Cortando el aire corría en su caballo Don Augusto Casas, entre la polvareda y la luz que ya iba bajando se veía ese extraño misterio que lo rodeaba a donde fuera que vaya.
Su llegada había encantado a todo el pueblo de “cercos del Valle”, se decía que en sus años mozos había escapado de Buenos Aires dejando a la única mujer que fue capaz de amar y una fortuna heredada de su padre que jamás aceptó. 
Al llegar a la pulpería todo el mundo corrió la cara para mirarlo de reojo, nadie se atrevía a hablarle…  un poco por respeto otro  por miedo a lo que no se sabía de aquel sujeto.
 Casas pidió una botella de ginebra y se ubicó cerca de una ventana. Bajo los pliegues de su poncho sacó una carta la cual leyó con parsimoniosa lentitud mientras su cara se le iba transformando de a poco.
 Todos en el lugar susurran por lo bajo, no era normal ver un gaucho que sepa de letras y toda clase de hipótesis se empezaron a armar en torno a ello. 
 A la mañana siguiente, antes de que el alba bañé los campos con su luz Don Augusto Casas se marchó a todo galope como había llegado, nadie volvió siquiera a escuchar su nombre y se convirtió en parte de un pasado ya olvidado.
 Solo yo recuerdo aquella visita, de ese nieto que esperé durante tanto tiempo y que se presentó una noche con las alforjas llenas para salvar mis tierras, solo yo disfruté de su compañía a la orilla de un fogón con la pava en el fuego y la guitarra sobre las rodillas… quién hubiera dicho que un simple anciano iba sentir tanta dicha una noche fría de otoño en compañía de aquel famoso extraño Don Augusto Casas? Quién se hubiera imaginado que era mi nieto?... Silvestre como la hierba y sin dueño como guachito del monte era Don Augusto, sin ley y sin fronteras… Lo cierto es que se convirtió en hijo del camino y hermano de los zainos salvajes, nunca tuvo residencia fija ni ocupación determinada… él solo corría pero aquella vez detuvo la marcha para ver a su abuelo en Cercos del Valle.