Desintegracin de la taza
Publicado en Jun 27, 2011
D. A. Rodríguez
Me llamo Omar y estoy enfermo. Hace varias noches que no duermo lo suficiente y cuando me duermo lo hago construyendo en mi mente su rostro. Me despierto y aún recostado en posición fetal emana desde mis adentros un hondo suspiro que todas las mañanas me asalta sin retraso: siempre puntual; como la muerte. Todas las mañanas tengo un suspiro en honor a ella, por su recuerdo pues era inevitable no hacerlo cuando al despertar la visión de su cuerpo se apodera de mi, su lúdica silueta, su piel, las hermosas almendras radiantes que son sus ojos y por supuesto, su rostro que es la más lustrada y preciosa perla que yo he contemplado. Hoy comienza un nuevo día pero ya no sé cual es, ni siquiera sé si estamos a mitad de semana, comienzo o al final. No sé siquiera quién es la chica que me tiene mal, la que siempre veo al despertar. La reina blanca. Es la treceava ocasión si la memoria no me traiciona. Estoy de nuevo sobre la cama enroscado en forma de feto y con una almohada en mi regazo. Trato de conservarme inerme mientras mis pupilas recorren una pared ajada y cuarteada. Mi mirada está extraviada y sin pretensiones hasta que hay algo que ocupa toda mi atención. Es una telaraña con su diminuto huésped que, en ese instante, me observa desde aquél miserable ángulo de 90 grados, y con su tétrica mirada, busca reducirme a su tamaño. El arácnido parece querer hablarme y comunicarme algo pero, los enrarecidos ojos de aquél insecto me bastaban para entender mi situación. Clavó su mirada en la mía y con ella me dejó en claro que era yo un ser más repugnante que él Después de varios minutos en esta posición y sólo después de haberme estirado y despertado completamente, incorporo mi cuerpo. Cojo mis sandalias un poco destartaladas pero funcionales, embono mis pies en ellas, y voy a la cocina para colocar agua en un pequeño pocillo metálico donde hervirá el líquido al cabo de algunos minutos. Mientras tanto busco en mi cajetilla un cigarrillo sin filtro. Apurado y trastabillando llego a el otro extremo de la casa donde encuentro el sanitario. Con la mano izquierda levanto la tapa blanca y ovalada. Deposito mi trasero donde me indica la lógica y después enciendo un cigarrillo. Experimento entonces el primer placer del día. El humo invade el reducido espacio pero no me sosiega y sigo pensando en el motivo que me tiene de esta forma: en este ánimo afligido y turbio. Al salir del baño el agua que había dejado, hierve. Una cucharada de café instantáneo se disuelve parsimoniosa en el agua hirviendo. Solamente olfatear esta mezcla expande mis pupilas. Sorbo el café con precaución de no quemarme y me remonto a la infancia. Recuerdo a mi abuela muerta. Luego la visualizo bebiendo su primer café por la mañana y el segundo durante el almuerzo; a este último vertía un par de gotas que hasta hoy, 25 años después, sé que era clonazepam en gotas de 2.5 miligramos. Ahora comprendo la razón de sus camaleónicos estados de ánimo. De vez en vez mi abuela llama a la puerta y yo la invito a pasar y a beber café, ¿por qué toca la puerta y no utiliza el timbre? es más, ¿por qué rayos no se introduce en mi departamento así de súbito, sin permiso ni protocolo? Los muertos lo hacen, no necesitan autorización para traspasar paredes. Estoy un poco irritado con esta situación. La taza de café va a la mitad y enciendo el segundo cigarrillo. Estaba tirando el exceso de ceniza, cuando tocaron la puerta nuevamente: primero con golpes discretos y luego insistentes. Decidí darle una lección a mi abuela y no levantarme a recibirla pero, los golpes a la puerta lejos de cesar, se intensificaron. Convencido de que la abuela seguiría tocando hasta que le abriera, me levanté del sillón pero al hacerlo, desplacé mi taza de porcelana que cayó y se estrelló en el piso fragmentándose al instante. Esta última acción aguzo mis nervios y con dificultad logré llegar hasta la entrada de mi apartamento donde el llamado aún no terminaba. Dispuesto a comunicarle la nueva disposición a mi abuela, abrí de un fuerte tirón la puerta. Me sorprendió ver que no era la abuela la que estaba al otro lado. Es un tipo barbado y espigado: es mi psiquiatra personal y trae consigo un botiquín repleto de nuevas drogas para continuar mi tratamiento.
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