EPIFANÍA
Publicado en Feb 02, 2009
La lluvia sigue cayendo. Cae en goterones pesados que hacen doler encima de la ropa y en la piel desnuda. No me importa. Siempre es así aquí, igual que el olor: se mete en las narices como el pasto recién cortado, ese que hay en el laboratorio de ciencias del colegio en una vitrina de cristal. Así debe oler el mar, un olor pesado que taponea las narices y que ahoga, pero que igual llena los pulmones y los hace inflarse y bajar, inflarse y bajar, más rápido cada vez, porque da hambre de tanto olor. Todo huele igual aquí. Cuando llueve. Entonces es cuando salgo. Cruzo la zona más acá de la barrera de contención y la maleza que se junta en los bordes del Domo 4 y salgo por el túnel que alguna pandilla hizo por debajo del límite. Sólo las pandillas salen al exterior, dicen que a aspirar oxígeno puro que contrabandean en los límites de las Ciudades Domo. Mamá dice que es peligroso salir. No sólo por las pandillas, también por el aire. Hace que la gente se ponga enferma y muera. Pero yo sé que no es cierto, si no ¿cómo aún no me he muerto? Eso le digo a mamá, que es mentira todo lo que dicen los profesores y las noticias, pero ella está convencida, igual que el resto. Me da lo mismo. Igual vengo cada vez que llueve y espero. No me importa esperar. No me da miedo estar solo aquí, a la orilla del Domo y esperar. Nadie viene cuando llueve. Sólo yo. Yo y a lo mejor…
Pero hay que tener paciencia. Eso dice el Padre Gutiérrez en la clase de religión. Que con paciencia se llega al cielo. Y miro al cielo, harto, a ver si lo veo bajar algún día. Aunque la primera vez que lo vi no bajó del cielo ni nada parecido. Tampoco tenía alas ni esas cosas que dicen. Estaba parado ahí, justo en esa roca, muy cerca. Me asusté porque su sombra casi tapaba la luna que había salido después de la lluvia (la luna es redonda y muy blanca después de una lluvia, como una cara recién lavada). Lo vi muy claro. Su cuerpo, sus manos, el color de su piel. Era como en las historias del Cielo y la Tierra: un gigante que cubría el firmamento y estaba a punto de rugir encolerizado, listo para la destrucción de los pobres mortales de piel blanquecina y venas azules. Sus manos habrían aplastado nuestros frágiles cuerpos y traído la desolación divina. Pero no rugió. Se quedó ahí parado, esperando. Mirando. Igual que yo. Fue una eternidad. El tiempo que estuvimos mirándonos. Tal vez pasaron millones de años, las estrellas giraron en el cielo en ciclos infinitos y la tierra envejeció y volvió a renacer una y otra vez antes del primer parpadeo de mis ojos y de los suyos, antes de que su boca se abriera, un poco, casi nada, y hablara. O quizás no habló. Quizás sólo fue el viento entre las malezas, el sonido de algún animal salvaje, de esos que dicen que merodean por las afueras de los Domos. No sé. Pero fue una eternidad. Sí. Brotó de sus ojos, como dice el Padre Gutiérrez que brota de los ojos de los que han visto el rostro de Dios. Y se esfumó. La luna volvió a llenar su figura que ya no estaba y su luz me dio en plena cara. Entonces sentí el vacío de su presencia y mi boca se destapó como un conducto obstruido por demasiado silencio. Como si hubiera dejado de respirar por siglos y siglos y de repente me diera cuenta… No estaba. Hundí los ojos en la oscuridad que volvía a elevarse aquí y allá: sombras de nubes que le brotaban a la luna una vez más antes de cubrirla para siempre. Pero no estaba. El Fermín dice que es el oxígeno, que a veces hace ver cosas, y que por eso me voy a morir de estas costras tan duras que se me hacen en el cuerpo y en la cara, por salir de los Domos y respirar oxígeno puro, que soy un adicto y por eso veo alucinaciones. Como si él no fuera también un Recesivo. Todos lo somos; por eso vamos a la misma escuela, para que no contagiemos a los otros, dicen, como si el color de la piel se contagiara. El Padre Gutiérrez dice que sólo la gente tonta piensa así, eso le digo al Fermín, pero él se ríe y dice que nos vamos a morir, que nos estamos pudriendo, por eso se nos pone oscura y áspera la piel, igual que cuero de cocodrilo. Cuando le conté lo del Arcángel también se rió. Dice que a lo mejor me están llamando o que ya debo estar volviéndome loco. A lo mejor es verdad que somos adictos al oxígeno porque nacimos así, con estas manchas color café y duras, por eso se nos hace más difícil que al resto respirar el aire de los Domos y tenemos que dispararnos dosis de oxígeno y chancac para no morirnos asfixiados cuando nos vienen esos ataques de asma tan terribles. Es por el color de la piel. Igual que la de los Arcángeles que describen las historias del Cielo y de la Tierra que nos cuenta el Padre Gutiérrez. El Fermín dice que son mentiras, que no hay Arcángeles y que si los hubiera tendrían la piel blanca y transparente y no tostada y dura como piedra. Qué sabe él. Yo sé. Por eso salgo todas las noches de lluvia y me siento aquí afuera. En la oscuridad las gotas brillan como líneas de plata a la luz de los Domos: Gusco 7, Gusco 9, y más allá Gusco Central. En noches así las Ciudades Domos parecen burbujas de luz infladas sobre la arena húmeda, ahogadas por la maleza negra y apretada que crece en sus bordes. Entonces miro hacia el cielo y espero. La lluvia sigue cayendo sobre mi cuerpo. Doliendo. Quemando dentro de mis ojos que buscan una luna de plata ennegrecida por la sombra de unas alas, con un grito silencioso amordazando mi boca, mientras me hundo en la eternidad de unos ojos que han visto a Dios.
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