la besaba en el hocico. Y la chancha parecía agradecida. Porca marrana, susurraba emocionado. Y lloraba. La chancha del abuelo estaba viva. En la torre del ferrocarril. Y la sudestada crecía y crecía. Todo bajo el agua. Todo. Sudestada. Sudestada.
Página 1 / 1
|
rocio nava
Abel Carvajal
Saludos,
Ena Patricia Sierra Molina