La bala que se tard en regresar
Publicado en Jun 29, 2011
El hombre acostumbrado a viajar por el cielo de la carpa estaba ese día indispuesto y no por ello el show del Hombre Bala podía cancelarse. El director del circo, al percatarse del problema, no tuvo otra opción que ordenar a uno de los payasos que cambiara la peluca y los chistes por el casco de protección hecho como en acrílico. Para la función de esa noche, el circo se vio inundado de un público expectante por lo novedoso que podía ser un payaso bala. En cada gradería de madera vieja y rechinante no había espacio para uno más, así fuese tan delgado como el lazo por el que caminan los equilibristas. Mientras la gente iba metiendo una a una las palomitas de maíz en su boca y bebía casualmente sorbos de gaseosa, fueron pasando los actos. El del señor que come agujas, el del toro que habla, los trapecistas que se balancean en hilos y la guapa hija del director capaz de adivinar la composición genética de cada uno de los espectadores. Cuando llegó el turno del Hombre Bala, la multitud se levantó de sus asientos y aplaudió con tal euforia que un viento perdido sopló en el interior de la carpa cerrada casi herméticamente. El cañón disparahombres fue acercándose conforme el fervor y en él se introdujo el payaso, no se sabe si nervioso o excitado. Acto seguido, del público fue elegido un niñito de botitas de caucho para que encendiera la mecha e iniciara el espectáculo, pero faltando unos pocos milímetros para el tope, se apagó por los suspiros absortos de los asistentes. Volvió a encenderse la llama y salió el hombre siendo más bala que nunca, traspasó la carpa dejando entrar la luz azul al circo y un aire pesado que confundió a los visitantes. El hombre siguió volando y ya se vio cómo el circo se hacía minúsculo para luego desaparecer de su panorama; se vio también una manada de patos que emigraban hacia el horizonte como dibujando su itinerario y su destino. Ya en unos minutos estaba lejos de la ciudad y en otros más observó cómo descansaban las estatuas de San Agustín allá abajo, más tarde el inmenso Amazonas, luego un mar azul que bien se podía confundir con el mismo cielo, un cerco colonial en Lisboa, Cibeles, El Arco del Triunfo, las ruinas de un muro que dividía aún más las diferencias, inmensos castillos con forma de muffins, otro muro divisor, canguros llenos de crías, leones, tigres, cebras y otros animales salvajes; ora un tal Santiago, ora un aire bueno en asunción, ya no un muro sino una línea limitante, nuevamente las estatuas de San Agustín y, por fin, la carpa del circo. Ingresó por el mismo agujero que horas antes había hecho y cayó ya sin impulso en una débil red para pescar, no se sabe si peces u hombres bala. Allí, levantose el acongojado y mareado payaso pensando en lo plausible de su acto, pero ya el circo sólo estaba ocupado por vestigios de viento y una que otra soledad.
-¿Dónde te la has pasado, condenado payaso?-dijo el director del circo-. Mejor hubiese puesto al comeagujas que a ti. -Creo que es necesario reparar el cañón- respondió el payaso bala.
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